Pero cuatro personas para siete caballos era excesivo, incluso para las costumbres de la baronesa, y así lo expresó en su primera visita a las cuadras tras la incorporación de los Estanyol. Isabel instó a Margarida a continuar.

– Eran campesinos, siervos de la tierra.

Isabel no dijo nada, pero la sospecha germinó en su interior. La muchacha prosiguió:

– El hijo, Arnau, fue el culpable de la muerte de mi hermano pequeño, Guiamon. ¡Los odio! No sé por qué los habrá contratado mi padre.

– Lo sabremos -masculló la baronesa con la mirada clavada en la espalda de Bernat, ocupado en aquellos momentos en cepillar uno de los caballos.

Aquella noche, sin embargo, Grau no hizo caso de las palabras de su esposa.

– Lo consideré oportuno -se limitó a contestar tras confirmar sus sospechas de que eran dos fugitivos. -Si mi padre se enterase…

– Pero no se enterará, ¿verdad, Isabel? -Grau observó a su esposa, que ya estaba vestida para cenar, una de las nuevas costumbres que había introducido en la vida de Grau y su familia. Tenía apenas veinte años y era extremadamente delgada, como Grau. Poco agraciada y carente de aquellas voluptuosas curvas con que en su día lo recibiera Guiamona, era, sin embargo, noble y su carácter también debía de serlo, pensó Grau-. No te gustaría que tu padre se enterase de que vives con dos fugitivos.

La baronesa lo miró con los ojos encendidos y abandonó la habitación.

Pese a la animadversión de la baronesa y de sus hijastros, Bernat demostró su valía con los animales. Sabía tratarlos, alimentarlos, limpiarles los cascos y las ranillas, curarlos si era menester y moverse entre ellos; si en algo podía decirse que carecía de experiencia era en los cuidados destinados al embellecimiento.

– Los quieren brillantes -le comentó un día a Arnau de camino a casa-, sin una mota de polvo. Hay que rascar y rascar para extraer la arena que se les introduce entre el pelo y después cepillarlos hasta que brillen.

– ¿Y las crines y las colas?

– Cortarlas, trenzarlas, enjaezarlas.

– ¿Para qué querrán unos caballos con tantos lacitos? Arnau tenía prohibido acercarse a los animales. Los admiraba en las cuadras; veía cómo respondían a los cuidados de su padre y disfrutaba cuando, a solas con él, le permitía acariciarlos. Excepcionalmente, en un par de ocasiones y a salvo de miradas indiscretas, Bernat lo encaramó a uno, a pelo, en la misma cuadra. Las funciones que le habían encomendado no le permitían abandonar el guadarnés. Allí limpiaba una y otra vez los arneses; engrasaba el cuero y lo frotaba con un trapo hasta que absorbía la grasa y la superficie de monturas y riendas resplandecía; limpiaba los frenos y los estribos y cepillaba las mantas y demás adornos hasta que desaparecía el último pelo de caballo, tarea que tenía que finalizar utilizando los dedos y las uñas como pinzas para poder extraer aquellas finas agujas que se clavaban en la tela y se confundían con ella. Después, cuando le sobraba tiempo, se dedicaba a frotar y frotar el carruaje que había adquirido Grau.

Con el transcurso de los meses, hasta Jesús tuvo que reconocer la valía del payés. Cuando Bernat entraba en cualquiera de las cuadras, los caballos ni siquiera se movían y, en la mayoría de ocasiones, lo buscaban. Los tocaba, los acariciaba y les susurraba para tranquilizarlos. Cuando era Tomàs el que entraba, los animales agachaban las orejas y se refugiaban junto a la pared más lejana al palafrenero mientras él les gritaba. ¿Qué le sucedía a aquel hombre? Hasta entonces había sido un palafrenero ejemplar, pensaba Jesús cada vez que oía un nuevo grito.

Todas las mañanas, cuando padre e hijo partían al trabajo, Joanet se volcaba en ayudar a Mariona, la esposa de Pere. Limpiaba, ordenaba y la acompañaba a comprar. Después, cuando ella se enfrascaba en hacer la comida, Joanet salía corriendo a la playa en busca de Pere. Éste había dedicado su vida a la pesca y aparte de las esporádicas ayudas que recibía de la cofradía, obtenía algunas monedas por contribuir a arreglar los aparejos; Joanet lo acompañaba, atento a sus explicaciones, y corría de un lugar a otro cuando el anciano pescador necesitaba alguna cosa.

Y en cuanto podía, se escapaba a ver a su madre.

– Esta mañana -le explicó un día-, cuando Bernat ha ido a pagarle a Pere, éste le ha devuelto parte de sus dineros. Le ha dicho que el pequeño… El pequeño soy yo, ¿sabes, madre? Me llaman el pequeño. Bueno, pues le ha dicho que como el pequeño ayudaba en la casa y en la playa, no tenía que pagarle mi parte.

La prisionera escuchaba, con la mano sobre la cabeza del niño. ¡Cómo había cambiado todo! Desde que vivía con los Estanyol su pequeño ya no se quedaba sentado, sollozando, esperando sus silenciosas caricias y alguna palabra de cariño, un cariño ciego. Ahora hablaba, le contaba cosas, ¡hasta reía!

– Bernat me ha dado un abrazo -continuó Joanet- y Arnau me ha felicitado.

La mano se cerró sobre el cabello del niño.

Y Joanet continuó hablando. Atropelladamente. De Arnau y Bernat, de Mariona, de Pere, de la playa, de los pescadores, de los aparejos que arreglaban, pero la mujer ya no lo escuchaba, satisfecha de que su hijo supiera por fin qué era un abrazo, de que su pequeño fuera feliz.

