– Son delincuentes. Miradlos bien. -Por primera vez Arnau se permitió observar a la gente que se amontonaba ante los cadáveres. La baronesa y sus tres hijastros contemplaban el rostro desfigurado de Bernat Estanyol. Los ojos de Arnau se clavaron en los pies de Margarida; después la miró a la cara. Sus primos habían palidecido, pero la baronesa sonreía y lo miraba a él, directamente a él. Arnau se levantó temblando-. No merecían ser ciudadanos de Barcelona -oyó que decía Isabel. Las uñas se le clavaron en la palma de las manos; su rostro se congestionó y le temblaba el labio inferior. La baronesa seguía sonriendo-. ¿Qué podía esperarse de un siervo fugitivo?

Arnau fue a lanzarse sobre la baronesa pero el soldado se interpuso entre ellos. Arnau chocó con él.

– ¿Te ocurre algo, muchacho? -El soldado siguió la mirada de Arnau-.Yo no lo haría -le aconsejó. Arnau trató de esquivar al soldado, pero éste lo cogió por el brazo. Isabel ya no sonreía; permanecía erguida, altanera, desafiante-.Yo no lo haría, te buscarás la ruina -oyó que le decía el hombre. Arnau levantó la mirada-. Él está muerto -insistió el soldado-, tú no. Siéntate, muchacho. -El soldado notó que Arnau aflojaba un tanto-.

Siéntate -insistió.

Arnau desistió y el soldado permaneció de guardia a su lado.

– Miradlos bien, niños. -La baronesa sonreía de nuevo-. Mañana volveremos. Los ahorcados están expuestos hasta que se pudren, como deben pudrirse los delincuentes fugitivos.

Arnau no pudo controlar el temblor de su labio inferior. Continuó mirando a los Puig hasta que la baronesa decidió darle la espalda.

«Algún día…, algún día te veré muerta… Os veré muertos a todos…», se prometió. El odio de Arnau persiguió a la baronesa y a sus hijastros por toda la plaza del Blat. Ella había dicho que al día siguiente volvería. Arnau levantó la mirada hacia su padre.

«Juro por Dios que no lograrán regodearse una vez más con el cadáver de mi padre, pero ¿cómo? -Las botas del soldado volvieron a pasar frente a sus ojos-. Padre, no permitiré que os pudráis colgado de esa soga.»

Arnau dedicó las siguientes horas a pensar cómo podía lograr hacer desaparecer el cadáver de su padre, pero cualquier idea que se le ocurría se estrellaba contra las botas que pasaban junto a él. Ni siquiera podría descolgarlo sin que lo vieran y de noche tendrían teas encendidas…, teas encendidas…, teas encendidas. En ese preciso momento apareció Joan en la plaza con el rostro pálido, casi blanco, los ojos hinchados e inyectados en sangre, los andares cansinos. Arnau se levantó y Joan se echó en sus brazos en cuanto estuvo a su altura.

– Arnau…, yo… -balbuceó.

– Escúchame bien -lo interrumpió Arnau abrazado a él-. No dejes de llorar. -«No podría, Arnau», pensó Joan sorprendido por el tono de su hermano-. Quiero que esta noche, a las diez, me esperes escondido en la esquina de la calle de la Mar con la plaza; que nadie te vea.Trae…, trae una manta, la más grande que encuentres en casa de Pere. Y ahora, vete.

– Pero…

– Vete, Joan. No quiero que los soldados se fijen en ti.

Arnau tuvo que empujar a su hermano para deshacerse de su abrazo. Los ojos de Joan se pararon en el rostro de Arnau; después, miraron una vez más a Bernat. El muchacho tembló.

– ¡Vete, Joan! -le susurró Arnau.

Aquella noche, cuando ya nadie paseaba por la plaza y sólo los familiares de los ahorcados permanecían a sus pies, cambió la guardia y los nuevos soldados dejaron de rondar frente a los cadáveres para sentarse alrededor de un fuego que encendieron junto a uno de los extremos de la fila de carretas. Todo estaba tranquilo y la noche había refrescado el ambiente. Arnau se levantó y pasó junto a los soldados procurando esconder el rostro.

