Atravesó la plaza de Sloane y se aventuró por Chelsea. Pensó en otras tardes como aquella, mucho tiempo atrás -antes de la guerra, antes del puñetero oscurecimiento-, cuando volvía a casa tras salir del University College con una cartera rebosante de libros y papeles. Sus preocupaciones eran entonces mucho más simples. ¿He dormido a mis alumnos con la lección de hoy? ¿Acabaré mi siguiente libro antes de la fecha tope de entrega?
A veces se le ocurría alguna cosa más mientras caminaba. Era un funcionario de contraespionaje condenadamente bueno, dijera Boothby lo que dijese. Además, estaba bien dotado por naturaleza. Carecía de vanidad. No requería alabanzas ni panegíricos. Se sentía perfectamente satisfecho con esforzarse en secreto y guardar para sí sus victorias. Le encantaba la circunstancia de que nadie supiera lo que realmente estaba haciendo. Era de natural sigiloso y reservado, y su tarea de oficial de inteligencia reforzaba esa característica.
Pensó en Boothby: ¿Por qué retiró el expediente de Vogel y después mintió acerca de ello? ¿Por qué se negó a que Vicary se adelantase y avisara a Eisenhower y Churchill? ¿Por qué interrogó a Karl Becker pero no transmitió la evidencia de que existía una red alemana independiente? A Vicary no se le ocurrió ninguna explicación lógica para tales actos de Boothby. Eran como notas con las que Vicary no lograba componer una melodía agradable.
Llegó a su casa en Draycott Place. Entró por la puerta de atrás, en el oscurecido salón, dio un rápido repaso a la correspondencia sin contestar acumulada durante varios días. Consideró la conveniencia de invitar a cenar a Alice Simpson, pero llegó a la conclusión de que carecía de las fuerzas necesarias para mantener un diálogo educado. Llenó de agua caliente la bañera y puso su cuerpo en remojo mientras escuchaba la música sentimental que emitía la radio. Bebió un vaso de whisky y leyó la prensa. Desde su incorporación al mundo secreto del espionaje no creía una palabra de lo que decían, El teléfono empezó a sonar entonces. Tenía que ser una llamada del despacho, nadie más se molestaba ya en telefonearle. Salió trabajosamente de la bañera y se puso una bata. El teléfono estaba en el estudio. Descolgó y dijo:
– ¿Sí, Harry?
– Tu conversación con Karl Becker me ha dado una idea -manifestó Harry, sin preámbulo.
Las gotas de agua que se desprendían del cuerpo de Vicary caían sobre los papeles desperdigados encima de la mesa. La mujer de la limpieza tenía terminantemente prohibido pensar siquiera en franquear la puerta del estudio. Como consecuencia de ello, aquella estancia era una isla de desorden académico en el por otra parte estéril e inmaculado hogar.
– Anna Steiner vivió en Londres dos años con su padre diplomático, a principios de los veinte. Los diplomáticos ricos tenían criados: mayordomos, cocineras, doncellas.
– Todo eso es cierto, Harry. Espero que nos lleve a alguna parte.
– Me he pasado tres días haciendo investigaciones en todas las agencias de la ciudad, tratando de averiguar los nombres de las personas que trabajaron en esos domicilios.
– Buena idea.
– He conseguido algunos. La mayor parte han muerto; los otros son tan viejos como la orografía. Pero hay un nombre prometedor: Rose Morely. De joven trabajó de cocinera en casa de los Steiner. Hoy he descubierto que trabaja para un tal comandante Higgins, del Almirantazgo, en la casa de éste en Marylebone.
– Buen trabajo, Harry. Concierta una cita para mañana por la mañana; es lo primero que hay que hacer.
– Esa era mi intención, pero resulta que alguien le descerrajó un tiro en el ojo y dejó el cadáver de la mujer tirado en medio de Hyde Park.
– Me visto en cinco minutos.
– Hay un coche esperándote a la puerta de tu casa.
Cinco minutos después, Vicary salía y echaba la llave a la puerta. Se percató en aquel preciso momento de que había olvidado por completo su cita para almorzar con Helen.
El conductor era una atractiva joven de la sección femenina de la Armada británica, que no produjo el menor sonido durante el breve trayecto. Le dejó lo más cerca que pudo de la escena del crimen: a unos doscientos metros, al pie de una suave elevación. Había empezado otra vez a llover y a Vicary le prestaron un paraguas. Se apeó y cerró la portezuela con cuidado, como si acabase de llegar a un cementerio para asistir a un entierro. Vio por delante varios rayos de luz blanca que surcaban el espacio como reflectores en miniatura que tratasen de localizar un bombardero Heinkel en el cielo nocturno. Al acercarse, una de las linternas proyectó el rayo de luz sobre él y Vicary tuvo que protegerse los ojos del resplandor. El paseo resultó más largo de lo que había calculado; la elevación era más bien una pequeña colina. La hierba era alta y estaba mojadísima. Las perneras de los pantalones se le empaparon a Vicary desde los pies hasta las rodillas, como si hubiera vadeado una corriente de agua. Al llegar a ellos, los rayos de luz de las linternas descendieron como espadas. Un comisario jefe de esto o de lo otro le cogió del codo amablemente y le acompañó el resto del camino. Tuvo el buen sentido de no pronunciar el nombre de Vicary.
