– Tengo cuatro hijos -le dijo Jaume-.Ya me será difícil pagaros el precio de la venta… -Grau lo instó a continuar-; no puedo asumir todos los compromisos que tenéis en el negocio: esclavos, oficiales, aprendices… ¡Ni siquiera podría alimentarlos! Si quiero salir adelante, debo arreglármelas con mis cuatro hijos.

La fecha de la boda estaba fijada. Grau, de la mano del padre de Isabel, adquirió un costoso palacete en la calle de Monteada, donde vivían las familias nobles de Barcelona.

– Recuerda -le advirtió su suegro al salir de la recién adquirida propiedad-, no entres en la iglesia con un taller a tus espaldas.

Inspeccionaron hasta el último rincón de su nueva casa; el barón asentía condescendientemente y Grau calculaba mentalmente lo que le costaría llenar todo aquel espacio. Tras los portalones que daban a la calle de Monteada se abría un patio empedrado; enfrente, las cuadras, que ocupaban la mayor parte de la planta baja, junto a las cocinas y los dormitorios de los esclavos. A la derecha, una gran escalinata de piedra, al aire Ubre, subía a la primera planta noble, donde estaban los salones y demás estancias; encima, en el segundo piso, los dormitorios. Todo el palacete era de piedra; los dos pisos nobles con ventanas corridas, ojivales, miraban al patio.

– De acuerdo -le dijo a quien durante años había sido su primer oficial-, quedas libre de compromisos.

Firmaron el contrato aquel mismo día y Grau, ufano, compareció ante su suegro con el documento.

– Ya he vendido el taller -anunció.

– Señor barón -le contestó aquél ofreciéndole la mano.

«¿Y ahora? -pensó Grau una vez solo-. Los esclavos no son problema; me quedaré con los que sirvan y los que no…, al mercado. En cuanto a los oficiales y aprendices…»

Grau habló con los miembros de la cofradía y recolocó a todo su personal a cambio de modestas sumas. Sólo quedaban su cuñado y el niño. Bernat carecía de cualquier título en la cofradía; no tenía ni el de oficial. Nadie lo admitiría en un taller, amén de estar prohibido. El niño ni siquiera había empezado su aprendizaje, pero existía un contrato y, de todas formas, ¿cómo iba a pedirle a alguien que admitiese a unos Estanyol? Todos sabrían que aquellos dos fugitivos eran parientes suyos. Se llamaban Estanyol, como Guiamona. Todos sabrían que había dado refugio a dos siervos de la tierra, y ahora que iba a ser noble… ¿Acaso no eran los nobles los más acérrimos enemigos de los siervos fugitivos? ¿Acaso no eran aquellos mismos nobles los que estaban presionando al rey para que derogase las disposiciones que permitían la huida de los siervos de la tierra? ¿Cómo iba a convertirse en noble con los Estanyol en boca de todos? ¿Qué diría su suegro?

– Vendréis conmigo -le dijo a Bernat, que ya llevaba algunos días preocupado por los nuevos acontecimientos.

Jaume, como nuevo dueño del taller, libre de las órdenes de Grau, se sentó con él y le habló con confianza: «No se atreverá a hacer nada con vosotros. Lo sé, me lo ha confesado; no quiere que se haga pública vuestra situación.Yo he conseguido un buen trato, Bernat. Tiene prisa, le urge arreglar todos sus asuntos antes de casarse con Isabel. Tú tienes un contrato firmado para tu hijo. Aprovéchalo, Bernat. Aprieta a ese desalmado. Amenázalo con ir al tribunal. Eres un buen hombre. Quisiera que entendieras que todo lo que ha sucedido durante estos años…».

Bernat lo entendía.Y llevado por las palabras del antiguo oficial se atrevió a plantar cara a su cuñado.

– ¿Qué dices? -gritó Grau cuando Bernat le contestó con un escueto «¿Adonde y para qué?»-. A donde yo quiera y para lo que yo quiera -continuó gritando, nervioso, gesticulando.

