– Bastardo. -Se lo dijo al oído, en voz baja pero firme, arrastrando las vocales. Tomás el palafrenero se sobresaltó e intentó escapar, pero Bernat, a su espalda, lo agarró por el cuello y apretó hasta que el palafrenero empezó a doblarse sobre sí mismo. Sólo entonces aflojó la presión. «Si los nobles reciben mensajes -pensó Bernat-, alguien debe de estar siguiéndome.» «Déjame salir por otra puerta», le rogó al caballerizo.Tomas, apostado en una esquina frente a la puerta de las caballerizas, no le vio salir; Bernat se le acercó por detrás-.Tú preparaste el ronzal para que saltase, ¿verdad? Y ahora, ¿qué más quieres? -Bernat volvió a apretar el cuello del palafrenero.

– ¿Qué…? ¿Qué más da? -boqueó Tomàs.

– ¿Qué pretendes decir? -Bernat apretó con fuerza. El palafrenero movió los brazos sin conseguir zafarse. Al cabo de unos segundos, Bernat notó que el cuerpo de Tomas empezaba a desplomarse. Le soltó el cuello y lo volvió hacia él-. ¿Qué pretendes decir? -volvió a preguntarle.

Tomás tomó aire varias veces antes de contestar. En cuanto su rostro recuperó el color, una irónica sonrisa apareció en sus labios. -Mátame si quieres -le dijo entrecortadamente-, pero sabes muy bien que si no hubiera sido el ronzal, habría sido cualquier otra cosa. La baronesa te odia y te odiará siempre. No eres más que un siervo fugitivo, y tu hijo el hijo de un siervo fugitivo. No conseguirás trabajo en Barcelona. La baronesa lo ha ordenado y si no soy yo, será otro el encargado de espiarte.

Bernat le escupió a la cara. Tomas no sólo no se movió sino que su sonrisa se hizo más amplia.

– No tienes salida, Bernat Estanyol. Tu hijo deberá pedir perdón.

– Pediré perdón -claudicó Arnau esa noche con los puños cerrados y reprimiendo las lágrimas tras escuchar las explicaciones de su padre-. No podemos luchar contra los nobles y tenemos que trabajar. ¡Cerdos! ¡Cerdos, cerdos!

Bernat miró a su hijo. «Allí seremos libres», recordó que le había prometido a los pocos meses de nacer, a la vista de Barcelona. ¿Para eso tanto esfuerzo y tantas penurias? -No, hijo. Espera. Buscaremos otro…

– Ellos mandan, padre. Los nobles mandan. Mandan en el campo, mandaban en vuestras tierras y mandan en la ciudad.

Joanet los observaba en silencio. «Hay que obedecer y someterse a los príncipes -le habían enseñado sus profesores-. El hombre encontrará la libertad en el reino de Dios, no en éste.» -No pueden mandar en toda Barcelona. Sólo los nobles tienen caballos, pero podemos aprender otro oficio. Algo encontraremos, hijo.

Bernat advirtió un rayo de esperanza en las pupilas de su hijo, que se agrandaron como si quisieran absorber el aliento de sus últimas palabras. «Te prometí la libertad, Arnau. Debo dártela y te la daré. No renuncies a ella tan temprano, chiquillo.»

Durante los días siguientes Bernat se lanzó a la calle en busca de la libertad. Al principio, cuando terminaba su trabajo en las cuadras de Grau, Tomás le seguía, ahora descaradamente, pero dejó de hacerlo cuando la baronesa comprendió que no podía influir en artesanos, pequeños mercaderes o constructores.

– Difícilmente conseguirá algo -trató de tranquilizarla Grau cuando su esposa acudió a él gritando por la actitud del payés.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.

– Que no encontrará trabajo. Barcelona está sufriendo las consecuencias de la falta de previsión. -La baronesa lo instó a continuar; Grau nunca se equivocaba en sus apreciaciones-. Las cosechas de los últimos años han sido desastrosas -continuó explicándole su marido-; el campo está demasiado poblado y lo poco que recolectan no llega a las ciudades. Se lo comen ellos.

– Pero Cataluña es muy grande -intervino la baronesa.

– No te equivoques, querida. Cataluña es muy grande, es cierto, pero desde hace bastantes años los campesinos ya no se dedican a cultivar cereales, que es de lo que se come. Ahora cultivan lino, uva, aceitunas o frutos secos, pero no cereales. El cambio ha enriquecido a los señores de los campesinos y nos ha ido muy bien a nosotros, los mercaderes, pero la situación empieza a ser insostenible. Hasta ahora comíamos los cereales de Sicilia y Cerdeña, pero la guerra con Genova impide que podamos abastecernos de esos productos. Bernat no encontrará trabajo, pero todos, incluidos nosotros, tendremos problemas, y todo por culpa de cuatro nobles ineptos…

– ¿Cómo hablas así? -lo interrumpió la baronesa sintiéndose aludida.

– Verás, querida -contestó Grau con seriedad-. Nosotros nos dedicamos al comercio y ganamos mucho dinero. Parte de lo que ganamos lo dedicamos a invertir en nuestro propio negocio. Hoy no navegamos con los mismos barcos de hace diez años; por eso seguimos ganando dinero. Pero los nobles terratenientes no han invertido un solo sueldo en sus tierras o en sus métodos de trabajo; de hecho, siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!; las tierras deben quedarse en barbecho cada dos o tres años, cuando bien cultivadas podrían aguantar el doble o hasta el triple. A esos nobles propietarios que tanto defiendes poco les importa el futuro; lo único que quieren es el dinero fácil y llevarán al principado a la ruina.

