– Me temo que hemos de cancelar la cena. Discúlpame, Catherine. Es que ha surgido algo muy importante.

– Comprendo.

– Aún estoy en el despacho. Tendré que quedarme aquí hasta bastante entrada la noche.

– Peter, no estás obligado a darme explicaciones.

– Ya lo sé, pero quiero hacerlo. Tengo que salir de Londres por la mañana temprano, muy temprano, y antes de hacerlo he de terminar una barbaridad de trabajo.

– No voy a simular que no estoy decepcionada. Me ilusionaba mucho pasar la noche contigo. Hace dos días que no te veo.

– A mí me parece un mes. También yo deseaba verte.

– ¿Eso está completamente descartado?

– No volveré a casa hasta las once, por lo menos.

– Estupendo.

Y a las cinco de la mañana habrá un coche esperándome en la puerta.

– Eso también me parece estupendo.

– Pero, Catherine…

– He aquí mi propuesta. Nos encontramos a la puerta de tu casa a las once de la noche. Preparo un poco de comida. Tú, mientras, te relajas y te preparas para tu viaje.

– Necesito dormir un poco.

– Te dejaré dormir. Lo prometo.

– Últimamente no hemos dormido mucho estando juntos.

– Me esforzaré todo lo que pueda para contener mis impulsos.

– Te veré a las once.

– Maravilloso.

La luz roja de encima de la doble puerta del despacho de Boothby llevaba encendida mucho rato. Vicary alargó la mano para pulsar el timbre por segunda vez -flagrante violación de uno de los edictos de Boothby-, pero interrumpió el gesto. Al otro lado de las gruesas puertas oyó dos voces que se elevaban impulsadas por la discusión. Una era femenina, la otra correspondía a Boothby. «¡No puedes hacerme esto!» Era la voz de mujer, repentinamente alta y ligeramente histérica. La de Boothby respondió en tono algo más calmado, como un padre que sermoneara sosegadamente a un chico díscolo. Sintiéndose un poco tonto, Vicary aplicó el oído a la línea donde coincidían los dos batientes de la puerta.

«¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!» De nuevo la voz de la mujer. A continuación, el sonoro chasquido de un portazo. La luz se puso verde de pronto. Vicary prescindió de ello. El despacho de sir Basil tenía una entrada particular, que sólo utilizaban el propio amo y señor y el director general. No era absolutamente privada; si Viscary permanecía allí el tiempo suficiente, la mujer doblaría la esquina y él tendría ocasión de echarle una mirada. Oyó el tableteo de sus zapatos de tacón alto al repicar irritadamente contra el suelo del pasillo. Dobló la esquina. Era Grace Clarendon. Se detuvo en seco y entrecerró sus ojos verdes al mirar disgustada a Vicary. Una lágrima descendía por su mejilla. La eliminó con un brusco movimiento de la mano y luego desapareció pasillo adelante.

– Te escucho -dijo.

Vicary le puso al corriente en cinco minutos. Dio cuenta a Boothby de los resultados obtenidos, durante la jornada, en la investigación del asesinato de Rose Morely. Habló de la posible conexión entre el agente alemán y el homicidio de Vernon Pope. Explicó que encontrar a Robert Pope para interrogarle era una necesidad perentoria. Solicitó que todo hombre disponible colaborase en la búsqueda de Pope. A lo largo de todo el informe verbal de Vicary, Boothby mantuvo un silencio estoico. Había suspendido sus habituales paseos y movimientos nerviosos y parecía escuchar con más atención que de costumbre.

– Bueno -dijo Boothby-. Esta es la primera buena noticia que recibimos en relación con este caso. Espero por tu bien que note equivoques y que esas dos muertes estén relacionadas.

Empezó a hablar de la importancia de la paciencia y de la minuciosidad de los preparativos. Vicary estaba pensando en Grace Clarendon. Le asaltó la tentación de preguntar a Boothby el motivo por el que la mujer había pasado por su despacho, pero no pudo soportar la idea de recibir otra conferencia acerca de la necesidad de saber. Aquello le atormentaba terriblemente. Había calculado mal. Para apuntarse un tanto inútil en una discusión perdida de antemano, había puesto la cabeza de Grace en el tajo del verdugo, y Boothby la había cortado. Se preguntó si la mujer recibió la boleta del despido o si escapó sólo con una severa reprimenda. Era un miembro valioso de la plantilla, inteligente y consagrada a la tarea.

– Telefonearé ahora mismo al jefe de los vigilantes -dijo Boothby- y le ordenaré que te proporcione todos los hombres de los que pueda prescindir.

– Gracias, sir Basil -Vicary se levantó, dispuesto a retirarse.

– Sé que hemos tenido nuestras diferencias sobre este caso, Alfred, y espero que no te equivoques en lo que se refiere a este asunto. -Boothby titubeó-. Hace un momento estuve hablando con el director general.

– ¿Ah, sí?

– Te ha concedido las proverbiales veinticuatro horas. Si todo esto no da frutos, me temo que te van a retirar del caso.

Al retirarse Vicary, Boothby alargó la mano a través de la mesa y descolgó el auricular de su teléfono de seguridad. Marcó el número y aguardó a que contestaran.

Como de costumbre, el hombre del otro extremo de la línea se abstuvo de identificarse, sólo articuló:

– ¿Sí?

Boothby tampoco se identificó.

– Parece que nuestro amigo está a punto de echar mano a su presa -dijo-. El segundo acto está a punto de empezar.

El hombre del otro extremo de la línea murmuró unas pocas palabras y luego cortó la comunicación.