– No somos tus esclavos, Grau.

– Pocas opciones tienes.

Bernat tuvo que carraspear antes de seguir los consejos de Jaume.

– Puedo acudir al tribunal.

Crispado, tembloroso, pequeño y delgado, Grau se levantó de la silla. Pero Bernat ni siquiera pestañeó por más que leseara salir corriendo de allí; la amenaza del tribunal resonó en los oídos del viudo.

Cuidarían de los caballos que Grau se había visto obligado a adquirir junto con el palacete. «¿Cómo vas a tener unas cuadras vacías?», le había dicho su suegro de pasada, como si hablase con un niño ignorante. Grau sumaba y sumaba mentalmente. «Mi hija Isabel siempre ha montado a caballo», añadió.

Pero lo más importante para Bernat fue el buen salario que obtuvo para él y para Arnau, que también empezaría a trabajar con los caballos. Podrían vivir fuera del palacete, en una habitación propia, sin esclavos, sin aprendices; él y su hijo tendrían dinero suficiente para salir adelante.

Fue el propio Grau el que urgió a Bernat a anular el contrato de aprendizaje de Arnau y firmar otro nuevo.

Desde que le concedieron la ciudadanía, Bernat abandonaba el taller en escasas ocasiones y siempre solo o acompañado de Arnau. No parecía que hubiese ninguna denuncia contra él; su nombre constaba en los registros de ciudadanía. En ese caso ya habrían ido a buscarlo, pensaba cada vez que pisaba la calle. Solía andar hasta la playa y allí se mezclaba entre las decenas de trabajadores del mar, con la vista siempre puesta en el horizonte, dejando que lo acariciara la brisa, saboreando el ambiente acre que envolvía la playa, los barcos, la brea…

Hacía casi una década que golpeó al muchacho de la forja. Esperaba que no hubiera muerto. Arnau y Joanet saltaban a su alrededor. Se le adelantaban corriendo, volvían atrás con la misma rapidez y lo miraban con los ojos brillantes y una sonrisa en la boca.

– ¡Nuestra propia casa! -gritó Arnau-. ¡Vivamos en el barrio de la Ribera, por favor!

– Me temo que sólo será una habitación -trató de explicarle Bernat, pero el niño seguía sonriendo como si se tratara del mejor palacio de Barcelona.

– No es un mal lugar -le dijo Jaume cuando Bernat le comentó la sugerencia de su hijo-. Allí encontrarás habitaciones.

Y hacia allí iban los tres. Los dos niños corriendo, Bernat cargado con sus pocas pertenencias. Habían transcurrido casi diez años desde que llegara a la ciudad.

Durante todo el trayecto hasta Santa María, Arnau y Joanet no pararon de saludar a la gente con la que se cruzaban.

– ¡Es mi padre! -gritó Arnau a un bastaix cargado con un saco de cereales, señalando a Bernat, al que habían adelantado más de veinte metros.

El bastaix sonrió sin dejar de andar, encorvado por el peso. Arnau se volvió hacia Bernat y empezó a correr de nuevo hacia él, pero tras algunos pasos se detuvo. Joanet no lo seguía.

– Vamos -lo instó moviendo las manos.

Pero Joanet negó con la cabeza.

– ¿Qué pasa, Joanet? -le preguntó volviendo hasta él.

El pequeño bajó la mirada.

– Es tu padre -murmuró-. ¿Qué pasará conmigo ahora?

Tenía razón. Todos los tomaban por hermanos. Arnau no había pensado en ello.

– Corre.Ven conmigo -le dijo tirando de él.

Bernat los vio acercarse; Arnau tiraba de Joanet, que parecía reacio. «Le felicito por sus hijos», le dijo el bastaix al pasar junto a él. Sonrió. Más de un año correteando juntos. ¿Y la madre del pequeño Joanet? Bernat lo imaginó sentado sobre el cajón, dejándose acariciar la cabeza por un brazo sin rostro. Se le hizo un nudo en la garganta.

