No dejaron de acercarse a Santa María para observarla, hablar con el padre Albert o sentarse en el suelo y ver cómo Àngel daba cuenta de su almuerzo. Quienquiera que los observase podía ver en sus ojos un brillo diferente cuando miraban hacia la iglesia. ¡Ellos también ayudaban a construirla! Así se lo habían dicho los bastaixos y hasta el padre Albert.

Con la clave en el cielo, los niños pudieron comprobar cómo de cada una de las diez columnas que la rodeaban empezaban a nacer los nervios de los arcos; los albañiles construyeron unas cerchas sobre las que engarzaban una piedra tras otra y que se alzaban en curva, hacia la clave. Por detrás de las columnas, rodeando las ocho primeras, ya se habían erigido los muros del deambulatorio, con los contrafuertes hacia dentro, metidos en el interior de la iglesia. Entre estos dos contrafuertes, les dijo el padre Albert señalándoles dos de ellos, estaría la capilla del Santísimo, la de los bastaixos , donde descansaría la Virgen.

Porque a la vez que nacían los muros del deambulatorio, a la vez que se empezaban a construir las nueve bóvedas apoyadas en las nervaduras que partían de las columnas, se empezó a derruir la vieja iglesia.

– Por encima del ábside -les contó también el sacerdote mientras Ángel asentía a sus palabras-, se construirá la cubierta. ¿Sabéis con qué se hará? -Los niños negaron con la cabeza-. Con todas las vasijas de cerámica defectuosas de la ciudad. Primero se colocarán unos sillares y sobre ellos todas las vasijas, una al lado de la otra, en filas.Y sobre ellas, la cubierta de la iglesia.

Arnau había visto todas esas vasijas amontonadas junto a las piedras de Santa María. Le preguntó a su padre por qué estaban allí, pero Bernat no había sabido responderle.

– Sólo sé -le dijo- que todas las vasijas defectuosas se amontonan a la espera de que vengan a buscarlas. No sabía que se destinaran a tu iglesia.

Así fue como la nueva iglesia fue tomando forma tras el ábside de la vieja, que ya empezaban a derruir con cuidado, para poder utilizar sus piedras. El barrio de la Ribera de Barcelona no quería quedarse sin iglesia, ni siquiera mientras se construía aquel nuevo y magnífico templo mariano, y los oficios religiosos no se suspendieron en ningún momento. Sin embargo, la sensación era extraña. Arnau, como todos, entraba a la iglesia por el portalón abocinado de la pequeña construcción románica y, una vez en su interior, la oscuridad en la que se había refugiado para hablar con su Virgen desaparecía para dejar paso a la luz que entraba por los ventanales del nuevo ábside. La antigua iglesia se asemejaba a una pequeña caja rodeada por la magnificencia de otra más grande, una caja llamada a desaparecer a medida que creciera la segunda, una caja más pequeña en cuyo final se abría el altísimo ábside ya cubierto.

11

Con todo, la vida de Arnau no se reducía a Santa María y a dar de beber a los bastaixos . Sus obligaciones, a cambio de cama y comida, pasaban, entre otras tareas, por ayudar a la cocinera cuando ésta salía de compras por la ciudad.

Cada dos o tres días, Arnau abandonaba el taller de Grau al amanecer para acompañar a Estranya, la esclava mulata que andaba con las piernas abiertas, insegura, contoneando peligrosamente sus exuberantes carnes. En cuanto Arnau se plantaba en la puerta de la cocina, la esclava, sin dirigirle la palabra, le daba los primeros bultos: dos cestos con hogazas de pan que debía llevar al horno de la calle Ollers Blancs para que las horneasen. En uno había las hogazas para Grau y su familia, amasadas con harina de trigo candeal y que se convertirían en un exquisito pan blanco; en el otro, las hogazas para los demás, de harina de cebada, de mijo o incluso de habas o garbanzos, un pan que salía oscuro, macizo y duro.

Entregada la masa de pan, Estranya y Arnau abandonaban el barrio de los alfareros y cruzaban las murallas en dirección al centro de Barcelona. Al principio del recorrido, Arnau seguía sin dificultad a la esclava mientras se reía del contoneo que agitaba sus oscuras carnes al caminar.

– ¿De qué te ríes? -le había preguntado en más de una ocasión la mulata.

Entonces Arnau la miraba al rostro, redondo y plano, y escondía la sonrisa.

– ¿Quieres reírte? Ríete ahora -le soltaba en la plaza del Blat cuando lo cargaba con un saco de trigo-. ¿Dónde está tu sonrisa? -le preguntaba en la bajada de la Llet al entregarle la leche que beberían sus primos; y repetía la pregunta en la plazoleta de les Cois, donde compraban coles, legumbres o verduras, o en la plaza de l'Oli, al adquirir aceite, caza o volatería.

A partir de ahí, cabizbajo, Arnau seguía a la esclava por toda Barcelona. Los días de abstinencia, ciento sesenta, casi la mitad del año, las carnes de la mulata se contoneaban hasta llegar a la playa, cerca de Santa María, y allí, en cualquiera de las dos pescaderías de la ciudad, la nueva o la vieja, Estranya se peleaba por conseguir los mejores delfines, atunes, esturiones, palomides , neros, reigs o corballs . -Ahora vamos a por tu pescado -le decía sonriente cuando había obtenido lo que deseaba.

