– ¿El hombre de la piedra? -lo interrumpió Arnau.

– No -contestó Àngel riendo-. Ése es Ramon, un bastaix . -Joanet se sumó a la inquisitiva expresión de su amigo-. Los bastaixos son los arrieros de la mar; transportan las mercaderías desde la playa hasta los almacenes de los mercaderes, o al revés. Cargan y descargan las mercancías después de que los barqueros las hayan llevado hasta la playa.

– Entonces, ¿no trabajan en Santa María? -preguntó Arnau. -Sí. Los que más. -Àngel rió ante la expresión de los niños-. Son gente humilde, sin recursos, pero devotos de la Virgen de la Mar, más devotos que nadie. Como no pueden dar dinero para la construcción, la cofradía de los bastaixos se ha comprometido a transportar gratuitamente la piedra desde la cantera real, en Montjuïc, hasta pie de obra. Lo hacen sobre sus espaldas -Ángel hizo aquel comentario con la mirada perdida-, y recorren millas cargados con piedras que después tenemos que mover entre dos personas.

Arnau recordó la enorme roca que el bastaix había dejado en el suelo.

– ¡Claro que trabajan para su Virgen! -insistió Àngel-, más que nadie. Id a jugar -añadió antes de reemprender su camino.

10

– ¿Por qué siguen elevando los andamios?

Arnau señaló hacia la parte trasera de la iglesia de Santa María. Àngel levantó la mirada y con la boca llena de pan y queso masculló una explicación ininteligible. Joanet empezó a reírse, Arnau se le sumó y, al final, el propio Àngel no pudo evitar una carcajada, hasta que se atragantó y la risa se convirtió en un ataque de tos.

Todos los días Arnau y Joanet iban a Santa María, entraban en la iglesia y se arrodillaban. Azuzado por su madre, Joanet había decidido aprender a rezar y repetía una y otra vez las oraciones que Arnau le enseñaba. Después, cuando los dos amigos se separaban, el pequeño corría hasta la ventana y le explicaba cuánto había rezado aquel día. Arnau hablaba con su madre, salvo cuando el padre Albert, que así se llamaba el sacerdote, se acercaba a ellos; entonces se sumaba al murmullo de Joanet.

Cuando salían de Santa María y siempre a cierta distancia, Arnau y Joanet miraban las obras, a los carpinteros, a los picapedreros, a los albañiles; después se sentaban en el suelo de la plaza a la espera de que Àngel hiciera un receso en su trabajo y se sentara junto a ellos para comer pan y queso. El padre Albert los miraba con cariño, los trabajadores de Santa María los saludaban con una sonrisa, e incluso los bastaixos , cuando aparecían cargados con piedras sobre sus espaldas, desviaban la mirada hacia aquellos dos pequeños sentados frente a Santa María.

– ¿Por qué siguen elevando los andamios? -volvió a preguntar Arnau.

Los tres miraron hacia la parte posterior de la iglesia, donde se levantaban las diez columnas; ocho en semicírculo y dos más apartadas. Tras ellas se habían empezado a construir los contrafuertes y los muros que formarían el ábside. Pero si las columnas subían por encima de la pequeña iglesia románica, los andamios subían y subían, sin razón aparente, sin columnas en su interior, como si los operarios se hubieran vuelto locos y quisieran construir una escalera hasta el cielo.

– No sé -contestó Àngel.

– Todos esos andamios no aguantan nada -intervino Joanet.

– Pero aguantarán -afirmó entonces con seguridad la voz de un hombre.

Los tres se volvieron. Entre las risas y las toses no se habían dado cuenta de que a sus espaldas se habían colocado varios hombres, algunos lujosamente vestidos, otros con hábitos de sacerdote pero engalanados con cruces de oro y piedras preciosas sobre el pecho, grandes anillos y cinturones bordados con hilos de oro y plata.

El padre Albert los vio desde la puerta de la iglesia y se apresuró a recibirlos. Àngel se levantó de un salto y volvió a atragantarse. No era la primera vez que veía al hombre que acababa de contestarles, pero en contadas ocasiones lo había visto rodeado de tanto boato. Era Berenguer de Montagut, el maestro de obras de Santa María de la Mar.

Arnau y Joanet se levantaron también. El padre Albert se unió al grupo y saludó a los obispos besándoles los anillos.

– ¿Qué aguantarán?

La pregunta de Joanet detuvo al padre Albert a medio camino de otro beso; desde su incómoda postura miró al niño; no hables si no te preguntan, le dijo con los ojos. Uno de los prebostes hizo amago de continuar hacia la iglesia, pero Berenguer de Montagut agarró a Joanet por un hombro y se inclinó hacia él.

– Los niños son a menudo capaces de ver aquello que nosotros no vemos -dijo en voz alta a sus acompañantes-, así que no me extrañaría que éstos hubieran observado algo que a nosotros pudiera habérsenos pasado por alto. ¿Quieres saber por qué seguimos elevando los andamios? -Joanet asintió, no sin antes mirar al padre Albert-. ¿Ves el final de las columnas? Pues desde allí arriba, desde el final de cada una de ellas saldrán seis arcos y el más importante de todos será aquel sobre el que descansará el ábside de la nueva iglesia.

– ¿Qué es un ábside? -preguntó Arnau.

Berenguer sonrió y miró hacia atrás. Algunos de los presentes estaban tan atentos a las explicaciones como los niños.

