Joan acompañó sus palabras con una furtiva mirada hacia la hija de Bartolomé, que escondió el rostro.

Arnau suspiró.

– Debes casarte y formar una familia -intervino entonces el padre Albert.

– No puedes quedarte solo -le repitió Joan. -Me sentiría muy honrado si aceptases a mi hija Maria como esposa -intervino Bartolomé mirando a la joven, que buscaba el amparo de su madre-. Eres un hombre bueno y trabajador, sano y devoto.Te ofrezco una buena mujer a la que dotaría lo suficiente para que pudieseis optar a una vivienda propia; además, ya sabes que la cofradía da más dinero a los miembros casados.

Arnau no se atrevió a seguir la mirada de Bartolomé.

– Hemos buscado mucho y creemos que Maria es la persona indicada para ti -añadió el cura. Arnau miró al sacerdote.

– Todo buen cristiano debe casarse y traer hijos al mundo- le indicó Joan.

Arnau volvió el rostro hacia su hermano, pero aún no había acabado éste de hablar cuando una voz a su izquierda reclamó su atención.

– No lo pienses más, hijo -le aconsejó Bartolomé.

– No tomaré los hábitos si no te casas -reiteró Joan.

– Nos harías muy feliz a todos si te convirtieras en un hombre casado -dijo el cura.

– La cofradía no vería con buenos ojos que te negaras a contraer matrimonio y que a causa de ello tu hermano no siguiese el camino de la Iglesia.

Nadie dijo nada más. Arnau frunció los labios. ¡La cofradía! Ya no tenía excusa.

– ¿Y bien, hermano? -le preguntó Joan.

Arnau se volvió hacia Joan y se encontró por primera vez con una persona distinta de la que conocía: un hombre que lo interrogaba con seriedad. ¿Cómo no se había dado cuenta? Se había quedado anclado en su sonrisa, en el chiquillo que le había mostrado la ciudad, aquel al que le colgaban las piernas de un cajón mientras el brazo de su madre le acariciaba el cabello. ¡Qué poco habían hablado durante los últimos cuatro años! Siempre trabajando, descargando barcos, volviendo a casa al anochecer, destrozado, sin ganas de hablar, con el deber cumplido. Ciertamente, ya no era el pequeño Joanet.

– ¿De verdad dejarías de tomar los hábitos por mí?

De repente estaban los dos solos.

– Sí.

Solos, Joan y él.

– Hemos trabajado mucho por eso.

– Sí.

Arnau se llevó la mano al mentón y pensó durante unos instantes. La cofradía. Bartolomé era uno de sus prohombres, ¿qué dirían sus compañeros? No podía fallarle a Joan, no después de tanto esfuerzo. Y además, si Joan se iba, ¿qué haría él? Se volvió hacia Maria.

Bartolomé la llamó con un gesto y la muchacha se acercó tímidamente.

Arnau vio a una joven sencilla, con el cabello rizado y expresión bondadosa.

– Tiene quince años -oyó que le decía Bartolomé cuando María se paró junto a la mesa. Observada por los cuatro, juntó las manos en el regazo y bajó la vista al suelo-. ¡Maria! -la llamó su padre.

La muchacha alzó el rostro hacia Arnau, sonrojada, apretando las manos.

En esta ocasión fue Arnau el que desvió la vista. Bartolomé se intranquilizó al ver cómo éste apartaba la mirada. La joven suspiró. ¿Lloraba? Él no había querido ofenderla.

– De acuerdo -afirmó.

Joan alzó su vaso, al que rápidamente se sumaron los de Bartolomé y el cura. Arnau cogió el suyo.

– Me haces muy feliz -le dijo Joan.

– ¡Por los novios! -exclamó Bartolomé.

¡Ciento sesenta días al año! Por prescripción de la Iglesia, los cristianos tenían que guardar abstinencia ciento sesenta días al año, y todos y cada uno de esos días Aledis, como todas las mujeres de Barcelona, bajaba hasta la playa, junto a Santa María, para comprar pescado en alguna de las dos pescaderías de la ciudad condal: la vieja o la nueva.

¿Dónde estás? En cuanto veía algún barco, Aledis miraba hacia la orilla, donde los barqueros recogían o descargaban las mercaderías. ¿Dónde estás, Arnau? Algún día lo había visto, con los músculos en tensión, como si quisieran romper la piel que los cubría. ¡Dios! Entonces Aledis se estremecía y empezaba a contar las horas que restaban para el anochecer, cuando su esposo se dormiría y ella bajaría al taller para estar con él, fresco su recuerdo. A fuerza de abstinencias, Aledis llegó a conocer la rutina de los bas-taixos: cuando no descargaban algún barco transportaban piedras a Santa María y, tras el primer viaje, la fila de bastaixos se rompía y cada cual hacía el camino por su cuenta, sin esperar a los demás. Aquella mañana Arnau volvía a por otra piedra. Solo. Era verano y andaba balanceando la capçana en una mano. ¡Con el torso desnudo! Aledis lo vio pasar por delante de la pescadería. El sol se reflejaba en el sudor que cubría todo su cuerpo, y sonreía, sonreía a quienquiera que se cruzase con él. Aledis se separó de la cola. ¡Arnau! El grito pugnaba por escapársele de los labios. ¡Arnau! No podía. Las mujeres de la cola la miraban. La vieja que esperaba turno detrás de ella señaló el espacio que quedaba entre Aledis y la mujer de delante; Aledis le indicó que pasara. ¿Cómo distraer la atención de todas aquellas curiosas? Simuló una arcada. Alguien se adelantó para ayudarla, pero Aledis la rechazó; entonces sonrieron. Otra arcada y salió corriendo mientras algunas embarazadas gesticulaban entre ellas.

