– Me llamo Bernat Estanyol y éste es mi hijo -dijo cogiendo a Arnau por un hombro y empujándolo hacia delante-, amigo de vuestro hijo Joa…

– Yo no tengo ningún hijo -lo interrumpió Ponç, haciendo ademán de cerrar la puerta.

– Pero tenéis mujer -contestó Bernat presionando la puerta con el brazo. Ponç cedió-. Bueno… -aclaró ante la mirada del calderero-, teníais. Ha muerto.

Ponç no se inmutó.

– ¿Y? -preguntó con un imperceptible encogimiento de hombros.

– Joanet está dentro con ella. -Bernat trató de imprimir a su mirada toda la dureza de la que era capaz-. No puede salir. -Ahí tendría que haber estado ese bastardo toda su vida. Bernat sostuvo la mirada del calderero apretando el hombro de su hijo. Arnau estuvo a punto de encogerse, pero cuando el calderero lo miró, aguantó erguido.

– ¿Qué pensáis hacer? -insistió Bernat. -Nada -contestó el calderero-. Mañana, cuando derribe la habitación, el niño podrá salir.

– No podéis dejar a un niño toda la noche…

– En mi casa puedo hacer lo que quiera.

– Avisaré al veguer -lo amenazó Bernat a sabiendas de lo inútil de su amenaza.

Ponç entrecerró los ojos y sin decir palabra desapareció en el interior de la casa dejando la puerta abierta. Bernat y Arnau esperaron hasta que volvió con una cuerda, que le entregó directamente a Arnau.

– Sácalo de allí -le ordenó- y dile que, ahora que su madre ha muerto, no quiero volver a verlo por aquí.

– ¿Cómo…? -empezó a preguntar Bernat.

– Por el mismo sitio por el que se ha colado todos estos años -se le adelantó Ponç-; saltando la valla. Por mi casa no pasaréis.

– ¿Y la madre? -preguntó Bernat antes de que volviese a cerrar la puerta.

– La madre me la entregó el rey con orden de que no la matase, y al rey se la devolveré ahora que ha muerto -le contestó Ponç con rapidez-. Entregué unos buenos dineros como caución y por Dios que no pienso perderlos por una ramera.

Sólo el padre Albert, que ya conocía la historia de Joanet, y el viejo Pere y su mujer, a quienes Bernat no tuvo más remedio que contársela, supieron de la desgracia del pequeño. Los tres se volcaron en él. Pese a todo, el mutismo del niño persistía y sus movimientos, antes nerviosos e inquietos, eran ahora más lentos, como si cargara sobre los hombros un peso insoportable.

– El tiempo lo cura todo -le dijo una mañana Bernat a Arnau-. Tenemos que esperar y ofrecerle nuestro cariño y nuestra ayuda.

Pero Joanet siguió en silencio, a excepción de unas crisis de llanto que le asaltaban todas las noches. Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.

– Joanet -oyó Bernat que lo llamaba Arnau una noche-, Joanet.

No hubo respuesta.

– Si quieres, puedo pedirle a la Virgen que sea también tu madre.

«¡Bien, hijo!», pensó Bernat. No había querido proponérselo. Era su Virgen, su secreto. Ya compartía a su padre: debía ser él quien tomase aquella decisión.

Y lo había hecho, pero Joanet no contestaba. La habitación se quedó en el más absoluto silencio.

– ¿Joanet? -insistió Arnau.

– Así me llamaba mi madre. -Era lo primero que decía desde hacía días y Bernat se quedó quieto sobre el jergón-Y ya no está.

Ahora soy Joan.

– Como quieras… ¿Has oído lo que te he dicho de la Virgen,

Joanet… Joan? -se corrigió Arnau.

– Pero tu madre no te habla y la mía sí lo hacía.

– ¡Dile lo de los pájaros! -susurró Bernat.

– Pero yo puedo ver a la Virgen y tú no podías ver a tu madre. El niño volvió a guardar silencio.

– ¿Cómo sabes que te escucha? -le preguntó por fin-. Es sólo una figura de piedra y las figuras de piedra no escuchan. Bernat contuvo la respiración.

– Si es cierto que no escuchan -replicó-, ¿por qué todo el mundo les habla? Hasta el padre Albert lo hace. Tú lo has visto. ¿Acaso crees que el padre Albert está equivocado?

– Pero no es la madre del padre Albert -insistió el pequeño-. Él me ha dicho que ya tiene una. ¿Cómo sabré que la Virgen quiere ser mi madre si no me habla?

– Te lo dirá por las noches, cuando duermas, y a través de los pájaros.

– ¿Los pájaros?

– Bueno -titubeó Arnau. Lo cierto es que nunca había entendido lo de los pájaros pero tampoco se había atrevido a decirselo a su padre-. Eso es más complicado.Ya te lo explicará mi…, nuestro padre.

Bernat notó cómo se le formaba un nudo en la garganta. El silencio se hizo de nuevo en la habitación hasta que Joan volvió a hablar:

– Arnau, ¿podríamos ir ahora mismo a preguntárselo a laVirgen?

– ¿Ahora?

«Sí. Ahora, hijo, ahora. Lo necesita», pensó Bernat.

– Por favor.

– Sabes que está prohibido entrar por la noche en la iglesia. El padre Albert…

– No haremos ruido. Nadie se enterará. Por favor. Arnau cedió y los dos niños abandonaron sigilosamente la casa de Pere para recorrer los pocos pasos hasta Santa María de la Mar. Bernat se arrebujó en el jergón. ¿Qué podía sucederles? Todos en la iglesia los querían.

