– Está casado, pues -Catherine puso buen cuidado en matizar su voz con una ligera nota de decepción.

– ¿Perdón? -preguntó Jordan, que regresaba a la sala de estar.

– Dijo que su suegro es el dueño de esta casa.

– Supongo que debí decir mi ex suegro. Mi esposa falleció en un accidente de carretera antes de la guerra.

– Lo lamento, Peter. No pretendí…

– Por favor, no pasa nada. Ocurrió hace mucho tiempo. Catherine hizo una seña con la cabeza, señalando la pared:

– Le gustan los puentes -comentó,

– No le quepa duda, sí. Los construyo.

Catherine cruzó la estancia y miró una de las fotos en primer plano. Se trataba del puente sobre el río Hudson por el que nombraron a Jordan Ingeniero del Año en 1938.

– ¿Diseñó éste?

– La verdad es que los diseñan los arquitectos. Yo soy ingeniero. Ellos hacen un dibujo sobre papel y yo les digo si la cosa puede mantenerse en pie o no. A veces les obligo a cambiar los planos. Otras veces, si el diseño es tan formidable como ese, doy con la manera de ponerlo en funciones.

– Parece incitante.

Puede serlo -convino Jordan-. Pero hay veces en que también puede ser tedioso y monótono, y sólo sirve como tema para aburridas conversaciones en los cócteles.

– No sabía que la Armada necesitase puentes.

– No los necesitan. -Jordan titubeó-. Lo siento, no puedo hablar de mi…

– Por favor. Créame, conozco las reglas.

– Podría encargarme de cocinar, pero lo que no puedo hacer es garantizar que el producto de mis esfuerzos culinarios sea comestible.

– Lo único que tiene que hacer es indicarme dónde está la cocina.

– Al otro lado de esa puerta. Si no le importa, me gustaría cambiarme. Aún no he logrado acostumbrarme a llevar este maldito uniforme.

– Faltaría más.

Con la máxima atención, Catherine observó los movimientos de Jordan. Éste sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió una puerta. Debía de ser el estudio. Encendió la luz y estuvo dentro menos de un minuto. Al salir, Jordan ya no llevaba la cartera de mano. Probablemente la había puesto a buen recaudo en la caja fuerte. Subió la escalera. Su dormitorio estaba en el primer piso. Perfecto. Mientras estuviese durmiendo, ella podría abrir la caja fuerte y fotografiar el contenido de la cartera. Neumann se aseguraría de que, las fotos llegasen a Berlín y los analistas de la Abwehr las examinarían para averiguar la naturaleza del trabajo de Peter Jordan.

Franqueó la puerta que daba paso a la cocina y la asaltó un ramalazo de pánico. ¿Por qué había ido a cambiarse de uniforme tan repentinamente? ¿Es que ella había hecho algo mal? ¿Cometió algún error? ¿Estaría Jordan en aquel preciso instante telefoneando al MI-5? ¿Estaría el MI-5 llamando a la Sección Especial? ¿Bajaría Jordan y se dedicaría a entretenerla con lo más sugestivo de su labia hasta que llegasen, echaran la puerta abajo y la arrestaran?

Catherine se obligó a sí misma a tranquilizarse. Eso era absurdo.

En el momento en que abría la puerta del frigorífico comprendió otra cosa. No tenía ni la más remota idea de cómo hacer una tortilla. María preparaba tortillas estupendas; ella, Catherine, imitaría todas las operaciones de su amiga. Sacó del frigorífico tres huevos, una porción pequeña de mantequilla y un pedazo de queso de oveja. Abrió la puerta de la despensa, donde encontró un bote de tomate y una botella de vino. Descorchó ésta, buscó dos copas y sirvió vino para los dos. No esperó el regreso de Jordan para probar el vino; estaba delicioso. Le supo a flores silvestres, espliego y albaricoque, y le hizo pensar en su imaginario hotelito. Primero había que sofreír los tomates, eso fue lo que hizo María, sólo que entonces, en París, los tomates eran frescos, no enlatados.

Abrió la lata, vació el agua, cortó los tomates en pedacitos y los echó en una sartén ya caliente. El olor a tomates impregnó de inmediato el ámbito de la cocina y Catherine se echó al coleto otro trago de vino antes de cascar y batir los huevos y de rallar el queso en un tazón. No pudo por menos de sonreír: la rutina doméstica de preparar la comida a un hombre le resultaba insólita por demás. Luego pensó que tal vez Kurt Vogel debería incorporar un cursillo de cocina a su pequeña escuela de espionaje de la Abwehr.

Jordan dispuso la mesa en el comedor mientras Catherine acababa de prepararla tortilla. Se había puesto un suéter y unos pantalones caqui de algodón, y a Catherine volvió a sorprenderle el aspecto de aquel hombre. Ella deseaba soltarse el pelo -hacer algo que aumentara su atractivo ante los ojos masculinos-, pero se mantuvo dentro del personaje que había creado para sí. La tortilla resultó asombrosamente suculenta y dieron cuenta de ella en un santiamén, antes de que se enfriara, regándola convenientemente con el vino de la botella, un burdeos de antes de la guerra que Jordan había llevado a Londres desde Nueva York. Al término del refrigerio, Catherine se sentía complacida y relajada. Lo mismo parecía ocurrirle a Jordan. Él no parecía sospechar nada; a juzgar por su comportamiento, daba por hecho que su encuentro había sido completamente casual.

– ¿Ha estado alguna vez en los Estados Unidos? -preguntó Jordan, cuando retiraban los platos de la mesa y los llevaban a la cocina.

