– ¡Bueno, becerro! Si no quieres cuadrarte, tengo otros métodos. No creas que has terminado. Espera a que Iván te dispare balas trazadoras contra el trasero. Entonces, sabrás lo que se puede aguantar. Coge la pala -gruñó.
El viejo palpó en busca de la pala de Infantería y consiguió levantarla de manera reglamentaria.
– Tiro de artillería enfrente. ¡A hacer trincheras!
El recluta intentó cavar. Resultaba un espectáculo bastante cómico. A aquella velocidad, necesitaría mil años para hacer una madriguera. Durante la instrucción, el tiempo era exactamente de once minutos y medio, cronometrados desde que se sacaba la pala del estuche. ¡Y ay del que empleara un segundo más! Nosotros, veteranos del frente, todavía éramos más rápidos. Pero es verdad que habíamos excavado miles de agujeros. Se podían encontrar desde la frontera española hasta la cumbre de Elbruz, en el Cáucaso; y habíamos cavado en toda clase de tierras. Hermanito, por ejemplo, podía enterrarse en seis minutos catorce segundos, y su corpachón necesitaba un agujero profundo. Se alababa de poderlo hacer aún más de prisa, pero decía que no valía la pena porque nadie igualaba nunca su marca.
El Oberfeldwebel tocó a su víctima con la punta de una bota.
– ¿En qué estás soñando? ¿Es que piensas terminar tu agujero cuando todos estemos muertos y podridos en nuestras tumbas? Más aprisa, más aprisa.
El recluta se desvaneció. Se desvaneció así sin autorización. El Oberfeldwebel estaba muy sorprendido. Meneando la cabeza, ordenó a otros dos reclutas que se llevaran el «cadáver».
– Y a eso le llaman soldados -murmuró-. ¡Pobre Alemania!
Aquel tipo aprendería a conocerle, se prometió. Él, el Oberfeldwebel Huhn, terror de Bielefeldt. Se frotó voluptuosamente las manos. Espera, amigo mío, espera. Serás el primero que liquide en esta Compañía.
Pero el castigo había surtido efecto. Ninguno de aquellos reclutas dejaría caer nunca más su casco.
– ¡Vaya latoso! -dijo Porta, con indiferencia, mientras mordisqueaba el salchichón de cordero que había encontrado cinco días antes en el macuto de un artillero ruso.
Todos teníamos de aquellos salchichones de cordero. Salchichones de cordero del Kakastán. Salchichones duros como piedras, salados; pero eran deliciosos. Sólo éramos doce supervivientes. Las grandes pérdidas apenas nos impresionaban ya. Nos habíamos acostumbrado. Pero el bosque nos había costado caro. Regresábamos, a través de ese bosque cuando sorprendimos una batería de campaña rusa. Como de costumbre, fue el legionario el primero que les vio. Ni siquiera los pieles rojas de Cooper atacaban más silenciosamente que nosotros. Les liquidamos con nuestras kandras [1]. Cuando hubimos terminado, era como si un obús del 15 hubiese estallado entre ellos. Les caímos encima como un rayo. Estaban tostándose al sol, tranquilos y confiados. Su jefe de batería, un gordito jovial, salió de la villa, sorprendido por el estrépito.
– ¡Ah, malditos cerdos! ¡Han vuelto a atiborrarse de vodka y se están peleando! -le dijo a su segundo, un teniente.- ¡Vaya jaleo!
Fueron sus últimas palabras. Su cabeza rodó por el suelo y dos chorros de sangre brotaron de su cuello tembloroso.
Sin guerrera y vociferando, el teniente huyó hacia el bosque; pero Heide le alcanzó y le clavó su kandraen el pecho.
Cuando hubimos terminado, presentábamos un aspecto horrible.
Algunos de nosotros vomitábamos.
La sangre y las tripas apestaban espantosamente; y además había moscas. Enormes moscas azules.
A nadie le gustaba el kandra. Era demasiado escandaloso, aunque un arma excelente. No había otra que la igualara. El legionario y Barcelona Blom nos habían enseñado a utilizarla.
Nos sentamos en las cajas de municiones y en los obuses.
Aliviados y satisfechos, empezamos a comer sus salchichones de cordero, regándolos con vodka ruso.