La luna jugueteaba con las estructuras de los andamios, con los muros a medio construir, los contrafuertes, los arcos, los ábsides… Santa María estaba en silencio y sólo alguna que otra hoguera denotaba la presencia de vigilantes. Arnau y Joanet rodearon la iglesia hasta la calle del Born; la entrada principal estaba cerrada y la zona del cementerio de las Moreres, donde se guardaban la mayor parte de los materiales, era la más vigilada. Una solitaria hoguera iluminaba la fachada en obras. No era difícil acceder al interior: los muros y contrafuertes descendían desde el ábside hasta la puerta del Born, donde un tablado de madera señalaba el emplazamiento de la escalera de entrada. Los niños pisaron los dibujos del maestro Montagut, que indicaban el lugar exacto de la puerta y los escalones, penetraron en Santa María y se encaminaron en silencio hacia la capilla del Santísimo, en el deambulatorio, donde tras unas fuertes rejas de hierro forjado, hermosamente labradas, los esperaba la Virgen, siempre iluminada por los cirios que los bastaixos reponían constantemente.

Ambos se santiguaron. «Debéis hacerlo siempre que lleguéis a la iglesia», les tenía dicho el padre Albert, y se aferraron a las rejas de la capilla.

– Quiere que seas su madre -le dijo en silencio Arnau a la Virgen -. La suya ha muerto y a mí no me importa compartirte.

Joan, con las manos agarradas a las rejas, miraba a la Virgen y luego a Arnau, una y otra vez:

– ¿Qué? -lo interrumpió.

– ¡Silencio!

– Padre dice que ha tenido que sufrir mucho. Su madre estaba encerrada, ¿sabes?; sólo sacaba el brazo a través de una ventana muy pequeña y no podía verla, hasta que murió, pero me ha dicho que tampoco entonces la miró. Ella se lo había prohibido. El humo de las velas de cera pura de abeja que ascendía desde la palmatoria, justo bajo la imagen, volvió a nublar la vista de Arnau, y los labios de piedra sonrieron.

– Será tu madre -sentenció volviéndose hacia Joan.

– ¿Cómo lo sabes si has dicho que te contesta por las…?

– Lo sé y basta -lo interrumpió Arnau bruscamente.

– ¿Y si yo le preguntase…?

– No -volvió a interrumpirle Arnau. Joan miró aquella imagen de piedra; deseaba poder hablar con ella como lo hacía Arnau. ¿Por qué no lo escuchaba y a su hermano sí? ¿Cómo podía saber Arnau…? Mientras Joan se prometía a sí mismo que algún día también él sería digno de que ella le hablara, se oyó un ruido.

– ¡Chist! -susurró Arnau, mirando hacia el hueco del portal de las Moreres.

– ¿Quién vive? -El reflejo de un candil en alto apareció en el hueco.

Arnau empezó a andar en dirección a la calle del Born, por donde habían entrado, pero Joan permaneció inmóvil, con la mirada fija en el candil que ya se acercaba hacia el deambulatorio.

– ¡Vamos! -le susurró Arnau tirando de él. Cuando se asomaron a la calle del Born, vieron que varios candiles se dirigían hacia ellos. Arnau miró hacia atrás; en el interior de Santa María, otras luces se habían sumado a la primera.

No tenían escapatoria. Los vigilantes hablaban y se gritaban entre ellos. ¿Qué podían hacer? ¡El entarimado! Empujó a Joan al suelo; el pequeño estaba paralizado. Las maderas no cubrían los laterales. Volvió a empujar a Joan y los dos reptaron hacia el interior, hasta llegar a los cimientos de la iglesia. Joan se pegó a ellos. Las luces subieron a la tarima. Las pisadas de los vigilantes sobre las tablas resonaron en los oídos de Arnau y sus voces silenciaron los latidos de su corazón.

Esperaron a que los hombres inspeccionaran la iglesia. ¡Una vida entera! Arnau miraba hacia arriba, tratando de ver qué sucedía y, cada vez que la luz se colaba por las juntas de los tablones, se encogía para esconderse todavía más.

Al final los vigilantes desistieron. Dos de ellos se pararon sobre el entarimado y desde allí iluminaron la zona durante unos instantes. ¿Cómo podía ser que no oyeran los latidos de su corazón? Y los de Joan. Los hombres bajaron de la tarima. ¿Y los de Joan? Arnau volvió la cabeza hacia el lugar al que se había pegado el pequeño. Uno de los vigilantes colgó un candil junto a la tarima, el otro empezó a perderse en la distancia. ¡No estaba! ¿Dónde se había metido? Arnau se acercó al lugar donde los cimientos de la iglesia se unían a la tarima. Tanteó con la mano. Había un agujero, una pequeña mina que se había abierto entre los cimientos.

Joan, empujado por Arnau, había reptado hacia el interior de la tarima; nada se interpuso en su camino y el pequeño siguió reptando a través del agujero, por la mina, que descendía suavemente en dirección al altar mayor. Arnau lo empujó a reptar. «¡Silencio!», le exigió en varias ocasiones. El roce de su propio cuerpo contra la tierra de la mina le impedía oír nada, pero Arnau debía de estar tras él. Oyó que se metía bajo la tarima. Sólo cuando el estrecho túnel se ensanchó, permitiéndole dar la vuelta e incluso ponerse de rodillas, Joan se dio cuenta de su soledad. ¿Dónde estaba? La oscuridad era total.

– ¿Arnau? -lo llamó.

Su voz resonó en el interior. Era… era como una cueva. ¡Debajo de la iglesia!

Volvió a llamar, una y otra vez. En voz baja primero, gritando después, pero sus propios gritos lo asustaron. Podía intentar volver, pero ¿dónde estaba el túnel? Joan alargó los brazos pero sus manos no tocaron nada; había reptado demasiado.