– Santo Dios, mira qué hora es -dijo-. Las once. Ya te he robado demasiado tiempo. Realmente debería marcharme…

– ¿En qué pensabas en este preciso instante? -preguntó Jordan, como si no hubiese oído una palabra de lo que Catherine acababa de decir.

¿En qué estaba pensando? Una muy buena pregunta.

– Comprendo que no puedas hablar de tu trabajo, pero voy a preguntarte una cosa y quiero que me contestes la verdad.

– Con el corazón en la mano.

– No irás a marcharte y hacer que te maten, ¿verdad?

– No, no voy a ir al frente a que me maten. Lo prometo. Catherine se inclinó y le besó en la boca. Los labios de Jordan no respondieron.

Ella se separó, mientras pensaba: «¿Me he equivocado? ¿Acaso no estaba preparado para ello?».

– Lo siento -dijo Jordan-. Es que hace tanto tiempo…

– También hace mucho tiempo para mí.

– Puede que necesitemos intentarlo otra vez.

Catherine sonrió y volvió a besarle. En esa ocasión, los labios de Peter respondieron a los suyos. Él la atrajo hacia sí. Catherine disfrutó de la sensación que le producía oprimir sus pechos contra él.

Al cabo de unos instantes se separó.

– Si no me voy ahora, creo que no me iré nunca.

– No estoy seguro de que quiera que te marches.

Catherine le dio un último beso.

– ¿Cuándo volveré a verte? -le preguntó.

– ¿Me permitirás que te lleve a cenar mañana por la noche?… Una cena apropiada, ¿eh? En algún sitio donde podamos bailar.

– Me encantaría.

– ¿Qué te parece de nuevo en el Savoy, hacia las ocho?

– Me parece perfecto.

La gélida ráfaga de lluvia y la visión de Pope y Dicky en una furgoneta aparcada enfrente devolvieron a Catherine Blake a la realidad. Al menos no se habían entrometido. Quizá se contentaban, de momento, con vigilar a distancia.

El tráfico era ligero a aquella hora avanzada de la noche. Catherine se apresuró a parar un taxi en Brompton Road. Subió al vehículo y pidió al taxista que la llevase a la estación Victoria. Al volver la cabeza observó que Pope y Dicky la seguían.

Al llegar a la estación Victoria, pagó al taxista y entró, para mezclarse con la multitud de pasajeros que acababa de apearse de un tren que llegaba a Londres a última hora. Miró por encima del hombro y vio a Dicky Dobbs irrumpir corriendo en la terminal y mover la cabeza de derecha a izquierda.

Rápidamente, Catherine franqueó otra puerta y se desvaneció entre las negruras del oscurecimiento.

27

Baviera (Alemania), marzo de 1938

Su chalet en la aldea secreta de Vogel es frágil y tiene corrientes de aire por todas partes, es la casa más gélida que ha conocido en toda su vida. No obstante, dispone de chimenea y por la tarde, mientras ella estudia las claves y los sistemas de radio, un hombre de la Abwehr se presenta y deja astillas y troncos secos de abeto para la noche. La lumbre languidece y el frío se cuela en la casa, así que se levanta y echa un par de troncos en las brasas. Vogel está tendido en el suelo, en silencio, a su espalda. Es un amante terrible: cargante, egoísta, todo codos y rodillas. Incluso cuando se esfuerza en complacerla no deja de manifestarse torpón, tosco y desasosegado, Es asombroso que haya sido capaz de seducirle. Ella tiene sus razones. Si Vogel se enamora o se obsesiona con ella, se resistirá a enviarla a Inglaterra. Parece que funciona. Cuando estuvo dentro de ella, un momento antes, le declaró su amor. Ahora, echado encima de la alfombra, con la mirada fija en el techo, parece haberse arrepentido de sus palabras.

– Hay momentos en que no quiero que te vayas -dice.

– ¿Ir a dónde?

– A Inglaterra.

Ella regresa, se acuesta a su lado encima de la alfombra, y le besa. El aliento del hombre es horrible: tabaco, café, dentadura en mal estado.

– Pobre Vogel. Te he dejado el corazón hecho una piltrafa, ¿no? -Sí, eso creo. A veces pienso en llevarte conmigo de nuevo a Berlín. Puedo conseguirte un piso allí.

– Sería estupendo -responde ella, pero está pensando que puede que sea mejor verse arrestada por el MI-5 que pasarse la guerra como amante de Kurt Vogel en algún cuchitril infecto de Berlín.

– Pero tú le resultas demasiado valiosa a Alemania como para pasarte la guerra en Berlín. Debes ir a Inglaterra, detrás de las líneas enemigas. -Hace un alto y enciende un cigarrillo-. Además, se me ocurre otra cosa. Me pregunto: ¿Por qué iba a enamorarse de mí una mujer hermosa? Yen seguida me contesto: Porque cree que si la amo no la enviaré a Inglaterra.

– No soy tan lista ni tan astuta para hacer algo semejante.

– Claro que lo eres. Por eso te elegí.

Ella siente crecer la ira en su interior.

– Pero he pasado muy buenos ratos en tu compañía. Emilio dijo que en la cama eras una maravilla. Que echaría contigo los mejores polvos de toda mi vida de jodienda… eso fue lo que me dijo Emilio. Claro que Emilio tiende a ser un poco vulgar. Emilio aseguró que eres incluso mejor que las putas más caras. Dijo que deseaba conservarte en España como amante suya. Tuve que pagarle el doble de la tarifa normal. Pero créeme, vales con creces el dinero que invertí.