Habían montado apresuradamente una especie de tienda de lona alquitranada sobre el cadáver. El agua formaba una diminuta laguna en el centro y caía por los bordes como una pequeña cascada. Harry estaba en cuclillas junto al cráneo destrozado. Harry en su elemento, pensó Vicary. Parecía tan natural y relajado como si estuviese descansando un rato a la sombra, en un caluroso día de verano. Vicary examinó la escena. El cuerpo había caído de espaldas y aterrizó con los brazos y las piernas extendidos, como un chiquillo haciendo el avión sobre la nieve. Alrededor de la cabeza, la tierra aparecía negra de sangre. Una mano aún se cerraba sobre la tela de una bolsa de la compra y Vicary vio dentro de la bolsa latas de hortalizas y alguna clase de carne envuelta en papel de carnicero. El papel chorreaba sangre. El contenido del bolso de mano estaba diseminado en torno a los pies. Vicary no descubrió ninguna moneda entre los objetos.
Harry vio a Vicary de pie allí, en silencio, y se le acercó. Permanecieron uno junto a otro durante un momento, sin pronunciar palabra, como asistentes a un funeral junto a una tumba. Vicary se palpó los bolsillos en busca de sus gafas de lectura con cristales de media luna.
– Podría ser una coincidencia -expuso Harry-, pero la verdad es que no creo en ellas. Sobre todo cuando afectan a una mujer muerta de un balazo en un ojo. -Hizo una pausa y, al final, dijo con cierta emoción-: Dios, jamás vi nada parecido. Los hampones callejeros no disparan a la gente en el rostro. Sólo lo hacen los profesionales.
– ¿Quién encontró el cadáver?
– Un transeúnte. Le interrogaron. Su historia parece encajar.
– ¿Cuánto tiempo lleva muerta?
– Sólo unas horas. Lo que significa que la mataron a última hora de la tarde o a primera hora de la noche.
– ¿Y no oyó nadie el disparo?
– No.
– Quizás el arma llevaba silenciador.
– Es posible.
Se acercó el comisario.
– Vaya, pero si es Harry Dalton, el hombre que resolvió el caso de Spencer Thomas. -El comisario jefe lanzó una ojeada a Vicary y luego posó de nuevo su mirada sobre Harry-. Me han dicho que ahora trabajas para los irregulares.
Harry consiguió esbozar una tenue sonrisa.
– Hola, jefe.
– Declaro este asunto cuestión de seguridad a partir de ahora -dijo Vicary-. Tendrá usted los documentos precisos en su escritorio mañana por la mañana. Quiero que Harry coordine las investigaciones. Todo ha de pasar por él. Harry redactará una declaración en su nombre. Quiero que esto se considere oficialmente un robo que se complicó fatalmente. Describa la herida con precisión. No se extienda en detalles acerca del lugar del crimen. Quiero que el comunicado oficial diga que la policía busca a un par de refugiados de origen indefinido a los que se vio en el parque hacia la hora del asesinato. Y quiero que sus hombres procedan con discreción. Gracias, comisario. Harry, te veré a primera hora de la mañana.
Harry y el comisario contemplaron a Vicary mientras se alejaba cojeando colina abajo, hasta que desapareció engullido por la viscosa negrura. El comisario se volvió hacia Harry.
– Cielo santo, ¿cuál es su jodido problema?
Harry permaneció en Hyde Park hasta que se llevaron el cadáver. Lo que se produjo pasada la medianoche. Se trasladó luego en el coche de uno de los agentes de policía. Hubiera podido pedir un automóvil del departamento, pero no quería que el departamento supiese a donde iba. Se apeó del coche a escasa distancia del piso de Grace Clarendon y recorrió a pie el resto del camino. La mujer le había vuelto a dar la llave y Harry entró en el piso sin llamar. Grace siempre dormía como un chiquillo: boca abajo, extendidos los brazos y las piernas. Un pie muy blanco asomaba por debajo de la ropa de la cama. Harry se desvistió a oscuras e intentó meterse en la cama sin despertarla. Los muelles del colchón chirriaron bajo su peso. Grace se agitó, se dio media vuelta y le besó.
– Pensé que ibas a dejarme otra vez, Harry.
– No, lo que pasa es que ha sido una noche muy larga y muy sórdida.
Ella se incorporó apoyada en un codo.
– ¿Qué ha pasado?
Harry se lo contó. No había secretos entre ellos.
– Es posible que la matara el agente que estamos buscando. -Parece que has visto un fantasma.
– Fue horrible. Le descerrajaron un tiro en la cara. Es difícil olvidar una cosa como esa, Grace.
– ¿Puedo yo hacértelo olvidar?
Harry llegó deseando dormir. Estaba agotado y dar vueltas alrededorde un cadáver siempre le hacía sentirse sucio. Pero Grace empezó a besarle, muy despacio, al principio, y muy suavemente. Después le rogó que la ayudara a quitarse el floreado camisón de franela y a partir de ahí se desencadenó la locura. Grace le hacía el amor como una posesa, clavándole las uñas y arañándole el cuerpo, apretando como si tratase de extraer veneno de una herida. Y cuando la penetró, Grace se puso a llorar y a implorarle que no volviese a dejarla nunca más. Y luego, cuando ella dormía tendida junto a él, a Harry le asaltó el pensamiento más horrible de su vida. se sorprendió a sí mismo alimentando la esperanza de que el esposo de Grace no volviese de la guerra.
34
Londres
En la tarde del día siguiente se congregaron alrededor de un modelo a gran escala de Puerto Mulberry en una habitación secreta del 47 de Grosvenor Square: los oficiales estadounidenses y británicos destinados al proyecto, el jefe personal del estado mayor de Churchill, el general sir Hastings Ismay y un par de generales del estado mayor de Eisenhower, que permanecieron sentados tan rígidos y quietos que se les podía haber tomado por estatuas.