– Verdaderamente, estamos a la puerta del infierno. Que tenga cuidado Stever, si le encuentro alguna vez cuando hayamos perdido la guerra.

– Stahlschmidt, sé de qué hablas, sé lo que piensas. Pero métete esto en la cabeza: ya no te conozco.

Porta lanzó un aullido.

– ¡Heil SS! ¡Ya estás entre nosotros! ¡Y sólo cinco minutos antes de la salida del tren!

En el centro de la columna, un soldado mortalmente pálido levantó la mirada.

En el cuello verde de su chaqueta se distinguía aún la marca de los escudos negros de las SS. Unos hilos oscilaban movidos por el viento. Llevaba una trompeta plateada en el hombro, unida al cordón amarillo de la Caballería.

Era el ex chofer del SD Standartenführer Paul Bielert.

El Hauptfeldwebel Edel recibió a los novatos de la manera acostumbrada:

– Pálidos gandules, sed bien venidos entre nosotros. Las pasaréis moradas antes de llegar al frente del Este. Soy muy bueno y comprensivo con los que quiero; pero a vosotros no os quiero. Para mañana y pasado mañana, servicios de letrinas para todos. Y prefiero aclarar en seguida que quiero que los cubos brillen como la plata.

El coronel Hinka se acercó lentamente. Su capote gris de cuero brillaba a causa de la humedad. Bajo la visera mostraba una ancha sonrisa juvenil. Movió la cabeza.

Edel dio media vuelta, hizo chocar los tacones, saludó, y gritó al estilo de un suboficial experimentado:

– Mi comandante, el Hauplfeldwebel Edel, de la 5.ª compañía, a sus órdenes con veinte hombres de refresco.

Hinka rió suavemente, miró de reojo hacia las ventanas en encontrábamos.

– ¡Gracias, Hauptfeldwebel!. Caliente un poco a esos muchachos, para que se sientan como en su casa. Creo que daremos el mando al suboficial Alfred Kalb.

– Bien, mi comandante -repuso Edel, siempre obsequioso.

El pequeño legionario estaba ya a la puerta, vestido para el ejercicio. Dirigió un saludo impecable al coronel Hinka, quien respondió al mismo.

– Suboficial, habría que calentar a estos muchachos para que se sientan a gusto en nuestra casa. Pero saludémosles primero.

Lentamente, les pasó revista, seguido del legionario y del Hauptfeldwebel. Se detuvo frente a el Verraco.

– ¿Nombre?

– A sus órdenes, mi coronel, el Stabsfeldwebel…

Hinka, que había echado una ojeada a su documentación, le interrumpió:

– ¡Viene usted de la cárcel de la guarnición! ¡Numerosos servicio en ella y nunca ha estado en el frente, pero pronto irá! Somos de Regimiento de choque y siempre estamos donde el jaleo es mayor. -Meneó la cabeza-. ¿Le han destituido por malos tratos a los prisioneros?

– Se trata de un error, mi coronel -protestó el Verraco, con voz débil.

– Desde luego, Stabsfeldwebel -replicó Hinka, riendo-. Siempre que nos mandan a alguien es por error.

El legionario miró fijamente a el Verraco, se abrochó un botón del bolsillo de su cazadora y sonrío fríamente.

Prosiguieron. Hinka se detuvo frente a el Buitre.

– Otro más de la cárcel de la guarnición. Han hecho una limpieza a fondo.

Prosiguieron su paseo ante los hombres alineados. Cuando el legionario pasó por delante de el Buitre, gruñó:

– Bueno, sal de la fila. Ve a presentarte al Obergefreiter Porta. Servicio de letrinas.

Hinka se detuvo ante el ex SS y señaló su trompeta.

– ¿La toca usted?

– Sí, mi coronel. El Untersharführer Rudolph Cléber, antiguo corneta en el Regimiento de Caballería SS «Florian Geyer».

– Corneta -repitió Hinka-. ¿Por qué estás aquí?

– Mercado negro y robo, coronel.

– ¿Qué has robado?

– Patatas y azúcar, coronel.

– Observo que has olvidado decir mi coronel, soldado. Así se dice en el Ejército. Suboficial Kalb, enséñele buen modales a este tipo.

– Sí, mi coronel. ¡A tierra, soldado! ¡Veinte veces seguidas! -siseó entre dientes.

Y, sin comprobar si la orden era obedecida, dio exactamente dieciséis pasos en pos del comandante del Regimiento.