– No será para tanto -insistió la baronesa.

– ¿Sabes a cuánto está la cuartera de trigo? -Su mujer no contestó, y Grau negó con la cabeza antes de proseguir-: Está rondando los cien sueldos. ¿Sabes cuál es su precio normal? -En esta ocasión no esperó respuesta-. Diez sueldos sin moler y dieciséis molida. ¡La cuartera ha multiplicado por diez su valor!

– Pero nosotros ¿podremos comer? -preguntó la baronesa sin esconder la preocupación que la había asaltado.

– No quieres entenderlo, mujer. Podremos pagar el trigo… si lo hay, porque puede llegar un momento en que no lo haya… si es que no ha llegado ya. El problema es que pese a que el trigo ha aumentado diez veces su valor, el pueblo sigue cobrando lo mismo…

– Entonces no nos faltará trigo -lo interrumpió su mujer.

– No, pero…

– Y Bernat no encontrará trabajo.

– No creo, pero…

– Pues es lo único que me importa -le dijo ella antes de darle la espalda, cansada de tanta explicación.

– … pero algo terrible se avecina -terminó Grau cuando ya la baronesa no podía oír lo que decía.

Un mal año. Bernat estaba cansado de escuchar aquella excusa una y otra vez. El mal año aparecía allí adonde fuese a pedir trabajo. «He tenido que despedir a la mitad de mis aprendices, ¿cómo quieres que te dé trabajo?», le dijo uno. «Estamos en un mal año, no tengo para dar de comer a mis hijos», le dijo otro. «¿No te has enterado? -espetó un tercero-, estamos en un mal año; he gastado más de la mitad de mis ahorros para alimentar a mis niños cuando antes me hubiera bastado con una vigésima parte.» «¿Cómo no voy a enterarme?», pensó Bernat. Pero siguió buscando hasta que el invierno y el frío hicieron su aparición. Entonces hubo lugares en los que siquiera se atrevió a preguntar. Los niños tenían hambre, los padres ayunaban para alimentar a sus hijos, y la viruela, el tifus o la difteria empezaron a hacer su mortífera aparición.

Arnau revisaba la bolsa de su padre cuando éste se encontraba fuera de casa. Al principio lo hizo cada semana pero ahora lo hacía cada día; algunos días revisaba la bolsa en varias ocasiones, consciente de que su seguridad mermaba a pasos agigantados.

– ¿Cuál es el precio de la libertad? -le preguntó un día a Joan cuando los dos estaban rezando a la Virgen.

– Dice san Gregorio que en un principio todos los hombres nacieron iguales y por lo tanto todos eran libres. -Joan habló en voz queda, tranquila, como si repitiera una lección-. Fueron los hombres nacidos libres los que por su propio bien se sometieron a un señor para que cuidase de ellos. Perdieron parte de su libertad pero ganaron un señor que cuidase de ellos.

Arnau escuchó las palabras de su hermano mirando a la Virgen. «¿Por qué no me sonríes? San Gregorio… ¿Acaso san Gregorio tenía una bolsa vacía como la de mi padre?»

– Joan.

– Dime.

– ¿Tú qué crees que debo hacer?

– Tienes que ser tú el que tome la decisión.

– Pero ¿tú qué crees?

– Ya te lo he dicho. Fueron los hombres libres los que tomaron la decisión de que un señor cuidase de ellos.

Ese mismo día, sin que su padre lo supiera, Arnau se presentó en casa de Grau Puig. Entró por la cocina para no ser visto desde las cuadras. Allí encontró a Estranya, gorda como siempre, como si no la afectara el hambre, plantada como un pato frente a un caldero sobre el fuego.

– Diles a tus amos que he venido a verlos -le dijo cuando la cocinera advirtió su presencia.

Una estúpida sonrisa se dibujó en los labios de la esclava. Estranya avisó al mayordomo de Grau y éste a su vez a su señor. Lo hicieron esperar de pie durante horas. Mientras, todo el personal de la casa desfiló por la cocina para observar a Arnau, unos sonreían; otros, los menos, dejaban entrever cierta tristeza por la capitulación. Arnau les sostuvo la mirada a todos y contestó con altivez a los que sonreían, pero no logró borrar la burla de sus rostros.

Sólo faltó Bernat, aunque Tomàs el palafrenero no dudó en avisarlo de que su hijo había acudido a disculparse. «Lo siento, Arnau, lo siento», masculló Bernat una y otra vez, mientras cepillaba uno de los caballos.

Tras la espera, con las piernas doloridas por la obligada inmovilidad -había intentado sentarse, pero Estranya se lo había prohibido-, Arnau fue conducido al salón principal de la casa de Grau. No prestó atención al lujo con que estaba decorada la estancia. Nada más entrar sus ojos se posaron en los cinco miembros de la familia, que lo esperaban al fondo: los barones sentados y sus tres primos en pie a su lado, los hombres ataviados con vistosas calzas de seda de diferentes colores, y jubones por encima de las rodillas y ceñidos por cinturones dorados; las mujeres con vestidos adornados con perlas y pedrería.

El mayordomo condujo a Arnau hasta el centro de la estancia, a algunos pasos de la familia. Luego, volvió a la puerta, junto a la que, por órdenes de Grau, esperó.

– Tú dirás -espetó Grau, hierático como siempre. -Vengo a pediros perdón. -Pues hazlo -le ordenó Grau.

Arnau quiso tomar la palabra, pero la baronesa se lo impidió.

– ¿Así es como te propones pedir perdón? ¿De pie? Arnau dudó unos segundos, pero al final hincó una rodilla en tierra. La tonta risilla de Margarida resonó en el salón.