Jesús cogía con la mano derecha una cuerda larga que había atado al freno del caballo, de forma que el animal se veía obligado a dar vueltas alrededor de él; con la mano izquierda empuñaba una tralla para azuzarlo y los aprendices de jinetes montaban uno tras otro y giraban y giraban alrededor del caballerizo mayor atendiendo sus órdenes y consejos.

Aquel día, desde el carruaje, donde vigilaba el tiro, Tomas no quitaba ojo de la boca del caballo; sólo sería necesario un tirón más fuerte de lo normal, sólo uno. Siempre había un momento en que el caballo se asustaba.

Genis Puig se hallaba a horcajadas sobre el animal. El palafrenero desvió la mirada hacia el rostro del muchacho. Pánico. Aquel chico tenía pánico a los caballos y se agarrotaba. Siempre había un momento en que un caballo se asustaba.

Jesús hizo restallar el látigo y azuzó al caballo para que galopase. El caballo pegó un fuerte cabezazo y tiró de la cuerda.

Tomàs no pudo evitar una sonrisa que instantáneamente se borró de sus labios, cuando el mosquetón se desprendió de la cuerda y el caballo quedó en libertad. No había sido difícil entrar a hurtadillas en el guadarnés y cortar la cuerda por dentro del mosquetón para dejarla precariamente agarrada.

Isabel y Margarida ahogaron sendos gritos. Jesús dejó caer la tralla al suelo e intentó detener al animal, pero fue en vano.

Genis, al ver que se soltaba la cuerda, empezó a chillar y se agarró al cuello del caballo. Sus pies y sus piernas se fijaron a los ijares del animal y éste, desbocado, salió a galope tendido, en dirección a las puertas de la ciudad, con Genis tambaleándose sobre él. Cuando el caballo saltó un pequeño montículo, el muchacho salió despedido por los aires y, después de dar varias vueltas por el suelo, se dio de bruces contra unos matorrales.

Desde el interior de las cuadras, Bernat oyó primero los cascos de los caballos sobre el empedrado del patio de acceso al palacio y, a renglón seguido, los gritos de la baronesa. En lugar de entrar al paso, con tranquilidad, como siempre hacían, los caballos golpeaban las piedras con fuerza. Cuando Bernat se encaminaba hacia la salida de las cuadras, Tomàs entró con el caballo. El animal estaba frenético, cubierto de sudor y resoplando por los ollares.

– ¿Qué…? -empezó a preguntar Bernat.

– La baronesa quiere ver a tu hijo -le gritó Tomás mientras golpeaba al animal.

Los gritos de la mujer seguían resonando en el exterior de las cuadras. Bernat miró de nuevo al pobre animal, que pateaba sobre el suelo.

– La señora quiere verte -volvió a gritar Tomàs cuando Arnau abandonó el guadarnés.

Arnau miró a su padre y éste se encogió de hombros.

Salieron al patio. La baronesa, encolerizada, blandiendo el látigo de mano que siempre llevaba cuando salía a montar, gritaba a Jesús, al preceptor y a todos los esclavos que se habían acercado. Margarida y Josep permanecían tras ella. A su lado, estaba Genis, magullado, sangrando y con las vestiduras rotas. En cuanto Arnau y Bernat aparecieron, la baronesa dio unos pasos hacia el niño y le cruzó la cara con el látigo. Arnau se llevó las manos a la boca y la mejilla. Bernat intentó reaccionar, pero Jesús se interpuso:

– Mira esto -bramó el caballerizo mayor entregándole a Bernat la cuerda desgarrada y el mosquetón-. ¡Éste es el trabajo de tu hijo!

Bernat cogió la cuerda y el mosquetón y los examinó; Arnau, con las manos en el rostro, miró también. Los había comprobado el día anterior. Alzó la vista hacia su padre justo cuando éste lo hacía hacia la puerta de las cuadras, desde donde Tomàs observaba la escena.

– Estaba bien -gritó Arnau cogiendo la cuerda y el mosque-tón y agitándola ante Jesús. Volvió a mirar hacia la puerta de las cuadras-. Estaba bien -repitió mientras las primeras lágrimas asomaban a sus ojos.

– Mira cómo llora -se oyó de repente. Margarida señalaba a Arnau-. El es el culpable de tu accidente y está llorando -añadió dirigiéndose a su hermano Genis-.Tú no lo has hecho cuando has caído del caballo por su culpa -mintió.

Josep y Genis tardaron en reaccionar, pero cuando lo hicieron se burlaron de Arnau.

– Llora, nenita -dijo uno.

– Sí, llora, nenita -repitió el otro.

Arnau vio que le señalaban y se reían de él. ¡No podía dejar de llorar! Las lágrimas corrían por sus mejillas y su pecho se encogía al ritmo de los sollozos. Desde donde estaba, alargando las manos, volvió a mostrar la cuerda y el mosquetón a todos, incluso a los esclavos.

– En lugar de llorar deberías pedir perdón por tu descuido -le instó la baronesa tras dirigir una descarada sonrisa a sus hijastros.

¿Perdón? Arnau miró a su padre con un porqué dibujado en sus pupilas. Bernat tenía la mirada fija en la baronesa. Margarida continuaba señalándole y cuchicheaba con sus hermanos.

– No -se opuso-. Estaba bien -añadió tirando la cuerda y el mosquetón al suelo.

La baronesa empezó a gesticular pero se detuvo cuando Bernat dio un paso hacia ella. Jesús agarró a Bernat del brazo.

– Es noble -le susurró al oído.

Arnau los miró a todos y abandonó el palacio.