Examinaron a los hombres uno tras de otro.

El coronel Hinka comprobó secamente el motivo de su venida al 27.°. El examen de algunos fue muy rápido. El de otros resultó más extenso. El coronel saludó distraídamente y desapareció, seguido por el Hauptfeldwebel Edel.

El pequeño legionario ladeó la gorra sobre el ojo izquierdo soñaba con que era el quepis blanco francés. A pesar del reglamento, colocó un cigarrillo en un rincón de la boca, a la francesa.

– ¡Escuchadme bien, novatos! -ladró, sin que se moviera el cigarrillo, cosa que sólo un francés era capaz de hacer-. Os, aconsejo que me escuchéis con atención, bastardos. He sido soldado en la Legión Extranjera. Después, tres años en un Batallón especial, y luego, la prisión militar de Torgau. Soldados atended bien.

Hizo chocar sus tacones, se ladeó aún más la gorra, encendió otro cigarrillo…

– ¡Firmes! ¡Derecha! ¡En columna, de frente! ¡Media vuelta a la izquierda!

Se dirigieron al campo de ejercicios, detrás de los garajes donde nadie podía verles. Marchaban marcando el paso de la oca.

El Viejo rió suavemente al verles desaparecer.

– Anda o Revienta se siente a gusto. Es una venganza personal.

El pequeño legionario les hizo correr sobre las piedras, de un lado para otro.

El coronel Hinka, cansado, recostado en el flanco rugoso de un tanque «Tigre», observaba el desarrollo del ejercicio disciplinario, ordenado en una mezcla de francés y alemán. Esto no acababa de gustarle. No era completamente reglamentario. Era el resultado de muchos años de rígida educación, ocho entre los franceses, seis con los prusianos, lo que se materializaba sobre las piedras del cuartel.

– ¡Destacamento, en marcha! ¡A la carrera! -gruñó el pequeño legionario. Les hizo arrastrarse por el barro hasta que casi se ahogaron. Les hizo trasponer el foso. Se rió al contar las cabezas que asomaban. Vociferó-: ¡Mil diablos, esto es un deber! No me reprochéis, camaradas. Os haré más resistentes que el peñón de Gibraltar! ¡De bruces! ¡Comeos el barro, ya respiraréis después!

Hinka rió, Edel rió.

Aquello era la Legión. La receta para conseguir los mejores soldados del mundo.

– Bien, camaradas, más de prisa, a la carrera -rugió el legionario, encaramado en una caja vacía. Les hizo correr en todas direcciones, por encima de las piedras. Los hombres se hundían en el barro como proyectiles.

– ¡Saperlotte, a ver si os movéis, pandilla de gandules!

De repente, sintió miedo de destrozarse la garganta y cogió su silbato. Primero, les explicó el significado de los pitidos. Primer pitido, a la carrera. Segundo pitido, cuerpo a tierra. Tercer pitido, saltar con los pies juntos.

El legionario silbó durante dos horas. Los hombres empezaron a debilitarse. Él blasfemó en francés.

El coronel Hinka se reía. Edel se reía, considerando que su deber era imitar al coronel. Éste indicó al legionario que se detuviera. No quería muertos en el Regimiento durante los ejercicios especiales.

El legionario terminó con una hora de marcha a paso de desfile, alrededor del cuartel, en la arena blanda.

Repartieron a los veinte hombres entre los dormitorios del cuartel. El Verraco vino a parar con nosotros. Le dieron un armario, donde guardó sus cosas. Su rostro estaba empapado de sudor. Se mostraba silencioso y sombrío.

– Te has quedado sin llaves -comentó alguien.

El Verraco prefirió no contestar.

El legionario entró y se le acercó.

– No te confundas respecto a lo que ha ocurrido hoy. Lo he hecho especialmente para ti, no para los demás. Tú has visto morir a nuestro jefe, pero antes le has maltratado.

– No he sido yo -se defendió el Verraco.

El legionario sonrió siniestramente.

– Stahlschmidt, escúchame bien. Nos importa un bledo saber lo que hayas podido hacer. Aún no hemos podido echarle el guante a tu acólito. Os ha liquidado a ti y a el Buitre. Ha sido más listo que vosotros. Aquí vamos a convertirte en un héroe, en un maldito héroe. Cuando me hables tienes que llamarme mi suboficial. ¿Entendido?