Dos o tres horas más tarde, el Obergefreiter Stever entró en su calabozo. Con su bastón, golpeó concienzudamente las rejas de las ventanas.
– Prefiero comprobar que no estás limándolas. Para nosotros sería una broma pesada sí, a ultima hora. te las piraras.
– ¿Lo ha conseguido alguien? -preguntó el teniente Ohlsen
– Aún no, pero puede ocurrir algún día. A mí, mientras no ocurra en mi sección, lo mismo me da. Ni siquiera te impediría que saltaras si estuvieses en otro pasillo. Sólo una vez me encontré con uno que lo intentó. Había jugado al fútbol en el equipo del Ejército antes de terminar aquí. Atravesó el campo en zigzag, pero de poco le sirvió. Le metí dos píldoras de mi 0,8 en la columna vertebral. Quedó paralizado, y eso que al muy idiota sólo le quedaban seis semanas de jaula. Había obtenido permiso para ir a cortar leña con uno o dos más. Nadie hubiera podido imaginar que quería fugarse. Sin embargo, era mejor cortar leña con nosotros que arrastrarse en un Batallón de castigo. Pero, de repente sintió deseos de tomar las de Villadiego. Y mientras yo estaba explicando una historia verde…
– ¿Por qué lo hizo? -preguntó el teniente Ohlsen.
– Por añoranza -respondió Stever, con la convicción de un sabio-. Llega como un rayo en un cielo azul. Desde entonces, pienso que todo el mundo quiere saltar. Ni siquiera estoy seguro de mí mismo. A menudo, he de decirme: «Stever, nada de tonterías…»
– Sin embargo, usted no tiene ningún motivo para querer marcharse -dijo el teniente Ohlsen.
– ¡Quién sabe! Es una idea que se le puede ocurrir a cualquier hombre que lleve uniforme. La verdad es que, en el Ejército, se pasan demasiadas horas de aburrimiento. Cuando uno no sabe qué hacer, se le ocurren ideas muy extrañas. Nadie quiere largarse cuando el trabajo es duro. Siempre piensas en apearte del tren cuando el viaje es más monótono, y este agujero es la monotonía personificada.
– Pues, entonces, busque otra cosa -le aconsejó el teniente Ohlsen.
– ¿Crees que tengo un grillo en la azotea? Sé lo que me espera si intento salir de esta jaula. Me presento en el Regimiento y al cabo de dos días estoy camino del frente. Y en un abrir y cerrar los ojos, me encuentro en una trinchera, en el Este. No me interesa arriesgar la piel por Adolph. Me importa un bledo que cuando acabe la guerra no me traten como un héroe. Y quiero regresar a casa sin haber visto jamás a un solo Iván armado. Tal vez llegue a jefe, aquí. Soy el más antiguo, después de el Verraco. Sé muchas cosas sobre las prisiones. Lo sé todo. Enséñame a alguien que sea capaz de abrir más de prisa que yo la puerta de una prisión. Con mis botas claveteadas de Infantería, soy tan silencioso como un gato que se hubiese puesto almohadillas de terciopelo bajo las patas. Con mi bastón, puedo romper una pierna a cualquier prisionero. Manejo mi 0,8 mejor que un vaquero de Texas. Le pongo las esposas al más pintado en un santiamén. Por las mañanas, antes de abrir un ojo, ya sé si hay algo escondido en uno de mis calabozos. Es lo que se llama instinto. -Encendió un cigarrillo y se lo alargó al teniente Ohlsen-. Mantenlo escondido en la mano para que no te lo vean. El Obergefreiter Stever es un buen hombre que no teme arriesgarse por alguien que se dispone a emprender el gran viaje. -Señaló el patio con su pulgar, por encima de la espalda-. ¿Oyes cómo golpean? Apuesto lo que quieras a que no adivinas lo que hacen.
Miró al teniente Ohlsen, quien fatigado, se había recostado en una pared.
– ¿Sabes lo que hacen? -repitió Stever, riendo. Y, sin esperar la respuesta del teniente, hizo un ademán significativo alrededor de su cuello-. Están montando la carnicería para ti y otros diez. Hacen el trabajo unos tipos de la Compañía del Regimiento de Zapadores. También hemos recibido las cajas de expedición. No están mal, aunque sin pintar, También han llegado las cestas para vuestras cabezas. Saldréis todos a la vez, para ahorrar tiempo. Siempre se hace así. El operador en jefe viene de Berlín y es una lástima que realice viajes inútiles. Las ruedas giran hacia la victoria.
La sangre desapareció del rostro del teniente Ohlsen.
