– Ata a la mora de una de las vigas del taller -ordenó Grau a Jaume antes de que éste desapareciera en busca de Arnau- y reúne a todo el personal alrededor de ella, incluido el muchacho. Grau lo había estado pensando durante los servicios funerarios: la esclava tenía la culpa, debía haberlos vigilado. Luego, mientras Guiamona lloraba y el sacerdote seguía recitando sus oraciones, entrecerró los ojos y se preguntó cuál era el castigo que debía imponerle. La ley sólo le prohibía matarla o mutilarla, pero nadie podía reprocharle nada si moría como consecuencia de la pena infligida. Grau nunca se había enfrentado a un delito tan grave. Pensó en las torturas de las que había oído hablar: untarle el cuerpo con grasa animal hirviendo -¿tendría suficiente grasa Estranya en la cocina?-; encadenarla o encerrarla en una mazmorra -demasiado leve-, golpearla, aplicarle grilletes en los pies… o flagelarla.

«Vigila cuando lo uses -le dijo el capitán de uno de sus barcos tras ofrecerle el regalo-, con un solo golpe puedes despellejar a una persona.» Desde entonces lo había tenido guardado: un precioso látigo oriental de cuero trenzado, grueso pero liviano, fácil de manejar y que terminaba en una serie de colas, todas ellas con incrustaciones de metales cortantes.

En un momento en que el sacerdote calló, varios muchachos agitaron los incensarios alrededor del ataúd. Guiamona tosió, Grau respiró hondo.

La mora esperaba atada por las manos a una viga, tocando el suelo de puntillas.

– No quiero que mi chico lo vea -le dijo Bernat a Jaume.

– No es el momento, Bernat -le aconsejó Jaume-. No te busques problemas…

Bernat volvió a negar con la cabeza.

– Has trabajado muy duro, Bernat, no le busques problemas a tu niño.

Grau, de luto, se introdujo en el interior del círculo que formaban los esclavos, los aprendices y los oficiales alrededor de Habiba.

– Desvístela -le ordenó a Jaume.

La mora intentó levantar las piernas al notar que éste le arrancaba la camisa. Su cuerpo, desnudo, oscuro, brillante por el sudor, quedó expuesto a los obligados espectadores… y al látigo que Grau ya había extendido sobre el suelo. Bernat agarraba con fuerza los hombros de Arnau, que rompió a llorar.

Grau estiró el brazo hacia atrás y soltó el látigo contra el torso desnudo; el cuero restalló en la espalda y las colas metálicas, tras rodear el cuerpo, se clavaron en sus pechos. Una delgada línea de sangre apareció en la piel oscura de la mora mientras sus pechos quedaban en carne viva. El dolor penetraba en su cuerpo. Habiba levantó el rostro hacia el cielo y aulló. Arnau empezó a temblar desenfrenadamente y gritó, pidiéndole a Grau que parase.

Grau volvió a estirar el brazo.

– ¡Deberías haber vigilado a mis hijos!

El restallar del cuero obligó a Bernat a volver a su hijo hacia sí y apretarle la cabeza contra su estómago. La muchacha volvió a aullar. Arnau apagó sus gritos contra el cuerpo de su padre. Grau continuó flagelando a la mora hasta que su espalda y sus hombros, sus pechos, sus nalgas y sus piernas, se convirtieron en una masa sanguinolenta.

– Dile a tu maestro que me voy.

Jaume apretó los labios. Por un momento estuvo tentado de abrazar a Bernat, pero algunos aprendices los miraban.

Bernat observo cómo el oficial se encaminaba hacia la casa. Había intentado hablar con Guiamona, pero su hermana no había atendido a ninguno de sus requerimientos. Desde hacía días, Arnau no abandonaba el jergón donde dormía su padre; se quedaba todo el día sentado sobre el colchón de paja de Bernat, que ahora debían compartir, y cuando su padre entraba a verlo, lo encontraba siempre con la vista fija en el lugar donde intentaron curar a la mora.

