– Claro que sí -le contestó convencido Joanet-. Esto es una iglesia.

– ¡Esto no es una iglesia! -oyeron ambos que les decían a sus espaldas. Se volvieron y se toparon con un hombre rudo que llevaba un martillo y una escarpa en la mano-. Esto es la catedral -espetó, orgulloso de su trabajo como ayudante del maestro escultor-; nunca la confundáis con una iglesia.

Arnau miró con rabia a Joanet.

– ¿Dónde hay una iglesia? -le preguntó Joanet al hombre cuando éste ya se marchaba.

– Ahí mismo -les contestó para su sorpresa, señalando con la escarpa la misma calle por la que habían venido-, en la plaza de Sant Jaume.

A todo correr desanduvieron la calle del Bisbe hasta la plaza de Sant Jaume, donde vieron una pequeña construcción diferente de las demás, con infinidad de imágenes en relieve esculpidas en el tímpano de la puerta, a la que se accedía por una pequeña escalinata. Ninguno de los dos lo pensó dos veces. Entraron a toda prisa. El interior era oscuro y fresco, y antes de que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la penumbra, unas fuertes manos los agarraron por los hombros y tal como habían entrado fueron arrojados escaleras abajo.

– Estoy harto de deciros que no quiero correrías en la iglesia de Sant Jaume.

Arnau y Joanet se miraron haciendo caso omiso del sacerdote. ¡La iglesia de Sant Jaume! Tampoco aquélla era la iglesia de la Virgen María, se dijeron el uno al otro en silencio.

Cuando el cura desapareció, se levantaron; estaban rodeados por un grupo de seis muchachos, descalzos, harapientos y sucios como Joanet.

– Tiene muy mala uva -dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cara hacia las puertas de la iglesia.

– Si queréis podemos deciros por dónde entrar sin que se dé cuenta -les dijo otro-, pero luego tendréis que arreglároslas solos. Si os pilla…

– No, nos da igual -contestó Arnau-. ¿Sabéis dónde hay otra iglesia?

– No os dejarán entrar en ninguna -afirmó un tercero.

– Eso es cosa nuestra -contestó Joanet.

– ¡Mira el pequeñín! -rió el mayor de todos adelantándose hacia Joanet. Le sacaba más de medio cuerpo de altura y Arnau temió por su amigo-. Todo lo que sucede en esta plaza es cosa nuestra, ¿entiendes? -le dijo, empujándolo.

Cuando Joanet reaccionó e iba a lanzarse sobre el chico mayor, algo captó la atención de todos desde el otro lado de la plaza.

– ¡Un judío! -gritó otro de los muchachos.

Todo el grupo salió corriendo en dirección a un niño en cuyo pecho destacaba el redondel rojo y amarillo y que puso pies en polvorosa en cuanto se percató de lo que se le venía encima. El pequeño judío logró alcanzar la puerta de la judería antes de que el grupo le diese alcance. Los muchachos se detuvieron en seco ante la entrada. Junto a Arnau y Joanet seguía, sin embargo, un niño más pequeño aún que Joanet, con los ojos abiertos de asombro ante el intento de éste de rebelarse contra el mayor.

– Ahí tenéis otra iglesia, detrás de la de Sant Jaume -les indicó-. Aprovechad para escapar, porque Pau -añadió señalando con la cabeza hacia el grupo, que ya se dirigía otra vez hacia ellos- volverá muy enfadado y la pagará con vosotros. Siempre se enfada cuando se le escapa un judío.

Arnau tiró de Joanet, que, desafiante, esperaba al tal Pau. Al final, cuando vio que los muchachos empezaban a correr hacia ellos, Joanet cedió a los tirones de su amigo.

Corrieron calle abajo, en dirección al mar, pero cuando se dieron cuenta de que Pau y los suyos -probablemente más preocupados por los judíos que transitaban su plaza- no los seguían, recuperaron el ritmo normal. Apenas habían recorrido una calle desde la plaza de Sant Jaume cuando se toparon con otra iglesia. Se pararon al pie de la escalera y se miraron. Joanet hizo un gesto con los ojos y la cabeza en dirección a las puertas. -Esperaremos -dijo Arnau.

En ese momento una anciana salió de la iglesia y descendió lentamente la escalera. Arnau no lo pensó dos veces.

– Buena mujer -le dijo cuando alcanzó la calzada-, ¿qué iglesia es ésta?

– La de Sant Miquel -contestó la mujer sin detenerse.

Arnau suspiró. Ahora Sant Miquel.

– ¿Dónde hay otra iglesia? -intervino Joanet al ver la expresión de su amigo.

– Justo al final de esta calle.

– ¿Y cuál es ésa? -insistió, y logró captar por primera vez la atención de la mujer.

– Ésa es la iglesia de Sant Just i Pastor. ¿Por qué tenéis tanto interés?

Los niños no contestaron y se separaron de la anciana, que los miró mientras se alejaban cabizbajos.

– ¡Todas las iglesias son de hombres! -espetó Arnau-.Tenemos que encontrar una iglesia de mujeres; seguro que allí estará la Virgen María.

Joanet continuó caminando pensativo.

– Conozco un sitio… -dijo al fin-.Todo son mujeres. Está en el extremo de la muralla, junto al mar. Lo llaman… -Joanet trató de recordar-. Lo llaman Santa Clara.

– Tampoco es la Virgen.

– Pero es una mujer. Seguro que tu madre está con ella. ¿Acaso estaría con un hombre que no fuera tu padre?