El único que no tenía hambre era Hugo Stege. Siempre nos burlábamos de él porque había cursado estudios secundarios. Jamás profería palabrotas. Nosotros lo encontrábamos anormal. A causa de su lenguaje correcto y de sus buenos modales le teníamos por un poco chiflado. Lo peor fue cuando Hermanito descubrió que se lavaba las manos antes de comer. Nos reímos durante una hora entera y después le aconsejamos que visitara a un psiquiatra.
El Viejo contemplaba los salchichones de cordero y el vodka.
– Llevémonos todo esto, esa gente ya no lo necesitará más.
– ¡Qué hermosa muerte! -comentó con énfasis el pequeño legionario-. Ni siquiera se han dado cuenta de que les matábamos, Alá es grande. Él cuida de sus criaturas. -Pasaba cuidadosamente un dedo por el kandraafilado como una navaja-. Cuando se sabe utilizar, no hay muerte más rápida.
– En el fondo, es lástima – murmuró Stege.
Vomitó de nuevo.
– ¿Lástima? -exclamó Porta-. ¿Por qué? ¿Y si hubiera ocurrido al revés y hubiésemos sido nosotros los que hubiéramos estado roncando mientras ellos salían del bosque?
– De todos modos, es lástima.
Stege era obstinado.
– Bueno, bueno, es lástima. Pero, entonces, ¡maldita sea!, también es lástima que tengamos que arrastrarnos por este condenado bosque que nos importa un comino, ¿Acaso es culpa nuestra? Cuando te pusieron la cacerola de Hitler en la cabeza, ¿te preguntaron si te gustaba matar a la gente?
– Eso es una estupidez -protestó Stege-. En nombre del cielo, ahórranos tu filosofía.
-Camarade [2], es cierto lo que dice Porta -intervino el legionario, pasándose el cigarrillo de un lado al otro de la boca-. Estamos aquí para matar, lo mismo que un mecánico está en un garaje para reparar automóviles.
– Es lo que yo pienso -rezongó Porta.
Y sacudió las manos para ahuyentar las moscas que se elevaron de los cadáveres de los rusos.
Aquellos bichos nos exasperaban. Eran unas moscas insolentes que se te metían por los ojos y la nariz. No habían comprendido la diferencia entre un muerto y un vivo. Porta señaló a Stege con un dedo sucio.
– Te has encontrado un kandra; no vengas a contarnos que tenías intención de colgarlo de la pared, porque primero no tienes pared, y como el maíz no crece aquí, tampoco puedes utilizarlo para la cosecha. Te guste o no te guste, tenías las ideas claras cuando lo cogiste del cadáver. Lo querías para cargarte a alguien.
– ¡Cerdo! -dijo Stege entre dientes.
– Soy un soldado nazi -replicó Porta, lacónico.
– ¡Bah! -gruñó Heide, mientras secaba su ancho kandra en el pantalón.
– ¡Vaya porquería! Está mellado. Si por lo menos tuviéramos una muela, podría afilarlo. No corta bien. Somos seres humanos, ¿no? No vale la pena hacer sufrir a la gente más de lo necesario.
El Viejo se levantó y dio unas órdenes breves:
– Recoged las armas. En columna de a uno.
Hermanito y Porta no tardaron en alcanzarnos. Primero, habían querido saquear los cadáveres. Habían estado a punto de pelearse por tres dientes de oro. Porta consiguió dos. Hermanito tuvo que contentarse con uno.
El Viejo estaba furioso.
– Siento verdaderos deseos de liquidaros a los dos. Me da asco veros arrancar los dientes de oro a los cadáveres.
– No seas melindroso -replicó Porta, con ironía -. ¿Enterrarías tú un anillo de oro? ¿Prenderías fuego a un billete de mil? Supongo que no, porque, en tal caso, estarías loco de atar.
El Viejo rezongó aún otro poco. Sabía bien que en cada Compañía, tanto en la nuestra como entre las del otro lado, había «dentistas», que llevaban sus tenazas cortantes en el bolsillo. No podía evitarse.
Ahora, estábamos allí, bajo los frutales, masticando los salchichones de los artilleros muertos. Las gotas de lluvia caían rítmicamente de los árboles. Teníamos frío y estirábamos la «tela» más hacia arriba para cubrir nuestros cuerpos temblorosos. Era el objeto de múltiples usos de nuestro equipo: esclavina, tienda, cobertura de camuflaje, saco de transporte, colchón, hamaca y ataúd. Era lo primero que nos alargaban los empleados del almacén y era lo único que nos seguía hasta la tumba.