Ella se pone en pie.

– ¡Lárgate ya! Me voy por la mañana. ¡Ya estoy harta de este infierno!

– ¡Ah, sí, te vas por la mañana! Pero no a donde crees. Sólo hay un problema. Tus instructores me han informado que aún te resistes a matar con el cuchillo. Dicen que disparas muy bien, mejor que los muchachos, incluso. Pero afirman que aún eres lenta con el estilete.

Ella no abre la boca, se limita a mirarle tendido allí sobre la alfombra, iluminado por la claridad de la lumbre.

– Tengo una sugerencia. Siempre que tengas que utilizar el estilete, piensa en el hombre que te hizo daño cuando eras una niña.

La boca de la muchacha se abre horrorizada. En toda su vida, aquello sólo se lo ha contado a una persona. María. Pero María debe de habérselo contado a Emilio y Emilio, el muy hijo de mala madre, se lo contó a Vogel.

– No sé a qué te refieres -dice la muchacha, pero no hay convicción en sus palabras.

– Claro que lo sabes. Es lo que te convirtió en lo que eres, una zorra sin corazón.

Reacciona instintivamente. Avanza un paso y le propina un furioso puntapié bajo la barbilla. La cabeza de Vogel sale despedida hacia atrás y se estrella violentamente contra el suelo. El hombre se queda inmóvil, tal vez inconsciente. El estilete de la muchacha está en el suelo, cerca de la chimenea, la han adiestrado a mantenerlo cerca de sí en todo momento. Lo recoge, acciona el muelle y la reluciente hoja salta y ocupa su lugar. La luz de la lumbre la tiñe de rojo. La muchacha se acerca a Vogel. Desea liquidarlo, hundir el estilete en una de las zonas de muerte que le han enseñado: el corazón, los riñones, a través del oído o de los ojos. Pero Vogel se ha incorporado, se apoya en un codo, empuña una pistola y le apunta a la cabeza.

– Muy bien -dice. La sangre mana de su boca-. Me parece que ya estás preparada. Aparta el cuchillo y siéntate. Hemos de hablar. Y, por favor, ponte algo de ropa. Tienes un aspecto ridículo ahí de pie tal como estás.

Ella se pone una bata y remueve las brasas mientras Vogel se viste y atiende la herida de la boca.

– Eres un cabrón de mierda. Si trabajase para ti, Vogel, sería una imbécil.

– Ni se te ocurra echarte atrás ahora. Suministraría a la Gestapo pruebas muy convincentes de la traición de tu padre contra el Führer. No te haría ninguna gracia ver las cosas que hacen a las personas como esas. Y si se te ocurre alguna vez la malhadada idea de hacerme una jugarreta cuando estés en Inglaterra, te entregaré a los británicos en bandeja de plata. Si crees que aquel fulano te hizo daño cuando eras niña, imagínate lo que puede ser que te violen repetidamente una caterva de apestosos celadores británicos. Tú serás su reclusa favorita, créeme. Dudo mucho que quisieran molestarse en ahorcarte.

Permanece muy quieta en la penumbra. Piensa en cómo podría arreglárselas para aplastarle el cráneo con el atizador, pero Vogel continúa empuñando la pistola. Se da cuenta de que ha estado manipulándola. Ella pensaba que lo había engañado, creía que era ella quien dominaba la situación, pero en realidad siempre fue Vogel quien llevó el control. Vogel trató de inculcarle la aptitud para matar. Ella comprende que, verdaderamente, Vogel hizo un buen trabajo.

Él habla de nuevo.

– A propósito, esta noche te he matado, mientras dejabas que te follase. Anna Katerina von Steiner, de veintisiete años de edad, falleció en un desgraciado accidente de carretera, en las cercanías de Berlín, hace cosa de una hora. Una verdadera pena. Un talento que se pierde lastimosamente.

Vestido ya, Vogel se aplica a la boca un paño húmedo. El paño está manchado de sangre.

– Mañana por la mañana sales para Holanda, tal como hemos planeado. Permaneces allí seis meses, para establecer tu identidad de manera sólida; después te trasladas a Inglaterra. Aquí tienes tu documentación para Holanda, el dinero y el billete de tren. Tengo personal en Amsterdam que se pondrá en contacto contigo y te dará las instrucciones a partir de ahí.

Vogel se inclina hacia adelante y se mantiene muy cerca de ella.

– Anna desperdició su vida. Pero Catherine Blake puede hacer cosas importantes.

La muchacha oye cerrarse la puerta tras Vogel, oye el crujido que producen sus botas al aplastar la nieve que cubre el suelo fuera del chalet. Luego el silencio se enseñorea de la estancia, un silencio que sólo interrumpe el chisporrotear del fuego y el silbar del cortante viento que agita a los abetos al otro lado de la ventana. Se queda completamente inmóvil durante unos instantes y luego nota que una ráfaga de convulsiones estremece su cuerpo. Ya no es capaz de seguir en pie. Cae de rodillas ante la lumbre y estalla en lágrimas incontrolables.

Berlín

Kurt Vogel estaba dormido en el catre de campaña que tenía en su despacho cuando captó un sordo chirrido que le impulsó a incorporarse sobresaltado.

– ¿Quién va?

– Sólo soy yo, señor.

– ¡Por el amor de Dios, Werner! Me has dado un susto de muerte al arrastrar tu maldita pata de palo de esa forma. Pensé que Frankenstein venía a asesinarme.