Entonces se dirigían a la parte de atrás y la mulata compraba los despojos. También había mucha gente en la parte de atrás de cualquiera de las dos pescaderías, pero allí Estranya no se peleaba con nadie. Pese a ello, Arnau prefería los días de abstinencia a los que Estranya debía ir a por carne, ya que si para comprar los despojos del pescado sólo había que dar dos pasos hasta la trastienda, para los de la carne Arnau tenía que recorrer media Barcelona y salir de ella cargado con los fardos de la mulata.

En las carnicerías anejas a los mataderos de la ciudad compraban la carne para Grau y su familia. Era carne de primera calidad, como toda la que se vendía intramuros; Barcelona no permitía la entrada de animales muertos. Toda la carne que se vendía en la ciudad condal entraba viva y se sacrificaba en su interior.

Por eso, para comprar los despojos con que alimentar a los sirvientes y a los esclavos había que salir de la ciudad por Portaferrisa hasta llegar al mercado en el que se amontonaban animales muertos y todo tipo de carne de origen desconocido. Estranya sonreía a Arnau mientras compraba aquella carne, lo cargaba con ella y, tras pasar por el horno para recoger las hogazas, volvían a casa de Grau; Estranya con su bamboleo, Arnau arrastrando los pies.

Una mañana en que Estranya y Arnau estaban comprando en el matadero mayor, junto a la plaza del Blat, empezaron a sonar las campanas de la iglesia de Sant Jaume. No era domingo, ni fiesta. Estranya se quedó parada, tan grande como era, con las piernas abiertas. Alguien gritó en la plaza. Arnau no pudo entender qué decía pero a su grito se unieron muchos otros y la gente empezó a correr en todas direcciones. El chico se volvió hacia Estranya, con una pregunta en los labios que no llegó a formular. Soltó los bultos. Los mercaderes de grano levantaban sus puestos con celeridad. La gente seguía corriendo y gritando, y las campanas de Sant Jaume no dejaban de repicar. Arnau hizo un amago de dirigirse a la plaza de Sant Jaume, pero… ¿no sonaban también las de Santa Clara? Aguzó el oído en dirección al convento de las monjas y en ese momento empezaron a repicar las de Sant Pere, las de Framenors, las de Sant Just. ¡Todas las campanas de la ciudad repicaban! Arnau se quedó donde estaba, con la boca abierta, ensordecido, mientras veía correr a la gente.

De repente, se encontró con el rostro de Joanet frente al suyo. Su amigo, nervioso, no podía estarse quieto.

– Via fora ! Via fora ! -gritaba.

– ¿Qué? -preguntó Arnau.

– Via fora ! -le gritó Joanet al oído.

– ¿Qué significa…?

Joanet lo hizo callar y señaló el antiguo portal Mayor, bajo el palacio del veguer.

Arnau dirigió la mirada hacia el portal justo cuando lo traspasaba un alguacil del veguer vestido para la batalla, con una coraza plateada y una gran espada al cinto. En su mano derecha, colgando de un asta dorada, portaba el pendón de Sant Jordi: la cruz roja en campo blanco.Tras él, otro alguacil, también dispuesto para la batalla, portaba el pendón de la ciudad. Los dos hombres recorrieron la plaza hasta su mismo centro, donde se encontraba la piedra que dividía la ciudad por barrios. Una vez allí, mostrando los pendones de Sant Jordi y de Barcelona, los alguaciles gritaron al unísono:

– Via fora ! Via fora !

Las campanas seguían repicando y el «Via fora !» corría por todas las calles de la ciudad en boca de sus ciudadanos.

Joanet, que había observado el espectáculo en un silencio reverente, empezó a chillar desaforadamente.

Por fin, Estranya pareció responder y azuzó a Arnau para que saliera de allí. El muchacho, pendiente de los dos alguaciles, erguidos en el centro de la plaza, con sus corazas refulgentes y sus espadas, hieráticos bajo los coloridos pendones, se zafó de la mano de la mulata.

– Vamos, Arnau -le ordenó Estranya.

– No -se opuso él, acicateado por Joanet.

Estranya lo agarró por el hombro y lo zarandeó.

– Vamos. Esto no es cosa nuestra.

– ¿Qué dices, esclava? -Las palabras partieron de una mujer que, junto a otras, embelesadas como ellos, observaba los acontecimientos y había presenciado la discusión entre Arnau y la mulata-. ¿Es esclavo el muchacho? -Estranya negó con la cabeza-. ¿Es ciudadano? -Arnau asintió-. ¿Cómo te atreves, pues, a decir que el «Via fora » no es cosa del muchacho? -Estranya titubeó y sus pies se movieron como los de un pato que no quisiera andar.

– ¿Quién eres tú, esclava -le preguntó otra de las mujeres-, para negarle al chico el honor de defender los derechos de Barcelona?

Estranya bajó la cabeza. ¿Qué diría su amo si se enteraba? El, que tanto pretendía los honores de la ciudad. Las campanas seguían repicando. Joanet se había acercado al grupo de mujeres e incitaba a Arnau a sumarse a él.

– Las mujeres no van con la host de la ciudad -le recordó la primera a Estranya.

– Los esclavos, menos -añadió otra.

– ¿Quiénes crees que deben cuidar de nuestros maridos si no son los chicos como ellos?

Estranya no se atrevió a levantar la mirada.

– ¿Quiénes crees que les hacen la comida o los encargos, les quitan las botas o les limpian las ballestas?

– Ve a donde tengas que ir -le ordenaron-. Éste no es lugar para esclavos.

Estranya cogió los sacos que hasta entonces había cargado Arnau y comenzó a caminar moviendo sus carnes. Joanet, sonriendo complacido, miró con admiración al grupo de mujeres. Arnau seguía en el mismo sitio.