La descolgaron en cuanto Grau abandonó el taller, pero ni siquiera supieron por dónde coger el cuerpo. Estranya corrió al taller llevando aceite y ungüentos, pero cuando se enfrentó con aquella masa de carne sanguinolenta se limitó a negar con la cabeza. Arnau lo presenciaba todo desde cierta distancia, quieto, con lágrimas en los ojos; Bernat intentó que se fuera, pero el niño se opuso. Esa misma noche Habiba falleció. La única señal que anunció su muerte fue que la mora dejó de emitir aquel constante quejido, semejante al llanto de un recién nacido, que los había perseguido durante todo el día.

Grau escuchó el recado de su cuñado de boca de Jaume. Era lo último que necesitaba: los dos Estanyol, con sus lunares en el ojo, recorriendo Barcelona, buscando trabajo, hablando de él con quien quisiera escucharlos…, y habría muchas personas dispuestas a hacerlo ahora que él estaba alcanzando la cima. Se le encogió el estómago y se le secó la boca: Grau Puig, prohombre de Barcelona, cónsul de la cofradía de ceramistas, miembro del Consejo de Ciento, dedicándose a proteger a payeses fugitivos. Los nobles estaban en su contra. Cuanto más ayudaba Barcelona al rey Alfonso, menos dependía éste de los señores feudales y menores eran los beneficios que los nobles podían obtener del monarca. ¿Y quién había sido el principal valedor de la ayuda al rey? Él. ¿Y a quiénes perjudicaba la huida de los siervos del campo? A los nobles con tierras. Grau negó con la cabeza y suspiró. ¡Maldita fuera la hora en que permitió que aquel payés se alojara en su casa! -Haz que venga -le ordenó a Jaume. -Me ha dicho Jaume -dijo Grau a su cuñado en cuanto lo tuvo delante- que pretendes dejarnos.

Bernat asintió con la cabeza.

– Y ¿qué piensas hacer?

– Buscaré trabajo para mantener a mi hijo.

– No tienes ningún oficio. Barcelona está llena de gente como tú: campesinos que no han podido vivir de sus tierras, que no encuentran trabajo y que al final mueren de hambre. Además -añadió-, ni siquiera tienes en tu poder la carta de vecindad, por más que lleves el tiempo suficiente en la ciudad.

– ¿Qué es eso de la carta de vecindad? -preguntó Bernat.

– Es el documento que acredita que llevas un año y un día residiendo en Barcelona y que por lo tanto eres ciudadano libre, no sometido a señorío.

– ¿Dónde se consigue ese documento?

– Lo conceden los prohombres de la ciudad.

– Lo pediré.

Grau miró a Bernat. Iba sucio, vestido con una simple camisa raída y esparteñas. Se lo imaginó frente a los prohombres de la ciudad, después de haber contado su historia a decenas de escribientes: el cuñado y el sobrino de Grau Puig, prohombre de la ciudad, ocultos en su taller durante años. La noticia correría de boca en boca. Él mismo había utilizado situaciones como aquélla para atacar a sus enemigos.

– Siéntate -lo invitó-. Cuando Jaume me ha contado tus intenciones, he hablado con tu hermana Guiamona -mintió para excusar su cambio de actitud- y me ha rogado que me apiade de ti.

– No necesito piedad -lo interrumpió Bernat, pensando en Arnau sentado sobre el jergón, con la mirada perdida-. Llevo años trabajando duramente a cambio de…

– Ése fue el trato -lo cortó Grau-, y tú lo aceptaste. En aquel momento te interesaba.

– Es posible -reconoció Bernat-, pero no me vendí como esclavo y ahora ya no me interesa.

