– Id, muchachos -los instaron las mujeres-, y cuidad de nuestros hombres.

– ¡Y díselo a mi padre! -le gritó Arnau a Estranya, que sólo había sido capaz de recorrer tres o cuatro metros.

Joanet se percató de que Arnau no separaba la vista de la lenta marcha de la esclava y adivinó sus dudas.

– ¿No has oído a las mujeres? -le dijo-. Somos nosotros quienes debemos cuidar de los soldados de Barcelona. Tu padre lo entenderá.

Arnau asintió, primero lentamente y después con fuerza. ¡Claro que lo entendería! ¿Acaso no había luchado para que fuesen ciudadanos de Barcelona?

Cuando se volvieron hacia la plaza, vieron que junto a los dos pendones de los alguaciles se hallaba un tercero: el de los mercaderes. El abanderado no vestía ropas de guerra, pero llevaba una ballesta a la espalda y una espada al cinto. Al cabo de poco llegó otro pendón, el de los plateros, y así, lentamente, la plaza se llenó de coloridas banderas con todo tipo de símbolos y figuras: el pendón de los peleteros, el de los cirujanos o barberos, el de los carpinteros, el de los caldereros, el de los alfareros…

Bajo los pendones se iban agrupando, según su oficio, los ciudadanos libres de Barcelona; todos, como exigía la ley, armados con una ballesta, una aljaba con cien saetas y una espada o una lanza. Antes de dos horas el sagramental de Barcelona se hallaba dispuesto a partir en defensa de los privilegios de la ciudad.

Durante esas dos horas, Arnau pudo descubrir a qué venía todo aquello. Joanet se lo explicó por fin.

– Barcelona no sólo se defiende si es necesario -dijo-, sino que ataca a quien se atreve contra nosotros. -El pequeño hablaba con vehemencia, señalando a soldados y pendones y mostrando su orgullo por la respuesta de todos ellos-. ¡Es fantástico! Ya verás. Con suerte estaremos algunos días fuera. Cuando alguien maltrata a algún ciudadano o ataca los derechos de la ciudad, se denuncia…, bueno, no sé a quién se denuncia, si al veguer o al Consejo de Ciento, pero si las autoridades consideran que lo que se denuncia es cierto, entonces se convoca la host bajo el pendón de Sant Jordi; allí está, ¿lo ves?, en el centro de la plaza, por encima de todos los demás. Las campanas suenan y la gente se lanza a la calle gritando «Via fora h para que toda Barcelona se entere. Los prohombres de las cofradías sacan sus pendones y los cofrades se reúnen a su alrededor para acudir a la batalla.

Arnau, con los ojos como platos, miraba todo cuanto sucedía a su alrededor mientras seguía a Joanet a través de los grupos congregados en la plaza del Blat.

– ¿Y qué hay que hacer? ¿Es peligroso? -preguntó Arnau ante el alarde de armas que se veían dispuestas en la plaza.

– Generalmente no es peligroso -contestó Joanet sonrién-dole-. Piensa que si el veguer ha dado el visto bueno a la llamada, lo hace en nombre de la ciudad pero también en el del rey, por lo que nunca hay que pelear contra las tropas reales. Siempre depende de quién sea el agresor, pero en cuanto algún señor feudal ve que se aproxima la host de Barcelona, acostumbra a plegarse a sus requerimientos.

– Entonces, ¿no hay batalla?

– Depende de qué decidan las autoridades y de la postura del señor. La última vez se arrasó una fortaleza; entonces sí que hubo batalla, y muertos, y ataques y… ¡Mira! Allí estará tu tío -dijo Joanet señalando el pendón de los alfareros-, ¡vamos!

Bajo el pendón, y junto a los otros tres prohombres de la cofradía, estaba Grau Puig vestido para la batalla, con botas, una cota de cuero que le cubría desde el pecho hasta media pantorrüla y una espada al cinto. Alrededor de los cuatro prohombres se arremolinaban los alfareros de la ciudad. En cuanto Grau se percató de la presencia del niño, le hizo una señal a Jaume y éste se interpuso en el camino de los muchachos.

– ¿Adonde vais? -les preguntó.

Arnau buscó con la mirada la ayuda de Joanet.

– Vamos a ofrecer nuestra ayuda al maestro -respondió Joanet-. Podríamos llevarle el zurrón con la comida… o lo que él desee.

– Lo siento -se limitó a decir Jaume.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Arnau cuando éste les dio la espalda.

– ¡Qué más da! -le contestó Joanet-. No te preocupes, esto está lleno de gente que estará encantada de que la ayudemos; además, tampoco se enterarán de que vamos con ellos.

Los dos niños empezaron a andar entre la gente; observaban las espadas, las ballestas y las lanzas, se maravillaban de aquellos que llevaban armadura o trataban de captar las animadas conversaciones.

– ¿Qué pasa con esa agua? -oyeron gritar a sus espaldas.

Arnau y Joanet se volvieron. El rostro de los dos muchachos se iluminó al ver a Ramon, que les sonreía. Junto a él, más de veinte macips , todos ellos imponentes y armados, los miraban.

Arnau se tentó la espalda en busca del pellejo y tal debió de ser su desconsuelo al no hallarlo que varios de los bastaixos , riendo, se acercaron a él y le ofrecieron el suyo.

– Siempre hay que estar preparado cuando la ciudad te llama -bromearon.

El sagramental abandonó Barcelona tras la cruz roja del pendón de Sant Jordi, en dirección a la villa de Creixell, cercana a Tarragona. Los habitantes de aquel pueblo retenían un rebaño propiedad de los carniceros de Barcelona.

