El teniente Ohlsen lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. La píldora era su último triunfo. Le había dado valor. Sólo la idea de que sería él mismo quien decidiría el momento. Ahora, lamentaba amargamente no habérsela tomado mucho antes. Era un error creer en la posibilidad de ser indultado en el último momento.
– Démela -balbució-. Démela, Stever.
– De ningún modo -rehusó Stever, moviendo la cabeza-. Has de seguir el reglamento. Pero puedo proporcionarte un consuelo: todo va muy de prisa. En cuanto estás en el tajo, todo irá tan rápido que no te darás cuenta de nada -Rebuscó en sus bolsillos y sacó una carta-. Mira, aquí hay algo para ti. Pero no olvides que ya puedes estarme agradecido.
– Una carta no puede ser peligrosa -dijo el teniente Ohlsen, desalentado.
– ¿No? Pues el comandante y el Verraco opinan lo contrario. La tinta puede estar envenenada. En Munich, hubo un asunto así. Fue aquel caso de los estudiantes. Uno de los tipos estuvo a punto de estirar la pata. «Veneno», dijo el matasanos. Se estrujaron el cerebro para averiguar cómo lo había conseguido. Y luego, uno de los sabios de la Kripo pensó en las cartas que el prisionero había recibido. Enviaron toda la mierda al laboratorio, y descubrieron veneno en la tinta. Entonces, empezaron a funcionar los engranajes. Y detuvieron al que había escrito las cartas. Fue a parar al cadalso, con los demás. Desde entonces, cuando en la puerta de la celda hay un círculo rojo, las cartas están prohibidas. Pero el Obergefreiter Stever tiene buen corazón. Todos somos seres humanos. Lee la carta en mi presencia. Pero te lo advierto: si te la llevas a la boca, te pego un mamporro.
El teniente Ohlsen leyó con rapidez las pocas líneas de la carta.
Procedía de el Viejo.
Stever recuperó la carta y empezó a leerla tranquilamente.
– El Alfred de que habla tu camarada, ¿es el de la cicatriz?
El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.
– No puedo ver a ese tipo. Ni siquiera querría tenerle aquí. Algo me dice que tiene algún agravio contra mí, y, sin embargo, yo me limito a cumplir lo que se me ordena. Podrías hacerme un favor, teniente: escribe unas palabras de recomendación detrás de esta carta. Por ejemplo: «El Obergefreiter Stever es un buen sujeto que me ha cuidado bien. Hace lo que se le ordena.» Y podrías terminar, añadiendo, por ejemplo: «P. S. Es un amigo de los prisioneros.» Firma, nombre y graduación. Esto le da un tono oficial.
Stever coloco la carta ante el teniente Ohlsen y le entregó un bolígrafo.
– Demuestre primero que es amigo de los prisioneros, Stever, y escribiré.
– De acuerdo -replicó Stever, sonriendo-. ¿Qué deseas?
– La píldora.
– Estás chiflado, teniente. Si la diñas, me ponen junto a la pared.
– Usted es quien decide, Stever. Pero nunca podrá escapar de aquellos tipos. Yo, en su lugar, me pondría un cuello de acero.
Stever se estremeció.
– No me atrevo a darte la píldora, teniente. Pero que no seria mala idea largarse de aquí.
Fueron a buscar al teniente Ohlsen inmediatamente después de la cena. Recorrieron el pasillo y salieron al patio. El pastor les precedía, rezando una oración. Entraron en un tercer patio, rodeado de edificios penitenciarios. Allí se estaba al abrigo de las miradas extrañas. El cadalso era de madera burda.
Vestidos con levitas, sombreros de seda y guantes blancos, el verdugo y sus dos ayudantes esperaban en la plataforma.
El otro condenado a morir decapitado había llegado un poco antes que el teniente Ohlsen. Al pie del entarimado, estaban alineados los miembros del Consejo de Guerra y los oficiales. Un miembro del Consejo de Guerra leyó la sentencia. Nadie podía entender su murmullo. Era un hombre que sabía dominarse. Había aprendido este arte durante cinco años. Tiempo atrás, había sido un hombre culto.
El comandante de la prisión comprobó la identidad de los condenados.
