– Quiero estar dentro de ti.

– Date prisa, Peter.

– Ohhh, estás tan suave, tan estupenda. Oh, Dios, Catherine. Me voy a…

– ¡Espera! Todavía no, cariño. Hazme un favor. Tiéndete boca arriba. Deja que me encargue yo de todo lo demás.

Jordan obedeció. Catherine la tomó en su mano y la condujo al interior de su cuerpo. Podía haberse limitado a seguir allí tendida y dejar que Peter terminase, pero ella lo deseaba de aquella otra forma. Siempre supo que Vogel le haría hacer eso a ella. ¿Para qué iba a querer un agente femenino, si no era para seducir a oficiales aliados y robarles sus secretos? Catherine siempre pensó que el oficial sería un hombre gordo, velludo, viejo y feo, no como Peter. Si iba a ser la puta de Kurt Vogel, también podía disfrutar un poco con ello. «Oh, Dios, Catherine, no deberías hacer esto. No deberías perder el control de esta manera.» Pero no podía evitarlo. Lo estaba pasando en grande. Y estaba perdiendo el control. Echó la cabeza hacia atrás, cogió los pezones con los dedos índice y pulgar, le «dio cuerda al reloj» y al cabo de un momento notó que una oleada de calor estallaba dentro de ella y la anegaba y que a continuación de esa oleada venía otra oleada maravillosa…

Era tarde, lo menos debían de ser las cuatro, aunque Catherine no estaba segura porque la oscuridad le impedía ver el reloj de encima de la mesita de noche. No importaba. Lo único que importaba era que Peter Jordan dormía a pierna suelta junto a ella. La respiración de Peter era profunda y regular. Habían cenado copiosamente, habían bebido una barbaridad y habían hecho el amor dos veces. A menos que tuviera el sueño ligero, era muy probable que no se despertase aunque la Luftwaffe efectuara en aquel momento una de sus incursiones. Catherine se deslizó fuera de la cama, se puso la bata de seda que él le había dejado y cruzó silenciosamente la habitación. La puerta del dormitorio estaba entornada. Catherine la abrió unos centímetros, franqueó el umbral y la cerró tras de sí.

El silencio repicaba en sus oídos. Notó dentro del pecho el martilleo del corazón. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse. Había trabajado demasiado duro -había arriesgado en demasía- para alcanzar aquel punto. Un error tonto y todo lo que había hecho se vendría abajo. Se movió rápidamente por la estrecha escalera. Crujió un peldaño. Se inmovilizó y esperó, atento el oído por si Jordan se despertaba. En la calle, un coche hizo salpicar sibilante el agua de un charco. Ladró un perro en alguna parte. Sonó a lo lejos la bocina de un camión. Catherine comprendió que eran los ruidos nocturnos normales, que sonaban siempre sin que interrumpiesen el sueño de la gente. Descendió la escalera a toda velocidad y avanzó hacia el vestíbulo. Encontró las llaves en una mesita, junto su bolso. Las cogió y puso manos a la obra.

Sus objetivos para aquella noche eran limitados. Deseaba garantizarse un acceso regular al estudio de Jordan y sus documentos personales. Para ello le era necesario disponer de una copia de las llaves de la puerta de entrada, de la del estudio y de la cartera de mano. El llavero de Jordan tenía varias. La de la puerta de la fachada resultaba evidente; era mayor que las demás. Catherine introdujo la mano en su bolso y extrajo un pedazo de arcilla blanda de color castaño. Separó la llave que iba a ser maestra y la apretó contra la arcilla, para sacar una impronta limpia. También era evidente el llavín de la cartera; el más pequeño. Repitió el proceso, sacando otra impronta limpia. La de la puerta del estudio era más difícil de determinar; podían ser varias de las que estaban en el llavero. Sólo existía un modo de averiguar cuál era. Catherine cogió su bolso y la cartera de Jordan, lo llevó todo pasillo adelante hasta la cerrada puerta del estudio y empezó a probar las distinta llaves. La cuarta encajó en la cerradura. Catherine la sacó de la cerradura y la oprimió en el bloque de arcilla.

Ya podía dejarlo y sería una noche provechosa. Estaba en condiciones de sacar duplicados de las llaves, volver cuando Jordan no estuviera en casa y fotografiar todo lo que había en el estudio. Eso haría, pero deseaba sacarle aún más partido a aquella noche. Quería demostrar a Vogel que lo había conseguido en toda la línea, que Catherine Blake era una agente dotada de gran talento. Calculó que llevaba fuera de la cama menos de dos minutos. Podía permitirse emplear otros dos más.

Abrió la puerta del estudio, entró y encendió la luz. Era una habitación hermosa, amueblada, como la sala de estar, con estilo masculino. Una mesa escritorio enorme, un sillón de cuero y una mesa de dibujo con un alto taburete delante. Catherine volvió a meterla mano en el bolso y retiró dos objetos, su cámara fotográfica y Mauser con silenciador. Dejó la pistola encima de la mesa escritorio. Levantó la cámara, miró por el visor y tomó dos fotos de la estancia. Acto seguido abrió al cartera de Jordan. Estaba prácticamente vacía sólo contenía un billetero, una funda de gafas y una pequeña agenda con tapas de cuero. Pensó: «Al menos, es un principio. Quizás en la agenda figurasen nombres de personajes importantes con los que Jordan se había entrevistado. Si la Abwehr supiese con quién se reunía, tal vez lograsen descubrir la naturaleza de su trabajo.