– Lo cierto es que de niña viví dos años en Washington.

– ¿De veras?

– Sí, mi padre trabajaba en el ministerio de Asuntos Exteriores. Era diplomático. A principios de los años veinte, después de la Gran Guerra, estuvo destinado en Washington. Me gustaba mucho. Salvo por el calor, claro. ¡Dios mío, qué opresivo puede llegar a ser Washington en el verano! Mi padre alquiló una casita de campo para que la familia pasara los veranos en Chesapeake Bay. Conservo recuerdos fantásticamente agradables de aquella época.

Lo cual era verdad, con la diferencia de que el padre de Catherine había trabajado para el ministerio de Asuntos Exteriores alemán, no para el británico. Catherine había decidido que lo mejor era inspirarse en la mayor cantidad de aspectos de su vida que fuera posible.

– ¿Su padre sigue en la carrera diplomática?

– No, murió antes de la guerra.

– ¿Y su madre?

– Mi madre falleció cuando yo era muy pequeña. -Catherine apiló los platos sucios en el fregadero-. Los fregaré si usted los seca.

– Olvídelo. Tengo una asistenta que viene un par de veces a la semana. Estará aquí por la mañana. ¿Qué me dice de una copa de coñac?

– Seria estupendo.

En la repisa de la chimenea había fotos con marcos de plata Catherine las miró mientras Jordan servía el coñac. Se acercó a muchacha, ante el fuego, y le tendió una de las copas.

– Su esposa era muy guapa.

– Sí, lo era. Su muerte representó un golpe muy duro para mí

– ¿Y su hijo? ¿Quién cuida de él ahora?

– Jane, la hermana de Margaret.

Catherine tomó un sorbo de coñac y sonrió a Jordan.

– No parece que eso le entusiasme.

– Santo Dios, ¿tan evidente es?

– Sí, se le nota mucho.

– Jane y yo nunca nos llevamos realmente bien. Y, con franqueza, preferiría que Billy no estuviese bajo su cuidado. Es una mujer egoísta, frívola y malcriada, y me temo que esté educando a Billy del mismo modo. Pero la verdad es que no tuve elección. El mismo día en que ingresé en la Armada me enviaron a Washington y dos semanas después partí en avión hacia Londres.

– Billy es idéntico a su padre -dijo Catherine-. Estoy segura de que no tiene usted por qué preocuparse.

Jordan sonrió.

– Confío en que tenga razón -dijo-. Siéntese, por favor.

– ¿De veras lo desea? No quisiera entretenerle…

– No había disfrutado de una velada tan agradable como esta en una barbaridad de tiempo. Por favor, quédese un poco más.

Tomaron asiento uno junto al otro en el gran sofá de cuero.

– Explíqueme cómo es posible que una mujer tan increíblemente bonita como usted no está casada -pidió Jordan.

Catherine notó que se le subían los colores.

– Dios mío, se está ruborizando de verdad. No me diga que nadie le ha dicho nunca que es preciosa.

Catherine sonrió y repuso:

– No, lo que pasa es que hace mucho tiempo que no me lo decían.

– Bueno, entonces los dos estamos en las mismas condiciones, más o menos. Hace mucho tiempo que yo no le decía a una mujer que era guapa. En realidad, recuerdo cuándo fue la última vez. Fue al despertarme y ver la cara de Margaret, el día en que murió. Después de eso, jamás pensé que pudiera encontrar una mujer bonita. Hasta que, anoche, eché a andar como un insensato y en pleno oscurecimiento choqué con usted. -La tuteó-: Me dejaste sin aliento, Catherine.

– Gracias. Puedo garantizarte que la atracción fue mutua -correspondió ella al tuteo.

– ¿Y por eso no quisiste darme tu número de teléfono?

– Lo que no quería era que pensases que soy una libertina.

– Maldita sea, precisamente lo que esperaba era que fueses una libertina.

– ¡Peter! -reprendió Catherine y, juguetonamente, le clavó el dedo índice en la pierna.

– ¿No vas a responder a mí pregunta? ¿Por qué no te has casado?

Catherine contempló las llamas durante un momento.

– Estuve casada. A Michael, mi marido, lo abatieron de un tiro en el Canal la primera semana de la Batalla de Gran Bretaña. Ni siquiera lograron recuperar su cadáver. En aquellas fechas yo estaba embarazada y perdí la criatura. Los médicos dijeron que fue a consecuencia de la conmoción que me produjo la muerte de Michael. -Los ojos de Catherine pasaron del fuego al rostro de Jordan-. Era guapo, airoso y valiente y era todo mi mundo. Durante mucho tiempo, tras su muerte, no miré a ningún hombre. Empecé hace poco a salir con alguno, pero nada serio. Y luego, un atolondrado norteamericano que no usaba su linterna tropieza violentamente conmigo durante el oscurecimiento, en la acera de Kensington y…

Sucedió un largo y ligeramente mortificante momento de silencio. El fuego agonizaba. Catherine oyó el ruido de la tormenta que arreciaba y repicaba contra la acera, al otro lado de la ventana. Comprendió que podía permanecer allí un buen rato, sentada junto al hogar, con su coñac, al lado de aquel hombre bondadoso y gentil. «Dios mío, Catherine, ¿qué te ha ocurrido?» Durante unos segundos se esforzó en odiarle, pero no lo consiguió. Confió en que nunca representase una amenaza para ella, algo que la obligara a matarle.

Consultó ostentosamente su reloj de pulsera.