El primer ayudante del verdugo se adelantó y degradó a los dos hombres, cortándoles las hombreras.
El teniente Ohlsen era el último. Su compañero de dolor ascendió la escalera. El pastor rezó por la salvación de su alma. Los dos ayudantes ataron al condenado. La tabla adquirió una posición horizontal.
El verdugo levantó el hacha. La hoja, en forma semicircular, brilló bajo el sol poniente. Con voz sonora, gritó:
– ¡Por el Führer, el Reich y la existencia del pueblo alemán!
El hacha bajó y atravesó el tendido cuello del hombre con un ruido sordo. Un breve estertor que parecía salir del cuerpo sin cabeza resonó contra los muros de la prisión. La cabeza cortada cayó en el cesto. El cuerpo se estremecía aun. Dos chorros de sangre manaban del cuello.
Los dos ayudantes del verdugo echaron hábilmente el cuerpo en uno de los ataúdes de madera de pino y colocaron la cabeza entre las piernas.
El Oberkriegsgerichtsrat, doctor Teckstadt, encendió lentamente un cigarrillo y se volvió hacia su colega, el doctor Beckmann:
– Dígase lo que se quiera de las decapitaciones, hay que reconocer que son eficaces rápidas y sencillas.
– A mí no me hacen gracia -dijo un Rittmeister, que casualmente oyó lo que se había dicho.
– Estar atado a esa tabla debe de causar una extraña sensación -dijo el doctor Beckmann.
– ¿Por qué preocuparse por eso? -preguntó sonriendo el doctor Jeckstadt-. Es algo que nunca nos ocurrirá. Nosotros somos juristas, sólo cumplimos con nuestro deber. Es justo castigar a los individuos que no quieren someterse. Todo descansa en los juristas. Sin nosotros, el mundo sería un caos.
– Tiene usted razón, querido colega -asintió el doctor Beckmann-. Las ejecuciones son necesarias, y las alemanas resultan las más humanitarias.
Antes de que el teniente Ohlsen pudiera darse perfecta cuenta de lo que le ocurría, estaba atado a la tabla. Sintió que se inclinaba hacia delante. Después, ya no sintió nada.
El verdugo se volvió hacia el grupo que hablaba en voz baja al pie del cadalso, y gritó con voz vigorosa:
– Ejecuciones realizadas de acuerdo con las sentencias de los jueces. ¡Heil Hitler!
Dos horas más tarde, el Kriminalrat Paul Bielert tenía en sus manos este documento:
Tribunal de División 56/X. Lugar del suplicio:
Guarnición Hamburgo. Prisión de la guarnición.
Prisión de la guarnición Altona.
Ejecución de la sentencia de muerte
dictada contra:
Teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen.
Presentes:
Como presidente de la ejecución: Oberkriegsgerichtsrat doctor Jackstadt. Como jefe de la oficina de castigo: SS Sturmbannführer Von Verkler.
A las 19,05 horas, han sacado al condenado de su celda, y le han atado las manos a la espalda. Dos soldados de la guardia le han conducido hasta el cadalso.
El verdugo Röttger estaba preparado con sus dos ayudantes.
También estaba presente:
El comandante de la prisión de la guarnición, comandante Von Rotenhausen.
Después de haber comprobado la identidad del reo, el presidente ha dado la orden de ejecución al verdugo. El condenado, que estaba tranquilo, se ha dejado colocar en el tajo sin ofrecer resistencia. Tras de lo cual, el verdugo ha llevado a cabo la decapitación con un hacha de mano, y ha comunicado que se había cumplido la sentencia.
El Bello Paul sonrió y estampó su sello en el documento macabro. Para él, el caso había terminado. Había vuelto a vencer. Otra sentencia de muerte que enriquecería su informe mensual al RSHA de Berlín.
En el estómago de Porta, catorce cervezas, nueve vodkas y siete absentas se disputaban el derecho de permanencia. Porta avanzó hacia la orquesta, vaciló y cayó varias veces. Se dirigió hacia el piano con muchas dificultades. Cayó tres veces al suelo y se levantó con ayuda de un músico. Con un gorgoteo, vomitó en el interior del piano.