Bajaron por la calle de la Ciutat hasta el portal de la Mar, que se abría en la antigua muralla romana, junto al castillo Regomir, y desde donde partía el camino hacia el convento de Santa Clara, que cerraba las nuevas murallas por su extremo oriental, lindando con el mar. Tras dejar atrás el castillo Regomir doblaron a la izquierda y continuaron hasta dar con la calle de la Mar, que iba desde la plaza del Blat hasta la iglesia de Santa María de la Mar, donde se desgajaba en pequeñas callejuelas, todas ellas paralelas, que desembocaban en la playa. Desde allí, cruzando la plaza del Born y el Pla d'en Llull, se llegaba por la calle de Santa Clara hasta el convento del mismo nombre.

Pese a la ansiedad por encontrar la iglesia que buscaban, ninguno de los dos niños pudo vencer el impulso de detenerse junto a las mesas de los plateros situadas a ambos lados de la calle de la Mar. Barcelona era una ciudad próspera y rica y buena muestra de ello eran los numerosos objetos valiosos expuestos en aquellas mesas: vajillas de plata, jarras y vasos de metales preciosos con incrustaciones de piedras, collares, pulseras y anillos, cinturones, un sinfín de obras de arte que refulgían bajo el sol del verano y que Arnau y Joanet intentaban mirar antes de que el artesano los obligase a continuar su camino, a veces a gritos o a coscorrones.

De esa forma, corriendo delante del aprendiz de uno de los plateros, llegaron a la plaza de Santa María; a su derecha un pequeño cementerio, el fossar Mayor, y a su izquierda, la iglesia.

– Santa Clara está por… -empezó a decir Joanet, pero calló de repente. Aquello…, ¡aquello era impresionante!

– ¿Cómo lo habrán hecho? -se preguntó Arnau antes de quedarse con la boca abierta.

Delante de ellos se alzaba una iglesia, fuerte y resistente, seria, adusta, chata, sin ventanales y con unos muros de un grosor excepcional. Alrededor del templo habían limpiado y allanado el terreno. Un sinfín de estacas clavadas en el suelo y unidas por cuerdas, formando figuras geométricas, la rodeaba.

Circundando el ábside de la iglesia pequeña, se alzaban diez esbeltas columnas de dieciséis metros de altura, cuya piedra blanca resaltaba a través del andamiaje que las envolvía.

Los andamios, de madera, apoyados en la parte posterior de la iglesia subían y subían como inmensos escalones. Aun a la distancia a la que se encontraba, Arnau tuvo que levantar la vista para divisar el final de los andamios, muy por encima del de las columnas.

– Vamos -lo instó Joanet cuando se cansó de mirar el peligroso trajinar de los obreros por los andamios-; seguro que es otra catedral.

– Esto no es una catedral -oyeron a sus espaldas. Arnau y Joanet se miraron y sonrieron. Se volvieron e interrogaron con la mirada a un hombre fuerte y sudoroso cargado con una enorme piedra a sus espaldas. ¿Y qué es?, parecía decirle Joanet sonriendo-. La catedral la pagan los nobles y la ciudad; sin embargo esta iglesia, que será más importante y más bella que la catedral, la paga y la construye el pueblo.

El hombre ni siquiera se había detenido. El peso de la piedra parecía empujarlo hacia delante; con todo, les había sonreído.

Los dos niños lo siguieron hasta el costado de la iglesia, situado junto a otro cementerio, el fossar Menor.

– ¿Quiere que lo ayudemos? -preguntó Arnau.

El hombre resopló antes de volverse y sonreír de nuevo.

– Gracias, muchacho, pero será mejor que no.

Al final, se agachó y dejó la piedra en el suelo. Los niños la miraron y Joanet se acercó a ella para intentar moverla, pero no pudo. El hombre soltó una carcajada y Joanet le contestó con una sonrisa.

– Si no es una catedral -intervino Arnau señalando las altas columnas ochavadas-, ¿qué es?

– Esta es la nueva iglesia que está levantando el barrio de la Ribera en agradecimiento y devoción a Nuestra Señora, la Virgen…

Arnau dio un respingo.

– ¿LaVirgen María? -lo interrumpió con los ojos abiertos de par en par.

– Por supuesto, muchacho -le contestó el hombre revolviéndole el cabello-. La Virgen María, Nuestra Señora de la Mar.

– Y…, ¿y dónde está la Virgen María? -preguntó de nuevo Arnau, con la mirada puesta en la iglesia.

– Allí dentro, en esa pequeña iglesia, pero cuando terminemos ésta, tendrá el mejor templo que ninguna Virgen haya podido tener jamás.

¡Allí dentro! Arnau ni siquiera escuchó el resto. Allí dentro estaba su Virgen. De repente, un rumor los obligó a todos a levantar la vista: una bandada de pájaros había emprendido el vuelo desde lo más alto de los andamios.

9

El barrio de la Ribera de Mar de Barcelona, donde se estaba construyendo la iglesia en honor de la Virgen María, había crecido como un suburbio de la Barcelona carolíngia, cercada y fortificada por las antiguas murallas romanas. En sus inicios fue un simple barrio de pescadores, descargadores de barcos y todo tipo de gente humilde. Ya entonces existía allí una pequeña iglesia, llamada Santa María de las Arenas, emplazada en el lugar donde supuestamente había sido martirizada santa Eulàlia en el año 303. La pequeña iglesia de Santa María de las Arenas recibió ese nombre por hallarse edificada precisamente en las arenas de la playa de Barcelona, pero la misma sedimentación que había hecho impracticables los puertos de los que había gozado la ciudad, alejaron la iglesia de los arenales que configuraban la línea costera hasta hacerle perder su denominación original. Pasó entonces a llamarse Santa María de la Mar, porque si bien la costa se alejó de ella, no ocurrió lo mismo con la veneración de todos los hombres que vivían del mar.