– Corre, hijo -lo interrumpió su madre intentando ocultar el temblor de su voz-.Te estarán esperando.

Desde el interior de su prisión, Joana oyó cómo su pequeño saltaba del cajón y salía corriendo y se lo imaginó saltando aquella tapia que pugnaba por desaparecer de sus recuerdos.

¿Qué sentido tenía ya? Había aguantado años a pan y agua entre aquellas cuatro paredes cuyo más pequeño recoveco habían recorrido cientos de veces sus dedos. Había luchado contra la soledad y la locura mirando al cielo por la diminuta ventana que le había concedido el rey, ¡magnánimo monarca! Había vencido a la fiebre y la enfermedad y todo lo había hecho por su pequeño, por acariciar su cabeza, por animarlo, por hacerle sentir que, pese a todo, no estaba solo en el mundo.

Ahora ya no lo estaba. ¡Bernat lo abrazaba! Era como si lo conociese. Había soñado con él mientras las horas se eternizaban. «Cuídalo, Bernat», le decía al aire. Ahora Joanet era feliz, y reía y corría, y…

Joana se dejó caer al suelo y se quedó sentada. Ese día no tocó el pan, ni el agua; su cuerpo no lo deseaba.

Joanet volvió un día más, y otro y otro, y ella escuchó cómo reía y hablaba del mundo con ilusión. De la ventana ya sólo salían sonidos apagados: sí, no, ve, corre, corre a vivir.

– Corre a disfrutar de esa vida que por mi culpa no tuviste -añadía en un susurro Joana, cuando el niño había saltado la tapia.

El pan se fue amontonando en el interior de la prisión de Joana.

– ¿Sabes qué ha sucedido, madre? -Joanet arrimó el cajón a la pared y se sentó en él; los pies todavía no le llegaban al suelo-. No. ¿Cómo ibas a saberlo? -Ya sentado, acurrucado, apoyó la espalda contra el muro, allí donde sabía que la mano de su madre buscaría su cabeza-.Te lo contaré. Es muy divertido. Resulta que ayer uno de los caballos de Grau…

Pero de la ventana no salió brazo alguno.

– ¿Madre? Escucha. Te digo que es divertido. Se trata de uno de los caballos…

Joanet volvió la mirada hacia la ventana.

– ¿Madre?

Esperó.

– ¿Madre?

Aguzó el oído por encima de los martillazos de los caldereros, que resonaban por todo el barrio: nada.

– ¡Madre! -gritó.

Se arrodilló sobre el cajón. ¿Qué podía hacer? Ella siempre le había prohibido que se acercase a la ventana.

– ¡Madre! -volvió a gritar alzándose hacia la abertura.

Ella siempre le había dicho que no mirase, que nunca intentase verla. Pero ¡no contestaba! Joanet se asomó a la ventana. El interior estaba demasiado oscuro.

Se encaramó hasta ella y pasó una pierna. No cabía. Sólo podía entrar de lado.

– ¿Madre? -repitió.

Agarrado a la parte superior de la ventana, colocó ambos pies sobre el alféizar y, de lado, saltó al interior.

– ¿Madre? -susurró mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

Esperó hasta que pudo vislumbrar un agujero que desprendía un hedor insoportable y en el otro lado, a su izquierda, junto a la pared, hecho un ovillo, sobre un jergón de paja, vio un cuerpo.

Joanet esperó. No se movía. El repiqueteo de los martillos sobre el cobre había quedado fuera.

– Quería contarte una cosa divertida -dijo acercándose. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas-. Te hubieras reído -balbuceó ya a su lado.

Joanet se sentó junto al cadáver de su madre. Joana había escondido el rostro entre sus brazos, como si intuyera que su hijo entraría en su celda, como si quisiera evitar que la viera en esas condiciones incluso después de muerta.

– ¿Puedo tocarte?

El pequeño acarició el cabello de su madre, sucio, enredado, seco, áspero.

– Has tenido que morir para que pudiéramos estar juntos.

Joanet estalló en llanto.

Bernat no dudó un momento cuando, de vuelta a casa, interrumpiéndose el uno al otro, en la misma puerta, Pere y su mujer le comunicaron que Joanet no había regresado. Nunca le habían preguntado adonde iba cuando desaparecía; suponían que a Santa María, pero nadie lo había visto por allí aquella tarde. Mariona se llevó una mano a la boca.

– ¿Y si le ha sucedido algo? -sollozó ella.

– Lo encontraremos -intentó tranquilizarla Bernat.

Joanet permaneció junto a su madre, primero deslizó su mano sobre el cabello, después lo entrelazó con sus dedos, desenredándolo. No intentó ver sus facciones. Después se levantó y miró hacia la ventana.

Anocheció.

– ¿Joanet?

Joanet volvió a mirar hacia la ventana.

– ¿Joanet? -oyó de nuevo desde el otro lado de la pared.

– ¿Arnau?

– ¿Qué pasa?

Le contestó desde el interior:

– Ha muerto.

– ¿Por qué no…?

– No puedo. Por dentro no tengo el cajón. Está demasiado alto.

«Huele muy mal», concluyó Arnau. Bernat volvió a golpear la puerta de la casa de Ponç el calderero. ¿Qué habría hecho el chiquillo, allí dentro, todo el día? Llamó de nuevo, con fuerza. ¿Por qué no atendía? En aquel momento se abrió la puerta y un gigante ocupó casi totalmente el marco de la puerta. Arnau retrocedió.

– ¿Qué queréis? -bramó el calderero, descalzo y con una camisa raída que le llegaba a la altura de las rodillas por toda vestimenta.