¿Cuántas veces hizo aquello en el campo de entrenamiento? Dios, había perdido la cuenta: lo menos un centenar, siempre con Vogel encima, comprobando la ejecución con el puñetero cronómetro en la mano. «¡Demasiado tiempo! ¡Demasiado ruido! ¡Demasiada luz! ¡Insuficiente! ¡Vienen por ti! ¡Te han cogido! ¿Qué haces ahora?» Dejó la agenda encima del escritorio y encendió la lámpara de mesa. Tenía un brazo plegable y una pantalla en forma de cúpula por encima de la bombilla para dirigir la luz hacia abajo, perfecta para fotografiar documentos.

«Tres minutos. ¡Ahora tienes que trabajar rápido, Catherine!»Abrió el cuaderno de notas y ajustó la lámpara para que proyecta se la luz directamente sobre la página. Si tomaba la foto en un ángulo equivocado o si la luz estaba demasiado próxima, los negativos se estropearían. Procedió de acuerdo con las instrucciones de Vogel y empezó a accionar el disparador. Nombres, fechas, breves notas garabateadas a mano. Fotografió unas cuantas páginas más y luego encontró algo importante. Una página contenía toscos es bozos de una figura semejante a una caja. En la página había números que parecían representar dimensiones. Catherine la fotografió para asegurarse de que captaba la imagen.

«Cuatro minutos.» Una cosa más esta noche: la caja fuerte. Estaba sujeta al suelo, junto al escritorio. Vogel le había dado una combinación que teóricamente la abriría. Se arrodilló e hizo girar el cilindro de la combinación. Seis dígitos. Cuando marcó el último número notó que el cilindro encajaba en su sitio. Empuñó el tirador y presionó. El pestillo se acopló en la posición de apertura. La combinación funcionó. Se abrió la puerta y Catherine echó una mirada al interior de la caja: dos carpetas rebosantes de papeles. varios cuadernos de hojas sueltas. Llevaría horas fotografiarlo todo. Enfocó la cámara hacia el interior y tomó una foto.

«Cinco minutos.» La hora de volver a ponerlo todo en su sitio original. Cerró la puerta de la caja fuerte y volvió a girar el cilindro. Colocó cuidadosamente el pedazo de arcilla dentro del bolso, de forma que no alterase las marcas de las llaves. Siguieron la cámara y la Mauser. Devolvió la agenda de Jordan a su lugar dentro de la cartera y cerró ésta. Después apagó la luz y salió del cuarto. Echó la llave a la puerta.

«Seis minutos. Demasiado tiempo.» Lo llevó todo de nuevo al vestíbulo y volvió a dejar encima de la mesa las llaves, la cartera y el bolso. ¡Misión cumplida! Necesitaba una excusa. Tenía sed. Era verdad: a causa de los nervios su boca estaba reseca. Entró en la cocina, tomó un vaso del aparador y lo llenó de agua fresca del grifo. Lo bebió inmediatamente, volvió a llenarlo y lo llevó escaleras arriba hacia la habitación.

Simultáneamente con el alivio que la anegaba, Catherine experimentó una estupenda sensación de poder y triunfo. Por fin, tras meses de adiestramiento y años de espera, había hecho algo. Se dio cuenta de pronto que le gustaba espiar: la satisfacción de planear y ejecutar meticulosamente la operación, el placer infantil de conocer un secreto, de enterarse de algo que alguien no quería que se supiera. Vogel tuvo razón desde el principio, naturalmente. Ella era perfecta en todos los aspectos.

Abrió la puerta y entró en el dormitorio.

Peter Jordan estaba sentado en la cama a la luz de la luna.

– ¿Dónde andabas? Me tenías preocupado.

– Me moría de sed.

Catherine no pudo creer que aquella voz tranquila y sosegada fuera la suya.

– Espero que se te haya ocurrido traerme a mí también un poco de agua -dijo Jordan.

«¡Oh, gracias a Dios!» Catherine volvió a respirar.

– Claro que te la he traído.

Le tendió el vaso de agua, que Jordan se apresuró a beber.

– ¿Qué hora es? -preguntó Catherine.

– Las cinco de la mañana. Tengo que estar en pie dentro de una hora para asistir a una reunión convocada para las ocho. Ella le besó.

– Así que disponemos de una hora.

– Catherine, es posible que no pueda…

– Ah, vamos, apuesto a que sí puedes.

Dejó que la bata de seda se desprendiese de encima de sus hombros, tomó el rostro de Peter y se lo llevó a los pechos.

Entrada aquella mañana, Catherine Blake marchaba a largos pasos por el Chelsea Embankment, mientras una lluvia gélida y ligera caía a través del río. En el curso de su período de preparación, Vogel le había proporcionado una serie de veinte puntos de encuentro, cada uno de ellos en un lugar distinto del centro de Londres, cada uno de ellos a una hora distinta. La había obligado a aprendérselos de memoria. Catherine había dado por supuesto que Vogel obró del mismo modo en el caso de Horst Neumann antes de enviarle a Inglaterra. Según las reglas, a Catherine le correspondía decidir si el encuentro iba o no iba a consumarse. Si observaba algo que no le gustase -una cara sospechosa, hombres en un coche aparcado-, anularía la cita y volverían a intentarlo en el siguiente punto de la lista a la hora especificada en el programa.

Catherine no vio nada fuera de lo corriente. Consultó su reloj de pulsera: había llegado con dos minutos de antelación. Continuó paseando e, inevitablemente, pensó en lo ocurrido la noche anterior. Le preocupaba la posibilidad de haber llevado las cosas con Jordan demasiado lejos, de haber ido demasiado deprisa. Confió en que a Peter no le escandalizaran las cosas que le había hecho a su cuerpo ni las cosas que Catherine le había pedido que le hiciera al suyo. Tal vez una inglesa de clase media no se habría comportado de aquella forma. «Demasiado tarde para arrepentirse ahora, Catherine».