– Voy a buscar una manta -dijo.

Uno de ellos lo miró de reojo.

Cruzó la plaza del Blat hasta la esquina de la calle de la Mar y se quedó allí durante unos instantes, preguntándose dónde estaría Joan. Ya era la hora convenida, debería haber llegado. Arnau chistó. El silencio continuó acompañándolo.

– ¿Joan? -se atrevió a llamar.

Del quicio de la puerta de una casa surgió una sombra.

– ¿Arnau? -se oyó en la noche.

– Claro que soy yo. -El suspiro de Joan se oyó a varios metros-. ¿Quién pensabas que era? ¿Por qué no has contestado?

– Está muy oscuro -se limitó a responder Joan.

– ¿Has traído la manta? -La sombra levantó un bulto-. Bien, ya les he dicho que iba a buscar una. Quiero que te tapes con ella y que ocupes mi lugar. Anda de puntillas para que parezca que eres más alto.

– ¿Qué te propones?

– Voy a quemarlo -le contestó cuando Joan ya se encontraba a su lado-. Quiero que ocupes mi lugar. Quiero que los soldados crean que tú eres yo. Limítate a sentarte bajo…, limítate a sentarte donde yo estaba y no hagas nada; simplemente, tápate la cara. No te muevas. No hagas nada veas lo que veas o pase lo que pase, ¿me has entendido? -Arnau no esperó a que Joan le contestase-. Cuando todo haya terminado, tú serás yo, tú serás Arnau Estanyol y tu padre no tenía ningún otro hijo. ¿Has entendido? Si los soldados te preguntasen…

– Arnau.

– ¿Qué?

– No me atrevo.

– ¿Có…, cómo?

– Que no me atrevo. Me descubrirán. Cuando vea a padre…

– ¿Prefieres ver cómo se pudre? ¿Prefieres verlo colgado a las puertas de la ciudad mientras los cuervos y los gusanos devoran su cadáver?

Arnau esperó unos instantes a que su hermano imaginara semejante escena.

– ¿Acaso quieres que la baronesa siga burlándose de nuestro padre… incluso muerto?

– ¿No será pecado? -preguntó de repente Joan.

Arnau trató de ver a su hermano en la noche, pero tan sólo vislumbró una sombra.

– ¡Sólo tenía hambre! No sé si será pecado, pero no estoy dispuesto a que nuestro padre se pudra colgado de una soga. Yo voy a hacerlo. Si quieres ayudarme ponte esa manta por encima y limítate a no hacer nada. Si no quieres hacerlo…

Sin más, Arnau partió calle de la Mar abajo mientras Joan se dirigía hacia la plaza del Blat cubierto con la manta y con 1 a vista fija en Bernat: un fantasma entre los diez que colgaban de los carros, tenuemente alumbrado por el resplandor de la hoguera de los soldados. Joan no quería ver su rostro, no quería enfrentarse a su lengua morada colgando, pero sus ojos traicionaban su voluntad y caminaba con la vista fija en Bernat. Los soldados le vieron acercarse. Mientras, Arnau corrió a casa de Pere; cogió su pellejo y lo vació de agua; después lo llenó con el aceite de los candiles. Pere y su mujer, sentados alrededor del hogar, lo miraron hacer.

– Yo no existo -les dijo Arnau con un hilo de voz arrodillándose frente a ellos y tomando la mano de la anciana, que lo miró con cariño-.Joan será yo. Mi padre sólo tiene un hijo… Cuidad de él si sucediese algo.

– Pero Arnau… -empezó a decir Pere.

– Chist -siseó Arnau.

– ¿Qué vas a hacer, hijo? -insistió el anciano.

– Tengo que hacerlo -le contestó Arnau levantándose.