– ¿Están montando el cadalso? Entonces, todo terminara pronto.
– No, no, no es seguro. Nunca se puede confiar en eso. Una vez, tuvimos preparado durante dos meses el banco de la carnicería. La SD y el Consejo de Guerra no se ponían de acuerdo. El Consejo de Guerra quería indultar al acusado, y la SD, no. El asunto llegó hasta el general-Feldmarschall Keitel. Pero, entonces, el Bello Paul cogió un berrinche de miedo e incluso metió en el jaleo al SD Heydrich. Keitel se asustó mucho y el general perdió la cabeza. Por cierto que estaba en tu calabozo. Lo reservamos siempre para los que tienen un puesto seguro en el expreso.
– Pero, entonces, ¿saben ustedes lo que va a ocurrir incluso antes de que se celebre el juicio?
– Lo que voy a decirte es «Gekados». Algo que no deberías saber. Apostaría cualquier cosa a que ya no asistirás a la mesa del domingo próximo. Cuando un tipo llega a nosotros con VG y SG en sus papeles, ya se sabe lo que le ocurrirá al cabo de una hora. Es una marquita que hay abajo, a la izquierda, en el documento de detención. Por ejemplo, una pequeña K quiere decir Kz. El juez tiene un duplicado y seria muy peligroso para él no juzgar como desea la Gestapo. Nuestros tribunales no conocen la palabra «absuelto». La Gestapo nunca se equivoca. Si meten a un tipo en arresto preventivo, es culpable.
»En caso de ocupación enemiga, nadie podría encontrar nuestras órdenes. Todo nuestro «Gekados» desaparece convertido en humo. Nuestros adversarios no se enterarán de nada. Si me echan el guante, cosa que podría ocurrir, sé de memoria lo que les diré. He hecho varios ensayos generales con el Buitre. No soy más que Obergefreiter. No sé nada. Me he limitado a cumplir órdenes. Y ya verás, teniente, me admitirán como Obergefreiter entre ellos, entre los enemigos. Yo pertenezco al tipo razonable. Me importa un bledo saber quien debo pegarle una patada en el trasero. Mientras me paguen cada diez días para que pueda correrme una buena juerga, soy daltoniano y no advierto si los diversos colores políticos me van o no. Esta noche, salgo con una gachí. Su hombre está en Rusia.
»Date una vuelta por una calle elegante teniente. ¿Qué verás? ¿Tiendas en las que se vende azúcar, coles, sacos de patatas? Nada de eso. Bragas de todos los colores y medias elegantes. Tú aprietas de lo lindo en tu tanque. Te cuelgan del pecho una hermosa Cruz de Hierro. Tendrías mujeres, y en cantidad. A esa Cruz de Hierro habría que llamarla un imán de mujeres. Hay dos cosas que cuentan: la pasta, mucha pasta; o bien condecoraciones difíciles de obtener. Condecoraciones tan importantes que causen miedo a los cazadores de hombres. Daría mucho por tener una Cruz de Caballero, teniente. Cítame un solo rey que sea guapo. No podrás. Y, sin embargo, tiene cuanto desea. ¿Porque es rey? El secreto reside en la quincalla que lleva en el pecho. Todos corren tras eso. Es un imán. Vale más que una tarjeta de entrada para un burdel. Bueno, me largo.
Cerró la puerta de golpe, y se alejó por el pasillo.
El lunes por la mañana, el comandante Von Rotenhausen leyó la sentencia. Se agitó nerviosamente durante la lectura, como si tuviera necesidad de ir al retrete y le costara trabajo contenerse. Le acompañaban Stever y el Buitre, con el fusil ametrallador sobre el hombro. El comandante Rotenhausen no quería correr riesgos.
Poco antes de mediodía, un ojo atisbo durante mucho rato y con insistencia a través de la mirilla. Un ojo oscuro, parpadeante… Por espacio de unos diez minutos, el ojo permaneció pegado a la mirilla. Era la mirada hambrienta de un vampiro.
Una hora más tarde. Stever hizo su ronda.
– El carnicero en jefe te ha visto. Sus tres hachas acaban de llegar ¿Quieres verlas? Son impresionantes, relucientes y cortantes. A su lado, una navaja carece de filo. Están en la celda de paso, en unas magníficas fundas de cuero amarillo, con el águila dorada en la empuñadura. El Buitre ha intentado levantarla. Le gustaría cortarle la cabeza a alguien. Yo no pido nada. Estos asuntos traen desgracia. ¿Cómo dice el libro de Dios? «Quien golpee la cabeza a otro recibirá los mismos golpes.» Y no veo motivos para poner en duda lo que es sagrado.