– Un ábside es algo parecido a esto. -El maestro juntó los dedos de las manos, ahuecándolas. Los niños permanecieron atentos a aquellas manos mágicas; algunos de los de atrás se asomaron, incluido el padre Albert-. Pues bien, encima de todo, en lo más alto -continuó, separando una de las manos y señalando el final de su índice-, va colocada una gran piedra que se llama piedra de clave. Primero tenemos que izar esa piedra hasta lo más alto de los andamios, allí arriba, ¿veis? -Todos miraron hacia el cielo-. Una vez que la hayamos colocado, iremos subiendo los nervios de esos arcos hasta que se junten con la piedra de clave. Por eso necesitamos esos andamios tan altos.

– ¿Y para qué tanto esfuerzo? -volvió a preguntar Arnau. El sacerdote dio un respingo cuando oyó al niño, aunque ya empezaba a acostumbrarse a sus preguntas y observaciones-. Todo eso no se verá desde dentro de la iglesia. Quedará por encima del techo.

Berenguer rió y también lo hicieron algunos de sus acompañantes. El padre Albert suspiró.

– Sí que se verá, muchacho, porque el techo de la iglesia que hay ahora irá desapareciendo a medida que se construya la nueva estructura. Será como si esa pequeña iglesia fuese creando la nueva, más grande, más…

La expresión de desazón de Joanet lo sorprendió. El niño se había acostumbrado a la intimidad de la pequeña iglesia, a su olor, a su oscuridad, a la intimidad que encontraba cuando rezaba.

– ¿Quieres a la Virgen de la Mar? -le preguntó Berenguer.

Joanet miró a Arnau. Los dos asintieron.

– Pues cuando terminemos su nueva iglesia, esa Virgen a la que tanto queréis tendrá más luz que ninguna de las vírgenes del mundo.Ya no estará a oscuras como ahora, y tendrá el templo más bello que nadie haya podido imaginar; ya no estará encerrada entre muros gordos y bajos, sino entre altos y delgados, esbeltos, con columnas y ábsides que llegarán hasta el cielo, donde debe estar la Virgen.

Todos miraron hacia el cielo.

– Sí -continuó Berenguer de Montagut-, hasta allí llegará la nueva iglesia de la Virgen de la Mar. -Después empezó a andar hacia Santa María, acompañado de su comitiva; dejaron a los niños y al padre Albert observando sus espaldas.

– Padre -preguntó Arnau cuando ya no los podían oír-, ¿qué será de la Virgen cuando derriben la iglesia pequeña, pero aún no esté acabada la grande?

– ¿Ves aquellos contrafuertes? -le contestó el sacerdote señalando dos de los que se estaban construyendo para cerrar el deambulatorio, tras el altar mayor-. Pues allí, entre ellos, se construirá la primera capilla, la del Santísimo, en la que provisionalmente y junto al cuerpo de Cristo y al sepulcro que contiene los restos de santa Eulàlia, se guardará a la Virgen para que no sufra ningún desperfecto.

– ¿Y quién la vigilará?

– No te preocupes -le contestó el clérigo, esta vez sonriendo-, la Virgen estará bien vigilada. La capilla del Santísimo pertenece a la cofradía de los bastaixos ; ellos tendrán la llave de sus rejas y se ocuparán de vigilar a tu Virgen.

Arnau y Joanet conocían ya a los bastaixos . Àngel les había recitado sus nombres cuando aparecían en fila, cargados con sus enormes piedras: Ramon, el primero que habían conocido; Guillem, duro como las rocas que cargaba sobre sus espaldas, tostado por el sol y con el rostro horriblemente desfigurado por un accidente, pero dulce y cariñoso en el trato; otro Ramon, llamado «el Chico», más bajo que el primer Ramon y achaparrado; Miquel, un hombre fibroso que parecía incapaz de soportar el peso de su carga pero que lo lograba a fuerza de tensar todos los nervios y tendones de su cuerpo, hasta el punto de que parecía que en cualquier momento podían estallar; Sebastià, el más antipático y taciturno, y su hijo Bastianet; Pere, Jaume y un sinfín de nombres más, correspondientes a aquellos trabajadores de la Ribera que habían asumido como tarea propia transportar desde la cantera real de La Roca hasta Santa María de la Mar los miles de piedras necesarios para la construcción de la iglesia.

Arnau pensó en los bastaixos : en cómo miraban hacia la iglesia cuando, encorvados, llegaban hasta Santa María; en cómo sonreían tras descargar las piedras; en la fuerza que demostraban sus espaldas. Estaba seguro de que ellos cuidarían bien de su Virgen.

Lo que les había avanzado Berenguer de Montagut no tardó ni siete días en cumplirse.

– Mañana venid al amanecer -les aconsejó Àngel-; izaremos la clave.

Y allí estaban los niños, corriendo por detrás de todos los operarios reunidos al pie de los andamios. Había más de un centenar de personas, entre trabajadores, bastaixos y hasta sacerdotes; el padre Albert se había despojado de sus hábitos y aparecía vestido como uno más, con una gruesa pieza de tela roja enrollada en la cintura a guisa de faja.

Arnau y Joanet se metieron entre ellos, saludando a unos y sonriendo a otros.

– Niños -oyeron que les decía uno de los maestros albañiles-, cuando empecemos a izar la clave no quiero veros por en medio.

Los dos asintieron.

– ¿Y la clave? -preguntó Joanet, levantando la mirada hacia el maestro.

Corrieron hacia donde el hombre les indicó, al pie del primer andamio, el más bajo de todos.