– Lo siento, señor. Supuse que querría ver esto cuanto antes. -Ulbricht le tendía un comunicado impreso en papel de copia-. Acaba de llegar de Hamburgo… Un mensaje de Catherine Blake, desde Londres.

– Más que leerlo, Vogel lo devoró con los ojos, desbocado el corazón.

– Ha entrado en contacto con Jordan. Quiere que Neumann empiece a efectuar tomas regulares lo antes posible. Dios mío, Werner, ¡lo ha conseguido de verdad!

– No cabe duda de que es un agente extraordinario. Y una mujer extraordinaria.

– Sí -articuló Vogel, distante-. A la primera oportunidad ponte en comunicación con Hampton Sands y dile a Neumann que inicie las tomas de acuerdo con el programa previsto.

– Sí, señor.

– Y deja recado en el despacho del almirante Canaris. Lo primero que quiero hacer mañana por la mañana es informarle del desarrollo de los acontecimientos.

– Sí, señor.

Salió Ulbricht, dejando a Vogel solo en la oscuridad. Vogel se preguntó cómo se las habría arreglado Catherine. Confiaba en que algún día la muchacha pudiera salir e informarle. «Deja de engañarte, viejo.» Sólo deseaba que saliera para verla una vez más, para explicarle por qué la trató de aquella forma abominable la última noche. Fue por el propio bien de Catherine. Ella no podía comprenderlo entonces, pero quizá, con el paso del tiempo, ahora sí que pudiera entenderlo. Trató de imaginársela en la actualidad. «¿Está asustada? ¿Se encuentra en peligro?» Claro que se encontraba en peligro. Intentaba robar secretos aliados en el corazón de Londres. Un movimiento en falso y caería en brazos del MI-5. Pero si existía una mujer que pudiera arrancar esos secretos, esa mujer era ella, Vogel tenía el corazón destrozado y la mandíbula rota para demostrarlo.

Cuando la llamada del Brigadeführer Walter Schellenberg acabó su ruta al llegar a la mesa de Heinrich Himmler, éste intentaba abrirse paso a través de un montón de documentos en su despacho de la Prinz Albertstrasse.

– Buenas noches, herr Brigadeführer . ¿O debo decir buenos días?

– Son las dos de la madrugada. No creí que estuviese aún en la oficina.

– No hay descanso para el agotado. ¿En qué puedo servirle?

– Se trata del asunto Vogel. Conseguí convencer a un oficial de la sala de comunicaciones de la Abwehr de que colaborar con nosotros redundaba en su propio interés.

– Muy bien, general.

Schellenberg explicó a Himmler lo relativo al mensaje del agente de Vogel en Londres.

– De modo que están a punto de introducir en el juego a su amigo Horst Neumann.

– Así parece, herr Reichsführer .

Por la mañana informaré al Führer de cómo van las esas. Estoy seguro de que se sentirá complacidísimo. Ese Vogel parece un oficial muy capacitado. Si roba el secreto más importante de la guerra, no me extrañaría que el Führer acabara por nombrarle sucesor de Canaris.

– Para ese cargo, se me ocurren candidatos de mucha más valía, herr Reichsführer -dijo Schellenberg.

– Será mejor que encuentre algún modo de hacerse con el dominio de la situación. De no ser así, es posible que se encuentre usted fuera de la competición.

– Sí, herr Reichsführer.

– ¿Va a pasear mañana a caballo por el Tiergarten en compañía del almirante Canaris?

– Como de costumbre.

– Quizás averigüe algo útil, para variar. Y transmita al Viejo Zorro mis más calurosos recuerdos. Buenas noches, herr Brigadeführer.

Himmler colocó de nuevo suavemente el auricular en la horquilla y volvió a su eterno papeleo.

28

Hampton Sands (Norfolk)

Un alba plomiza se filtraba como podía a través de la espesa capa de nubes cuando Horst Neumann cruzó el bosquecillo de pinos y subió a lo alto de las dunas. El mar se extendía ante él, gris y tranquilo en aquella mañana carente de viento. Pequeñas olas iban a desplomarse sobre la playa aparentemente infinita. Neumann vestía chándal gris, con un jersey de cuello alto, que llevaba debajo para calentarse, y un par de zapatillas de atletismo, de cuero negro. Respiró hondo el fresco aire vivificante y luego se deslizó dunas abajo y anduvo por la parte de arena blanda. La marea se retiraba, dejando una amplia franja de arena lisa y endurecida, perfecta para correr. Neumann estiró las piernas, sopló el aliento en las manos y emprendió la carrera a paso ligero. Gaviotas y golondrinas chillaron su protesta y remontaron el vuelo.

Aquella mañana temprano había recibido un mensaje de Hamburgo en el que le daban instrucciones para que iniciase tomas regulares, en Londres, de material de Catherine Blake. Se realizaría de acuerdo con el programa que Kurt Vogel le había proporcionado en la granja de las afueras de Berlín. Tenía que dejar el material en la entrada de una casa de la plaza Cavendish, donde lo recogería un hombre de la embajada portuguesa, que lo remitiría a Lisboa en la valija diplomática. Parecía sencillo. Pero Neumann no ignoraba que la misión de correo por las calles de Londres podía conducirle directamente a las fauces de las fuerzas de seguridad británicas. Llevaría encima información que, en el caso de que le arrestaran, le iba a garantizar una inevitable visita al patíbulo. En combate siempre sabía dónde estaba el enemigo. En el espionaje, el enemigo podía encontrarse en cualquier sitio. Podía estar en el asiento contiguo de un café o de un autobús, y Neumann nunca lo sabría.