Yo no existo. Soy Arnau Estanyol. Los soldados seguían observándolo. «Quemar un cadáver debe de ser pecado», pensaba Joan. ¡Bernat lo miraba! Joan se quedó parado a unos metros del ahorcado. ¡Lo miraba! «Es idea de Arnau.»

– ¿Te sucede algo, muchacho? -Uno de los soldados hizo ademán de levantarse.

– Nada -contestó Joan antes de seguir andando hacia los ojos muertos que lo interrogaban.

Arnau cogió un candil y salió corriendo. Buscó barro y se embadurnó la cara. Cuántas veces le había hablado su padre de su llegada a aquella ciudad que ahora lo había asesinado. Rodeó la plaza del Blat por la de la Llet y la de la Corretgeria hasta llegar a la calle Tapineria, justo al lado de la fila de carretas de ahorcados. Joan estaba sentado bajo su padre, intentando controlar el temblor que lo delataba.

Arnau dejó el candil escondido en la calle, se colgó el pellejo a la espalda y a rastras empezó a avanzar hacia la parte posterior de las carretas, pegadas a los muros del palacio del veguer. Bernat estaba en la cuarta carreta y los soldados continuaban charlando alrededor del fuego, en el extremo opuesto. Se arrastró tras las primeras carretas. Cuando llegó a la segunda, una mujer lo vio; tenía los ojos hinchados por el llanto. Arnau se detuvo, pero la mujer desvió la mirada y continuó con su dolor. El muchacho se encaramó a la carreta en la que colgaba su padre. Joan lo oyó y se volvió.

– ¡No mires! -Su hermano dejó de escrutar la oscuridad-. Y procura no temblar tanto -le susurró Arnau.

Se irguió para alcanzar el cuerpo de Bernat, pero un ruido lo obligó a tumbarse de nuevo. Esperó unos segundos y repitió la operación; otro ruido lo sobresaltó pero Arnau aguantó en pie. Los soldados seguían con su tertulia. Arnau levantó el pellejo y empezó a verter aceite sobre el cadáver de su padre. La cabeza quedaba bastante alta, de modo que se estiró cuanto pudo y apretó el pellejo con fuerza para que el aceite saliera disparado a presión. Un chorro viscoso empezó a empapar el cabello de Bernat. Cuando se quedó sin aceite rehízo el camino hasta la calle Tapineria.

Sólo tendría una oportunidad. Arnau mantenía el candil a su espalda para esconder la débil llama. «Tengo que acertar a la primera.» Miró hacia los soldados. Ahora era él quien temblaba. Respiró hondo y sin pensarlo entró en la plaza. Bernat y Joan estaban a unos diez pasos. Avivó la llama, con lo que se puso al descubierto. El resplandor del candil en la plaza del Blat se le antojó un amanecer despejado. Los soldados lo miraron. Arnau iba a echar a correr cuando se dio cuenta de que ninguno de ellos hacía ademán de moverse. «¿Por qué iban a hacerlo? ¿Acaso pueden saber que voy a quemar a mi padre? ¡Quemar a mi padre!» El candil tembló en su mano. Seguido por la mirada de los soldados, llegó hasta donde estaba Joan. Nadie hizo nada. Arnau se detuvo bajo el cadáver de su padre y lo miró por última vez. Los destellos del aceite sobre su rostro escondían el terror y el dolor que antes reflejaban.

Arnau arrojó el candil contra el cadáver y Bernat empezó a, arder. Los soldados se levantaron de un salto, se volvieron hacia las llamas y corrieron detrás de Arnau. Los restos del candil cayeron sobre la carreta, en la que se había acumulado el aceite que resbalaba del cuerpo de Bernat, y también empezó a arder. -¡Eh! -oyó que le gritaban los soldados. Arnau iba a salir corriendo cuando reparó en que Joan seguía sentado junto a la carreta, con la manta tapándolo por enterúi paralizado. El resto de dolientes observaba en silencio las llamaSi absortos en su propio dolor.