Arnau iba a Montjuïc, a la cantera real, por la playa. ¿Cómo podía alcanzarlo? Aledis corrió por la calle de la Mar hasta la plaza del Blat y desde allí, girando a la izquierda por debajo del antiguo portal de la muralla romana, junto al palacio del veguer, todo recto hasta la calle de la Boquería y el portal del mismo nombre. Tenía que alcanzarlo. La gente la miraba; ¿la reconocería alguien? ¡Qué más daba! Arnau iba solo. La muchacha cruzó el portal de la Boquería y voló por el camino que llevaba hasta Montjuïc. Tenía que estar por allí…

– ¡Arnau! -Esta vez sí gritó.

Arnau se paró a mitad de subida de la cantera y se volvió hacia la mujer que corría hacia él.

– ¡Aledis! ¿Qué haces aquí?

Aledis tomó aire. ¿Qué decirle ahora?

– ¿Pasa algo, Aledis?

¿Qué decirle?

Se dobló por la cintura, agarrándose el estómago, y simuló otra arcada. ¿Por qué no? Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. El simple contacto hizo temblar a la muchacha.

– ¿Qué te pasa?

¡Qué manos! La cogían con fuerza, abarcando todo su antebrazo. Aledis alzó el rostro, se encontró con el pecho de Arnau, todavía sudoroso, y aspiró su aroma.

– ¿Qué te pasa? -repitió Arnau intentando que se irguiese.

Aledis aprovechó el momento y se abrazó a él.

– ¡Dios! -susurró.

Escondió la cabeza en su cuello y empezó a besarle y a lamerle el sudor.

– ¿Qué haces?

Arnau intentó apartarla pero la muchacha se aferraba a él.

Unas voces que surgían de un recodo del camino sobresaltaron a Arnau. ¡Los bastaixos l ¿Cómo podría explicar…? Quizá el mismo Bartolomé. Si lo encontraban allí, con Aledis abrazada a él, besándolo… ¡Lo expulsarían de la cofradía! Arnau levantó a Aledis por la cintura y salió del camino para esconderse tras unos matorrales; allí le tapó la boca con la mano.

Las voces se acercaron y pasaron de largo, pero Arnau no les prestó atención. Estaba sentado en el suelo, con Aledis sobre él; la agarraba de la cintura con una mano y con la otra le tapaba la boca. La muchacha lo miraba. ¡Aquellos ojos castaños! De repente Arnau se dio cuenta de que la tenía abrazada. Su mano apretaba el estómago de Aledis, y sus pechos…, sus pechos jadeaban contra él, moviéndose convulsos. ¿Cuántas noches había soñado con abrazarla? ¿Cuántas noches había fantaseado con su cuerpo? Aledis no forcejeaba; se limitaba a mirarlo, traspasándolo con sus grandes ojos castaños.

Le destapó la boca.

– Te necesito -oyó que le susurraban sus labios. Después, aquellos labios se acercaron a los suyos y lo dulces, suaves, anhelantes.

¡Su sabor! Arnau se estremeció.

Aledis temblaba.

Su sabor, su cuerpo…, su deseo.

Ninguno de los dos pronunció más palabras.

Aquella noche, Aledis no bajó a espiar a los aprendices.

24

Hacía algo más de dos meses que Maria y Arnau habían contraído matrimonio en Santa María de la Mar, en una celebración oficiada por el padre Albert y en presencia de todos los miembros de la cofradía, de Pere y Mariona, y de Joan, ya tonsurado y vestido con el hábito de los franciscanos. Con la garantía del aumento de salario que correspondía a los cofrades casados, escogieron una casa frente a la playa y la amueblaron con la ayuda de la familia de Maria y de todos cuantos quisieron colaborar con la joven pareja, que fueron muchos. Él no tuvo que hacer nada. La casa, los muebles, las escudillas, la ropa, la comida, todo apareció de la mano de Maria y su madre, que insistían en que él descansara. La primera noche, Maria se entregó a su marido, sin voluptuosidad pero sin reparos. A la mañana siguiente, cuando Arnau despertó, al alba, el desayuno estaba preparado: huevos, leche, salazón, pan. Al mediodía se repitió la escena, y por la noche, y al día siguiente, y al siguiente; Maria siempre tenía dispuesta la comida para Arnau. Lo descalzaba. Lo lavaba y le curaba con delicadeza las llagas y las heridas. Maria siempre estaba dispuesta en el lecho. Día tras día, Arnau encontraba cuanto podía desear un hombre: comida, limpieza, obediencia, atención y el cuerpo de una mujer joven y bonita. Sí, Arnau. No, Arnau. Maria nunca discutía con Arnau. Si él quería una vela, Maria dejaba cuanto estuviese haciendo para dársela. Si Arnau renegaba ella se precipitaba sobre él. Cuando él respiraba Maria corría a traerle el aire.

Diluviaba. Oscureció repentinamente y la tormenta provocaba unos fogonazos que atravesaban con violencia las nubes negras e iluminaban el mar. Arnau y Bartolomé, empapados, se encontraron en la playa. Todos los barcos habían abandonado el peligroso puerto de Barcelona para buscar refugio en Salou. La cantera real estaba cerrada. Aquel día los bastaixos no tenían trabajo.

– ¿Cómo te va, hijo? -le preguntó Bartolomé a su yerno.

– Bien. Muy bien…, pero…

– ¿Hay algún problema?

– Es sólo que… No estoy acostumbrado a que me traten tan bien como lo hace Maria.

– Para eso la hemos educado -adujo Bartolomé con satisfacción.

– Es demasiado…

– Ya te dije que no te arrepentirías de casarte con ella. -Bartolomé miró a Arnau-.Ya te acostumbrarás. Disfruta de tu mujer.