Tardó varios minutos en entrar en calor y que brotasen las primeras gotas de sudor en su frente. La carrera empezó a ejercer su magia, la misma magia que había producido en él desde que era niño. Le embargó la agradable sensación de que flotaba, casi de que volaba. Su ritmo respiratorio se hizo regular y tranquilo y notó que dentro de su cuerpo se fundía toda la tensión. Eligió una línea de meta imaginaria, a cosa de ochocientos metros, en la playa, y aceleró el ritmo.

Los primeros cuatrocientos metros fueron fáciles. Avanzaba sobre la arena como deslizándose, con largas zancadas que consumían terreno rápidamente, sueltos y relajados tanto los hombros como los brazos. Los últimos cuatrocientos metros resultaron más duros. La respiración de Neumann se hizo áspera e irregular. EL aire frío le rasgaba la garganta. Le pesaban los brazos como si lleva en ellos cargas de plomo. Su imaginaria línea de meta se encontraba a doscientos metros. Se le tensaron de pronto la espalda y los muslos y tuvo que acortar la zancada. Se hizo la idea de que atacaba la recta final de las prueba de 1.500 metros de los Juegos Olímpicos… «¡Los Juegos que se perdió porque le enviaron a matar polacos, rusos, griegos y franceses!» Se imaginó que sólo tenía un hombre por delante y que le iba ganando terreno aunque espantosamente despacio. La línea de meta estaba a cincuenta metros. Era un puñado de algas que la marea había arrastrado y dejado allí, pero en la fantasía de Neumann se trataba de una auténtica meta con su cinta de llegada, hombres de chaqueta blanca y cronómetro, y la bandera olímpica ondeando al viento sobre el estadio a impulsos de una suave brisa. Golpeó furiosamente la arena endurecida con los pies e inclinó el torso hacia el frente al llegar al puñado de algas, luego acabó por detenerse, tambaleante, y respiró afanosamente para recobrar el aliento.

Era un juego tonto -una competición en la que contendía contra sí mismo y que llevaba repitiendo desde la niñez-, pero que tuvo una finalidad. Le demostró que estaba preparado para ganar. Tardó seis meses en recuperarse de la paliza que sufrió a manos de los hombres de las SS, pero al final lo había conseguido. Comprendió que estaba físicamente listo para afrontar lo que pudiera presentársele. Neumann anduvo un trecho al paso, antes de lanzarse a un trote ligero. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Jenny Colville le estaba observando desde lo alto de las dunas.

Al acercarse a ella, Neumann le dedicó una sonrisa. Era más atractiva de lo que recordaba: una boca amplia y móvil, grandes ojos azules, sonrosada la blanca piel a causa del frescor de la mañana. Llevaba un grueso suéter de lana, gorro también de lana, chubasquero y pantalones con las perneras metidas a la buena de Dios en la caña de las botas altas. A espaldas de la joven, más allá de las dunas, Neumann vio elevarse perezosamente por encima de los pinos el humo blanco de la fogata que Jenny acababa de apagar. La muchacha se le acercó. Parecía cansada y sus ropas daban la impresión de no haber sido quitadas para dormir. Sin embargo, su sonrisa tenía un encanto considerable, mientras permanecía de pie, con los brazos en jarras, dedicada a examinar a Neumann.

– Muy impresionante, señor Porter -dijo. A Neumann siempre le resultaba difícil comprender aquel abierto y cantarín acento de Norfolk-. Si no le conociese, diría que se está entrenando para algo.

– Cuesta trabajo romper con las viejas costumbres. Además, es bueno para el cuerpo y para el espíritu. Deberías probarlo alguna vez. Eliminarías esos kilos que tienes de más.

– ¡Ah, sí! -Le empujó juguetonamente-. Ya estoy demasiado esquelética. Todos los chicos del pueblo lo dicen. A ellos les gusta Eleanor Carrick, porque tiene enormes… bueno, ya sabe. Baja a la playa con ellos y le dan dinero para que se desabroche la blusa.

– La vi ayer en el pueblo -dijo Neumann-. Está hecha una vaca. Tú eres el doble de guapa que Eleanor Carrick.

– ¿Eso cree?

– Desde luego. -Neumann se frotó enérgicamente los brazos y golpeó el suelo con los pies-. Necesito andar. Si no, me voy a quedar más tieso que una tabla.

– ¿Le gustaría que le acompañasen?

Neumann asintió con la cabeza. No era cierto, pero tampoco vio nada malo en ello. Jenny Colville sentía cierta debilidad de colegiala enamoradiza por él; era evidente. Siempre se le ocurría alguna excusa para dejarse caer por la casita de los Dogherty y nunca declinaba una invitación de Mary a quedarse a tomar el té o a cenar. Neumann había intentado prestar la apropiadamente justa atención a Jenny y evitaba cuidadosamente colocarse en cualquier situación que pudiera llevarle a quedarse a solas con ella. Hasta aquel momento. Procuraría que la conversación girase de forma conveniente para él, de manera que mantuviese en su sitio la tapadera que utilizaba y justificaba su presencia en el pueblo. Caminaron en silencio. Jenny miraba el mar. Neumann cogió un puñado de piedras y las fue arrojando para hacerlas saltar sobre las olas.

– ¿Le importa hablar de la guerra? -preguntó Jenny.