– ¿Tan malo es eso? -le preguntó Arnau a Ramon, al que habían decidido acompañar.

– Claro que sí. El ganado propiedad de los carniceros de Barcelona tiene privilegio de paso y pasto en toda Cataluña. Nadie, ni siquiera el rey, puede retener un rebaño destinado a Barcelona. Nuestros hijos tienen que comer la mejor carne del principado -añadió revolviéndoles el cabello a ambos-. El señor de Creixell ha retenido un rebaño y exige al pastor el pago de los derechos de pasto y paso por sus tierras. ¿Os imagináis que desde Tarragona hasta Barcelona todos los nobles y barones exigieran pago por pasto y paso? ¡No podríamos comer!

«Si supieras la carne que nos da Estranya…», pensó Arnau. Joanet adivinó los pensamientos de su amigo e hizo una mueca de disgusto. Arnau sólo se lo había contado a Joanet. Había estado tentado de revelarle a su padre el origen de la carne que flotaba en la olla que les daban para comer los días en que no había que guardar abstinencia, pero cuando lo veía comer con fruición, cuando veía a todos los esclavos y operarios de Grau lanzarse sobre la olla, hacía de tripas corazón, callaba y comía a su vez.

– ¿Hay alguna otra razón por la que salga el sagramental ? -preguntó Arnau con mal sabor de boca.

– Por supuesto. Cualquier ataque a los privilegios de Barcelona o contra un ciudadano puede significar la salida del sagramental . Por ejemplo, si alguien rapta a un ciudadano de Barcelona, el sagramental acudirá a liberarlo.

Charlando y sin dejar de avanzar, Arnau y Joanet recorrieron la costa -Sant Boi, Castelldefels y Garraf-, bajo la atenta mirada de las gentes con las que se cruzaban, las cuales se apartaban del camino y guardaban silencio al paso del sagramental . Hasta el mar parecía respetar a la host de Barcelona y su rumor se apagaba con el paso de aquellos centenares de hombres armados, marchando tras el pendón de Sant Jordi. El sol los acompañó durante toda la jornada y cuando el mar empezó a cubrirse de plata, se detuvieron a hacer noche en la villa de Sitges. El señor de Fonollar recibió en su castillo a los prohombres de la ciudad y el resto del sagramental acampó a las puertas de la villa.

– ¿Habrá guerra? -preguntó Arnau.

Todos los bastaixos lo miraron. El crepitar del fuego rompió el silencio. Joanet, tumbado, dormía con la cabeza apoyada sobre uno de los muslos de Ramon. Algunos bastaixos cruzaron miradas ante la pregunta de Arnau. ¿Habría guerra?

– No -contestó Ramon-. El señor de Creixell no puede enfrentarse a nosotros.

Arnau pareció decepcionado.

– Tal vez sí -trató de contentarlo otro de los prohombres de la cofradía desde el otro lado de la hoguera-. Hace muchos años, cuando yo era joven, más o menos como tú -Arnau estuvo a punto de quemarse por escucharle-, se convocó al sagramental para acudir a Castellbisbal, cuyo señor había retenido un rebaño de ganado, igual que ahora ha hecho el de Creixell. El señor de Castellbisbal no se rindió y se enfrentó al sagramental ; quizá creía que los ciudadanos de Barcelona, mercaderes, artesanos o bastaixos como nosotros, no éramos capaces de luchar. Barcelona tomó el castillo, apresó al señor y a sus soldados, y lo destruyó por entero.

Arnau ya se imaginaba empuñando una espada, subiendo por una escala o gritando victorioso sobre la almena del castillo de Creixell: «¿Quién osa oponerse al sagramental de Barcelona?». Todos los bastaixos repararon en su expresión: el muchacho con la vista perdida en las llamas, tenso, con las manos crispadas sobre un palo con el que antes había jugueteado, atizaba el fuego, vibrando. «Yo, Arnau Estanyol…» Las risas lo transportaron de vuelta a Sitges.

– Ve a dormir -le aconsejó Ramon, que ya se levantaba con Joanet a cuestas.Arnau hizo un mohín-.Así podrás soñar con la guerra -lo consoló el bastaix .

La noche era fresca y alguien cedió una manta para los dos niños.

Al día siguiente, al amanecer, continuaron la marcha hacia Creixell. Pasaron por la Geltrú, Vilanova, Cubelles, Segur y Barà, todos ellos pueblos con castillo, y, desde Barà, se desviaron hacia el interior en dirección a Creixell. Era una población separada poco menos de una milla del mar, situada en un alto en cuya cima se alzaba el castillo del señor de Creixell, una fortificación construida sobre un talud de piedras de once lados, con varias torres defensivas y a cuyo alrededor se hacinaban las casas de la villa.

Faltaban algunas horas para que anocheciera. Los prohombres de las cofradías fueron llamados por los consejeros y el veguer. El ejército de Barcelona se alineó en formación de combate frente a Creixell, con los pendones al frente. Arnau y Joanet caminaban tras las líneas ofreciendo agua a los bastaixos , pero casi todos la rechazaban; tenían la vista fija en el castillo. Nadie hablaba y los niños no se atrevieron a romper el silencio.Volvieron los prohombres y se sumaron a sus respectivas cofradías.Todo el ejército pudo ver cómo tres embajadores de Barcelona se encaminaban hacia Creixell; otros tantos abandonaron el castillo y se reunieron con ellos a mitad de camino.

Arnau y Joanet, como todos los ciudadanos de Barcelona, observaron en silencio a los negociadores.