TERCERA PARTE

31

Berlín

– Se llama Operación Mulberry -empezó el almirante Canaris-, y hasta el momento no tenemos la más ligera idea acerca de lo que se trata.

En los labios del Brigadeführer Walter Schellenberg aleteó una sonrisa que se volatilizó con la misma rapidez con que se evapora la lluvia de verano. Durante el paseo a caballo que a primera hora de la mañana habían hecho juntos por el Tiergarten, Canaris no había dicho a Schellenberg nada de aquello. El almirante lanzó una rápida mirada a Schellenberg para captar su reacción, sin sentir un ápice de remordimiento por haber ocultado la noticia al joven general. Aquellos encuentros ecuestres tenían una norma tácita fundamental: se daba por sentado que cada uno de ambos hombres las utilizaba en beneficio propio. Canaris decidía compartir o reservarse una información sobre la base de una fórmula simple: «¿Ayuda a mi causa?». Mentir descaradamente se desaprobaba. Mentir conducía a represalias, y las represalias deterioraban la atmósfera afable de los paseos a caballo.

– Hace unos días, la Luftwaffe tomó estas fotos durante sus vuelos de reconocimiento. -Canaris puso dos ampliaciones sobre la ornamentada mesita baja en torno a la cual estaban sentados-. Esto es Selsey Bill, en el sur de Inglaterra. Tenemos la certeza casi absoluta de que estos centros de trabajo están relacionados con el proyecto. -Canaris utilizó como puntero una pluma de plata-. Es evidente que en esos lugares se está construyendo a toda prisa algo de grandes proporciones. Se han acumulado allí enormes cantidades de cemento, armazones y vigas de acero. En esta fotografía resulta visible un andamiaje gigantesco.

– Impresionante, almirante Canaris -dijo Hitler-. ¿Qué más sabe?

– Sabemos que varios destacados ingenieros británicos y estadounidenses colaboran en el proyecto. También sabemos que en él participa el general Eisenhower. Por desgracia, hasta ahora se nos ha escapado una pieza importante del rompecabezas: el objetivo de esas estructuras. -Canaris hizo una pausa-. Encontrar esa pieza perdida muy bien podría capacitamos para resolver el problema de la invasión aliada.

Hitler estaba visiblemente impresionado por las noticias de Canaris.

– Tengo una pregunta más, herr almirante -dijo-. La fuente de su información, ¿cuál es?

Canaris titubeó. Se contrajo el rostro de Himmler, que dijo:

– Seguramente, almirante Canaris, no creerá que nada de lo que se ha dicho aquí esta mañana va a trascender de esta habitación, ¿no?

– Naturalmente que no, herr Reichsführer. Uno de nuestros agentes en Londres obtiene la información directamente de un miembro importante del equipo de la Mulberry. La fuente de la filtración ignora que se le ha comprometido. Según las fuentes del Brigadeführer Schellenberg, la Inteligencia británica está enterada de nuestra operación, pero no ha sido capaz de interrumpirla.

– Cierto -confirmó Schellenberg-. Sé de muy buena tinta que el MI-5 opera en estado de crisis.

– Bien, bien. ¿No es reconfortante?, el SD y la Abwehr trabajando conjuntamente, para variar, en vez de tirarse a degüello. Quizá sea un síntoma de las cosas buenas que están al caer. -Hitler se volvió hacia Canaris-. Tal vez el Brigadeführer Schellenberg pueda ayudarle a aclarar el acertijo de esos bloques de hormigón armado.

– Justamente es lo que yo estaba pensando -sonrió Schellenberg.

32

Londres

Catherine Blake echaba trocitos de pan duro a las palomas de Trafalgar Square. Un lugar estúpido para los encuentros, pensó. Pero a Vogel le robaba el corazón la imagen de sus agentes reuniéndose tan cerca de la sede del poder británico. Había entrado en la plaza por el sur, tras cruzar St. James’s Park y recorrer Pall Mall. Se suponía que Neumann iba a aparecer por el norte, procedente de St. Martin’s Place y el Solio. Como de costumbre, Catherine llegó con un par de minutos de antelación. Antes de proceder al encuentro, deseaba comprobar que a Neumann no le habían seguido. La lluvia de la mañana arrancaba reflejos brillantes a la plaza. Un viento helado soplaba desde el río y silbaba a través de los sacos terreros. Las ráfagas hacían bailar el cartel que indicaba la situación de un refugio próximo, como si la propia señal no conociese a ciencia cierta la dirección.

Catherine miraba al norte, hacía St. Martin’s Place, cuando Neumann llegaba a la plaza. Le observó acercarse. Un denso grupo de peatones avanzaban por la acera, empujándose unos a otros, detrás de Neumann. Algunos continuaron hacia St. Martin’s Place, otros se desviaron y, como Neumann, empezaron a cruzar la plaza. No había forma de saber con certeza si alguien le seguía. Catherine desmigó el resto del pan y se puso en pie. Sobresaltadas, las palomas emprendieron el vuelo y como una escuadrilla de Spitfires surcaron el aire hacia el río.

Catherine echó a andar hacia Neumann. Estaba especialmente deseosa de entregar aquella película. La noche anterior Jordan había llevado a casa un cuaderno de notas nuevo -uno que ella no había visto antes- y lo guardó en la caja fuerte. Por la mañana, cuando Jordan marchó a su oficina de la plaza de Grosvenor, Catherine volvió a la casa. En cuanto la asistenta se fue, Catherine se coló en el edificio, utilizando sus llaves, y fotografió el cuaderno de principio a fin.