El taxi se detuvo a las once y cinco frente a la casa de Peter Jordan, al otro lado de la calle. Catherine vio a Jordan de pie en la acera, ante la puerta de entrada, con la linterna del oscurecimiento en la mano. Catherine se apeó y pagó al taxista. Al fondo de la calle se puso en marcha un motor. El taxi se alejó. Catherine bajó de la acera, avanzó hacia Jordan y oyó el rugido del motor y el chirriar de los neumáticos al girar sobre la húmeda calzada. Catherine volvió la cabeza en dirección al ruido y vio la furgoneta que se lanzaba a gran velocidad sobre ella. La tenía ya a escasos metros, demasiado cerca para que pudiera esquivarla. Catherine cerró los ojos y esperó la muerte.

Dicky Dobbs no había matado a nadie en toda su vida. Desde luego, había roto su buena ración de huesos y machacado su no menos considerable cantidad de rostros. Incluso dejó lisiado a un individuo que se negó a soltar la pasta correspondiente a la cuota de protección. Pero nunca se llevó por delante una vida humana. «Disfrutaría lo mío cargándome a esa zorra.» La individua había asesinado a Vernon y a Vivie. A él le dio esquinazo tantas veces ya que había perdido la cuenta. Y Dios sabe lo que estaría haciendo con el oficial norteamericano. El taxi dobló la esquina y entró en la calle a oscuras. Dicky accionó suavemente la llave de puesta en marcha y encendió el motor de la furgoneta. Pisó un poco el pedal del acelerador para que el combustible empezase a llegar al motor. Luego posó la mano en el cambio de marcha, que estaba en punto muerto, y esperó. El taxi arrancó y se alejó. La mujer empezó a cruzar la calle. Dicky desembragó, puso la velocidad y pisó a fondo el acelerador.

Una cálida y mórbida oscuridad la envolvió. No fue consciente de nada, sólo de un lejano repique que tañía en sus oídos. Intentó abrir los ojos pero no pudo. Intentó respirar pero no pudo. Pensó en su padre y en su madre. Pensó en María y soñó que estaba de nuevo en España, tendida encima de una cálida roca junto al río. Nunca había habido guerra; Kurt Vogel no había entrado en su vida. Luego, poco a poco, empezó a notar un dolor agudo en la nuca y un peso tremendo que le oprimía el cuerpo. Sus pulmones pidieron oxígeno a gritos. Tuvo náuseas, pero seguía sin poder respirar. Vio luces brillantes, como cometas, que surcaban un vasto vacío negro. Algo la sacudía. Alguien pronunciaba su nombre. Y de pronto comprendió que no estaba muerta. Las náuseas se interrumpieron y por fin pudo llevar aire a sus pulmones. Entonces abrió los ojos y vio el rostro de Peter Jordan. «Catherine, ¿me oyes, cariño? ¿Estás bien? ¡Dios, creo que intentó matarte! ¿Puedes oírme, Catherine?»

Ninguno de los dos tenía mucho apetito. Los dos deseaban algo de beber. Jordan tenía una cartera esposada a la muñeca; era la primera vez que la llevaba consigo a casa. Jordan se llegó al estudio y lo abrió. Catherine le oyó luego accionar el seguro del arca de caudales, abrir la pesada puerta y después volver a cerrarla. Salió del estudio y pasó al salón. Sirvió dos copas grandes de coñac y subió con ellas al dormitorio.

Se desnudaron despacio mientras bebían el coñac. Catherine se las veía y se las deseaba para sostener la suya. Le temblaban las manos, el corazón le martilleaba en el pecho y tenía la sensación de que iba a marearse. Hizo un esfuerzo para tomar un sorbo de coñac. El calor de la bebida la sostuvo y notó que empezaba a tranquilizarse.

Había cometido un terrible error de cálculo. Nunca debió acudir a los Pope. Debió haber pensado en otro medio. Pero aún había cometido otra equivocación. Debió haber matado también a Robert Pope y a Dicky Dobbs, cuando tuvo ocasión de hacerlo.

Jordan se sentó en el borde de la cama, junto a ella.

– No sé cómo puedes tomarte esto con tanta calma -dijo-. Al fin y al cabo, han estado a punto de matarte hace un momento. Se te permite mostrar alguna emoción.

Otro error. Debería comportarse como si estuviera asustada. Debería pedirle que la animase y le dijera que todo iba arreglarse. Debería darle las gracias por haberle salvado la vida. Ya no pensaba con claridad. El asunto estaba desmadrándose, se daba cuenta. Rose Morely… Los Pope… Pensó en la cartera de mano que Jordan acababa de guardar en la caja de caudales. Pensó en lo que contendría. Pensó en que la había llevado a casa encadenada a la muñeca. El secreto más importante de la guerra -el secreto de la invasión- muy bien podía estar a su alcance. ¿Y si realmente estaba allí? ¿Y si ella lograba robarlo? Quería salir de aquello. Ya no se sentía segura. Ya no se sentía capaz de llevar la doble vida que había llevado durante seis años. Ya no se sentía capaz de continuar aquella aventura con Peter Jordan. Ya no se sentía capaz de entregarle su cuerpo cada noche y luego colarse a hurtadillas en el estudio. «Una misión, y luego fuera.» Vogel le había prometido eso. Le obligaría a cumplirlo.

Catherine terminó de desvestirse y se echó encima del cobertor. Jordan continuaba sentado en el borde de la cama, bebiéndose el coñac y con la mirada fija en la oscuridad.