– Padre…-empezó a decir Arnau cuando llegaron a su altura.

Joanet se escondió tras su amigo. -Niños -lo interrumpió Bernat-, creo que… -Padre, ¿importaría ser el padre de Joanet? -soltó de corrido Arnau.

Bernat vio cómo el pequeño asomaba la cabeza por detrás de Arnau.

– Ven aquí, Joanet -le dijo Bernat-. ¿Tú quieres ser mi hijo? -añadió cuando el pequeño abandonó su refugio.

El rostro de Joanet se iluminó.

– ¿Significa eso que sí? -preguntó Bernat.

El niño se abrazó a su pierna. Arnau sonrió a su padre.

– Id a jugar -les ordenó Bernat con voz entrecortada.

Los niños llevaron a Bernat ante el padre Albert.

– Seguro que él nos podrá ayudar -dijo Arnau mientras

Joanet asentía.

– ¡Nuestro padre! -dijo el pequeño, adelantándose a Arnau y repitiendo la presentación que había estado haciendo durante todo el trayecto, incluso a quienes no conocía sino de vista.

El padre Albert pidió a los niños que los dejasen a solas e invitó a Bernat a una copa de vino dulce mientras escuchaba sus explicaciones.

– Sé dónde podréis alojaros -le dijo-; son buena gente. Dime, Bernat. Has conseguido un buen trabajo para Arnau; cobrará un buen salario y aprenderá un oficio, y los palafreneros siempre son necesarios. Pero ¿qué hay de tu otro hijo? ¿Qué piensas hacer con Joanet?

Bernat torció el gesto y se sinceró con el sacerdote.

El padre Albert los acompañó a todos a casa de Pere y su mujer, dos ancianos sin familia que vivían en un pequeño edificio de dos pisos, a pie de playa, con el hogar en la planta baja y tres habitaciones en el piso superior, y de quienes sabía que estaban interesados en alquilar una de ellas.

Durante todo el trayecto, y también mientras presentaba los Estanyol a Pere y a su mujer y observaba cómo Bernat les enseñaba sus dineros, el padre Albert no dejó de coger por el hombro a Joanet. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? ¿Cómo no se había dado cuenta del calvario que vivía aquel pequeño? ¡Cuántas veces lo había visto quedarse ensimismado, con la mirada perdida en el infinito!

El padre Albert apretó contra sí al pequeño. Joanet se volvió hacia él y le sonrió.

La habitación era sencilla pero limpia, con dos jergones en el suelo por todo mobiliario y con el constante rumor de las olas como compañía. Arnau aguzó el oído para escuchar el trajín de los operarios en Santa María, justo a sus espaldas. Cenaron la consabida olla, preparada por la mujer de Pere. Arnau observó el plato, levantó la vista y sonrió a su padre. ¡Qué lejos quedaban ahora los mejunjes de Estranya! Los tres comieron con fruición, observados por la anciana, presta en todo momento a llenarles de nuevo las escudillas.

– A dormir -anunció Bernat, ya satisfecho-; mañana tenemos trabajo.

Joanet titubeó. Miró a Bernat, y cuando ya todos se habían levantado de la mesa, se volvió hacia la puerta de la casa.

– No es hora de salir, hijo -le dijo Bernat en presencia de los dos ancianos.

13

Son el hermano de mi madre y su hijo -explicó Margarida a su madrastra cuando ésta se extrañó de que Grau hubiera contratado a dos personas más para sólo siete caballos. Grau le había dicho que no quería saber nada de los caballos y, de hecho, ni siquiera bajó a inspeccionar las magníficas cuadras de la planta baja del palacio. Ella se ocupó de todo: eligió los animales y trajo consigo a su caballerizo mayor, Jesús, quien a su vez le aconsejó que contratara los servicios de un palafrenero con experiencia: Tomás.