Neumann se encontraba ya a pocos metros. Catherine había puesto la película dentro de un sobre pequeño. Lo sacó y se dispuso a deslizarlo en la mano de Neumann, al pasar junto a él, y seguir andando. Pero Neumann se detuvo frente a ella, cogió el sobre y le entregó un trozo de papel.

– Un mensaje de nuestro amigo -dijo, y a continuación se hundió entre el gentío.

Catherine leyó el mensaje de Vogel mientras tomaba café en un bar de la plaza de Leicester. Lo releyó para asegurarse de que lo había entendido. Cuando terminó, dobló la nota y la guardó en el bolso. La quemaría cuando volviera a su piso. Dejó el cambio encima de la mesa y salió del bar.

Vogel iniciaba la nota con un elogio hacia el trabajo que Catherine había realizado hasta entonces. Pero luego decía que se necesitaban datos más pormenorizados. También quería un informe por escrito que relacionase todos los pasos dados hasta aquel momento: cómo efectuó el acercamiento, cómo consiguió tener acceso a los papeles privados de Jordan y todo cuanto Jordan le había dicho. Catherine creyó comprender lo que aquello significaba. Ella estaba pasando información secreta de alta calidad y Vogel quería asegurarse de que la fuente no estaba comprometida.

Caminó hacia el norte, Charing Cross Road arriba. Se detenía de vez en cuando para, con la excusa de mirar un escaparate, cerciorarse de si la seguían o no. Dobló al llegar a la calle Oxford y se puso en la cola de un autobús. Al llegar el vehículo, subió a él y se sentó hacia la parte de atrás.

Catherine supuso que el material que Jordan llevaba a casa no representaría un cuadro completo de su labor. Era lógico. Según el informe que le dieron los Pope, Jordan se movía diariamente entre un par de despachos: uno era la sede de la JSFA de la plaza de Grosvenor, el otro una oficina próxima más pequeña. Cada vez que trasladaba material de uno a otro, llevaba la cartera esposada a la muñeca.

Catherine precisaba ver aquel material.

¿Pero cómo?

Pensó en un segundo tropiezo, un supuesto encuentro casual en plena plaza, en Grosvenor Square. Lo engatusaría para volver a casa y pasar la tarde juntos en la cama. Era una maniobra cargada de riesgo. La coincidencia de otro encuentro casual podía despertar los recelos de Jordan. Tampoco se contaba con ninguna garantía de que se mostrase propicio a volver a casa con ella. E incluso aunque lo hiciese a ella le resultaría poco menos que imposible escabullirse de la cama en mitad de la tarde y fotografiar el contenido de la cartera. Catherine recordó algo que Vogel dijo durante el período de formación: «Cuando los oficiales de despacho se tornan descuidados, los agentes de campo mueren». Decidió armarse de paciencia y esperar. Si seguía gozando de la confianza de Jordan, tarde o temprano el secreto de la labor que desempeñaba aparecería en la cartera. Ella facilitaría a Vogel su informe por escrito, pero de momento no iba a cambiar de táctica.

Catherine miró por la ventanilla. Se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, aún en Oxford Street, ¿pero en qué parte de la calle Oxford? Se había concentrado de modo tan intenso en Vogel y Jordan que se le había ido el santo al cielo. El autobús cruzó Oxford Circus y Catherine se tranquilizó. Fue entonces cuando reparó en la mujer que la observaba. Estaba sentada al otro lado del pasillo, de cara a Catherine, y tenía la vista clavada en ella. Catherine volvió la cabeza y fingió mirar por la ventanilla, pero la mujer continuó sin quitarle ojo. «¿Qué diablos pasa con esa maldita mujer? ¿Por qué me mira de esa forma?» Echó un vistazo al rostro de la mujer. Algo en aquella cara le resultó remotamente familiar.

El autobús se acercaba a la parada siguiente. Catherine reunió sus cosas. No se expondría lo más mínimo. Se apearía inmediatamente. El autobús redujo la marcha y se detuvo junto al bordillo. Catherine se aprestó a echar pie a tierra. Y entonces la mujer cruzó el pasillo, la tocó en el brazo y dijo:

– Anna, querida. ¿Eres realmente tú?

El sueño recurrente comenzó a raíz del asesinato de Beatrice Pymm. Cada vez empieza del mismo modo. Ella está jugando en el suelo del cuarto de vestir de su madre. Sentada frente al tocador, su madre se empolva un semblante inmaculado. Papá entra en el cuarto. Viste esmoquin con medallas prendidas en la pechera. Se inclina, besa a mamá en el cuello y le dice que tienen que darse prisa si no quieren llegar tarde. A continuación se presenta Kurt Vogel. Lleva traje oscuro, como un empresario de pompas fúnebres, y su cara es la de un lobo. Sostiene tres cosas: un precioso estilete de plata con diamantes y rubíes que forman una cruz gamada en la empuñadura, una pistola Mauser con el silenciador acoplado al cañón, y un maletín con una radio en su interior. «Rápido -le susurra a ella-. No debemos llegar tarde. El Führer se muere de ganas de conocerte.»

Atraviesa Berlín en un carruaje tirado por caballos. El lobo Vogel camina con paso elástico y ligero detrás del vehículo. La fiesta es como una nube iluminada por velas. Hermosas mujeres bailan con hombres hermosos. Hitler perora en el centro de la sala. Vogel la incita a hablar con el Führer. Ella se desliza entre la rutilante multitud y se da cuenta de que todo el mundo la está mirando. Cree que lo hacen porque es guapa, pero al cabo de un momento todas las conversaciones se han interrumpido, la orquesta ha dejado de tocar y todo el mundo la contempla a ella fijamente.