– ¡No! -gritó Isabel cuando Grau, enterado de los acontecimientos, decidió despedir a padre e hijo-. Quiero que el padre siga aquí, trabajando para tus hijos. Quiero que en todo momento se acuerde de que estamos pendientes de las disculpas de su hijo. ¡Quiero que ese niño se disculpe públicamente ante tus hijos! Y no lo conseguiré nunca si los echas. Mándale recado de que su hijo no podrá volver a trabajar hasta que no haya pedido perdón… -Isabel gritaba y gesticulaba sin cesar-. Dile que sólo cobrará la mitad del sueldo hasta entonces y que, en caso de que busque otro trabajo, pondremos en conocimiento de toda Barcelona lo que ha sucedido aquí para que no pueda encontrar de que vivir. ¡Quiero una disculpa! -exigió, histérica.

«Pondremos en conocimiento de toda Barcelona…» Grau notó cómo se le erizaba el vello. Tantos años tratando de esconder a su cuñado y ahora…, ¡ahora su mujer pretendía que toda Barcelona supiera de su existencia!

– Te ruego que seas discreta -fue todo lo que se le ocurrió decir.

Isabel lo miró con los ojos inyectados en sangre.

– ¡Quiero que se humillen!

Grau fue a decir algo pero calló de repente y frunció los labios.

– Discreción, Isabel, discreción -terminó diciéndole.

Grau se plegó a las exigencias de su esposa. Al fin y al cabo, Guiamona ya no vivía; no había más lunares en la familia y todos eran conocidos por Puig, no por Estanyol. Cuando Grau abandonó las cuadras, Bernat, con los ojos entornados, escuchó del caballerizo mayor las nuevas condiciones de su trabajo.

– Padre, ese ronzal estaba bien -se excusó Arnau por la noche, cuando estaban los tres en la pequeña habitación que compartían-. ¡Os lo juro! -insistió ante el silencio de Bernat.

– Pero no puedes probarlo -intervino Joan, al tanto ya de lo sucedido.

«No hace falta que me lo jures -pensó Bernat-, pero ¿cómo puedo explicarte…?» Bernat notó cómo se le erizaba el pelo cuando recordó la reacción de su hijo en las cuadras de Grau: «Yo no tengo la culpa y no debo disculparme».

– Padre -repitió Arnau-, os lo juro.

– Pero…

Bernat ordeno callar a Joan.

– Te creo, hijo. Ahora, a dormir.

– Pero… -intento esta vez Arnau.

– ¡A dormir!

Arnau y Joan apagaron el candil, pero Bernat tuvo que esperar hasta bien entrada la noche para oír la respiración rítmica que le indicaba que habían conciliado el sueño. ¿Cómo iba a decirle que exigían sus disculpas?

– Arnau… -La voz le tembló al ver cómo su hijo dejaba de vestirse y lo miraba-: Grau… Grau quiere que te disculpes; de lo contrario…

Arnau lo interrogó con la mirada.

– De lo contrario no permitirá que vuelvas a trabajar… Todavía no había terminado la frase pero vio cómo los ojos de su pequeño adquirían una seriedad que él no había visto hasta entonces. Bernat desvió la mirada hacia Joan y lo vio también parado, a medio vestir, con la boca abierta. Intentó volver a hablar pero su garganta se negó.

– ¿Entonces? -preguntó Joan rompiendo el silencio. -¿Creéis que debo pedir perdón?

– Arnau, yo abandoné cuanto tenía para que tú pudieras ser libre. Abandoné nuestras tierras, que habían sido propiedad de los Estanyol durante siglos, para que nadie pudiera hacerte a ti lo que me habían hecho a mí, a mi padre y al padre de mi padre…, y ahora volvemos a estar en las mismas, al albur del capricho de los que se llaman nobles; pero con una diferencia: podemos negarnos. Hijo, aprende a usar la libertad que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Sólo a ti corresponde decidir.

– Pero ¿qué me aconsejáis, padre? Bernat se quedó en silencio durante un instante. -Yo que tú no me sometería. Joan intentó terciar en la conversación.

– ¡Son sólo barones catalanes! El perdón…, el perdón sólo lo concede el Señor.

– Y ¿cómo viviremos? -preguntó Arnau.

– No te preocupes por eso, hijo. Tengo algo de dinero ahorrado que nos permitirá salir adelante. Buscaremos otro lugar en el que trabajar. Grau Puig no es el único que tiene caballos.

Bernat no dejó pasar un solo día. Aquella misma tarde, cuando terminó su jornada, empezó a buscar trabajo para él y Arnau. Encontró una casa noble con cuadras y fue bien recibido por el encargado. Muchos eran los que en Barcelona envidiaban los cuidados que se daban a los caballos de Grau Puig y cuando Bernat se presentó como artífice de los mismos, el encargado mostró interés por contratarlos. Pero al día siguiente, cuando Bernat acudió de nuevo a las cuadras para confirmar una noticia que ya había celebrado con sus hijos, ni siquiera fue recibido. «No pagaban lo suficiente», mintió esa noche a la hora de la cena. Bernat volvió a intentarlo en otras casas nobles que disponían de cuadras, pero cuando parecía que había buena disposición a contratarlos, ésta desaparecía de la noche a la mañana.

– No lograrás encontrar trabajo -le confesó al fin un caballerizo, afectado por la desesperación que reflejaba el rostro de Bernat, que hundió la mirada en el empedrado de la enésima caballeriza que lo rechazaba-. La baronesa no permitirá que lo consigas -le explicó el caballerizo-. Después de que nos visitaras, mi señor recibió un mensaje de la baronesa rogándole que no te diera trabajo. Lo siento.