– Olvidémonos de la piedad. No creo que encuentres trabajo en toda la ciudad y menos si no puedes acreditar que eres ciudadano libre. Sin ese documento sólo lograrás que se aprovechen de ti. ¿Sabes cuántos siervos de la tierra andan vagando por ahí, sin hijos a sus espaldas, aceptando trabajar de balde, única y exclusivamente para poder residir un año y un día en Barcelona? No puedes competir con ellos. Antes de que te den la carta de vecindad ya te habrás muerto de hambre, tú… o tu hijo, y pese a lo que ha sucedido no podemos permitir que el pequeño Arnau corra la misma suerte que nuestro Guiamon. Con uno basta. Tu hermana no lo resistiría. -Bernat guardó silencio a la espera de que su cuñado continuase-. Si te interesa -dijo Grau, enfatizando la palabra-, puedes seguir trabajando aquí, en las mismas condiciones… y con la paga que le correspondería a un obrero no cualificado, de la que se te descontarían la cama y la comida, tuya y de tu hijo.

– ¿Y Arnau?

– ¿Qué pasa con el niño? -Prometiste tomarlo como aprendiz. -Y así lo haré… cuando cumpla la edad. -Lo quiero por escrito. -Lo tendrás -se comprometió Grau. -¿Y la carta de vecindad?

Grau asintió con la cabeza. A él no le sería difícil conseguirla… con discreción.

7

– Declaramos ciudadanos libres de Barcelona a Bernat Estanyol y a su hijo, Arnau…» ¡Por fin! Bernat notó un escalofrío al escuchar las titubeantes palabras del hombre que leía los documentos. Había dado con él en las atarazanas, después de preguntar dónde podía encontrar a alguien que supiera leer, y le había ofrecido una pequeña escudilla a cambio del favor. Con el rumor de las atarazanas de fondo, el olor a brea y la brisa marina acariciándole el rostro, Bernat escuchó la lectura del segundo documento: Grau tomaría a Arnau como aprendiz cuando éste cumpliera diez años y se comprometía a enseñarle el oficio de alfarero. Su hijo era libre y algún día podría ganarse la vida y defenderse en esa ciudad.

Bernat se desprendió sonriente de la prometida escudilla y se encaminó de vuelta al taller. Que les hubieran concedido la carta de vecindad significaba que Llorenç de Bellera no los había denunciado a las autoridades, que no se había abierto ninguna causa criminal contra él. ¿Habría sobrevivido el muchacho de la forja?, se preguntó. Aun así… «Quédate con nuestras tierras, señor de Bellera; nosotros nos quedamos con nuestra libertad», murmuró Bernat, desafiante. Los esclavos de Grau y el propio Jaume interrumpieron sus labores al ver llegar a Bernat, radiante de felicidad. Todavía quedaban restos de la sangre de Habiba en el suelo. Grau había ordenado que no se limpiaran. Bernat intentó no pisarlos y mudó el semblante.

– Arnau -le susurró a su hijo aquella noche, tumbados los dos sobre el jergón que compartían. -Decidme, padre.

– Ya somos ciudadanos libres de Barcelona. Arnau no contestó. Bernat buscó la cabeza del niño y se la acarició; sabía lo poco que significaba aquello para un niño al que habían arrebatado la alegría. Bernat escuchó la respiración de los esclavos y continuó acariciando la cabeza de su hijo, pero una duda le asaltaba: ¿accedería el chico a trabajar para Grau algún día? Aquella noche Bernat tardó en conciliar el sueño.

Todas las mañanas, cuando amanecía y los hombres iniciaban sus labores,Arnau abandonaba el taller de Grau.Todas las mañanas,Bernat intentaba hablar con él y animarlo. Tienes que buscar amigos, quiso decirle en una ocasión, pero antes de que pudiera hacerlo Arnau le dio la espalda y se dirigió cansinamente hasta la calle. Disfruta de tu libertad, hijo, quiso decirle en otra, cuando el muchacho se quedó mirándolo tras hacer él ademán de hablarle. Sin embargo, justo cuando iba a hacerlo, una lágrima corrió por la mejilla de su niño. Bernat se arrodilló y sólo pudo abrazarlo. Después, vio cómo cruzaba el patio, arrastrando los pies. Cuando, una vez más, Arnau sorteó las manchas de sangre de Habiba, el látigo de Grau volvió a restallar en la cabeza de Bernat. Se prometió que nunca más volvería a ceder ante el látigo: una vez había sido suficiente.