– Tú fusilar ellos, Pan Feldwebel. Orden del Führer, dice mi novio. Ellos asesinar oficial germanski. Tú no liquidar, yo contar a mi novio. SD venir, tú ser colgado. Yo dar orden, yo mujer SS.

De su bolsillo sacó un Ausweis rosa, que colocó ante las narices de el Viejo.

Sabíamos lo que era: una pequeña tarjeta de identidad cuadrada.

– Tú fusilar en seguida, Pan feldwebel. O tú ser colgado -amenazó.

– Verdaderamente, esta gachí está bien dotada -comentó Porta, riendo-. ¿A ti qué te parece, Hermanito? ¿Te gusta el género?

Hermanito hizo chasquear su lazo.

– Sí, con éste bien apretadito en el cuello.

– ¿Tienes ganas de estrangularla? -preguntó el legionario, haciendo ademanes significativos.

– ¿Que si tengo ganas? -suspiró Hermanito.

Los rusos respiraron. Sin duda, entendían lo que decíamos.

La vieja no había dejado de toser, mientras se rascaba el vientre con ayuda de un cepillo de mango largo; escupió en el suelo y avanzó un paso hacia el Viejo.

– Tovarich Comandante, esta mujer es una soplona. Antes de vuestra llegada, tenía un amigo, un teniente de la NKVD. Denunció a su propia madre por haber matado ilegalmente un cerdo. Madre llevada a Siberia. Después, ha sido amiga de un SS Al mismo tiempo que se entendía con los cosacos de Vlassov.

Escupió de nuevo en el suelo.

– Ya sabes, tovarich, policías de la SD. Esa canalla denunció a todo el mundo a aquellos tipos. Tiene una pistola escondida tras el artesonado de la cocina. Cógela, para que podamos dormir en paz. Dios te lo agradecerá y todo el pueblo encenderá una vela por ti. Llévate su bastardo y devuélveselo a Hitler.

– ¿Dónde está tu pistola? -le preguntó el Viejo a la muchacha.

– Tengo derecho a tenerla -exclamó ésta, fuera de sí-. Estoy bajo la protección de la SS.

Antes de que pudiéramos rechistar, Hermanito le colocó el lazo alrededor del cuello. El rostro de la joven se volvió violáceo.

– ¡Bravo, soldado, estrangúlala! -gritaron los rusos.

El bebé lloró de una manera que destrozaba el alma; como si comprendiera la amenaza que se Cernía sobre su madre.

Hermanito rió, diabólico.

– Nuestro Feldwebel te ha preguntado dónde tenías el cacharro. Canta, pajarito.

El Viejo se lanzó sobre Hermanito y le golpeó furiosamente las manos con el cañón de su metralleta.

– Deja a esta muchacha o te derribo.

Hermanito aflojó el lazo y se volvió hacia el Viejo, como alguien que no entiende nada.

– ¡Pero si es una soplona: ¿Por qué no he de tener derecho a estrangularla? Si no lo hago yo lo harán los otros… Podrías darme este gusto

– ¡Retírate! -gritó el Viejo, mientras quitaba el seguro de su metralleta.

Todos se apartaron de Hermanito. Tanto los rusos como; nosotros estábamos convencidos de que el Viejo iba a disparar.

Hermanito se guardó el lazo y apartó a la muchacha.

– Cuando esta guerra haya terminado, trataré de ser miembro de una sociedad parlamentaria, donde se tenga derecho a discutir razonablemente. Es muy fatigosa esta manía de meterte una metralleta ante las narices por un quítame allá esas pajas.

– ¿Dónde está tu pistola? -le preguntó el Viejo a la muchacha.

– Aquí -contestó Porta desde la cocina. Enarbolaba una «PPD/38»-. No era difícil de encontrar; pero, de todos modos, es un juguete algo pesado para un gorrión como tú.

Enseñó dos cargadores suplementarios, o sea, tres veces setenta y una píldoras.

– ¿Está cargada con balas dun-dun? -preguntó el Viejo, incrédulo.

– Sí -repuso Porta, riendo.

Y sacó hábilmente una bala de un cargador y la lanzó contra la pared.

El proyectil estalló con ruido seco.

– Explosivo -comentó Barcelona-. Una joven de armas tomar. Con todos mis respetos.

El Viejo frunció el ceño.

– Llevaos la metralleta. Nos vamos. Si quieres salvar la vida, pequeña, desaparece. Pero a toda prisa. Si volvemos a encontrarte, dejaré libertad de acción a Hermanito.

– No tenéis derecho a quitarme mi arma -gritó la muchacha-. Me quejaré a las SS.

Dio media vuelta y se marchó.

Hermanito se frotó la nuez y lanzó una mirada hambrienta a la chica.

– Tal vez la próxima vez, pajarito.

– ¡No pueden dejarme aquí! -vociferó ella, histérica.

Pero ya habíamos desaparecido en la oscuridad.

– Ahorradme los detalles -dijo el Viejo, para cortar la conversación.

– Sin embargo, eres tú quien la ha condenado – replicó Barcelona.

– Se ha condenado ella misma -contestó secamente el Viejo.

– Tienes razón. Nadie tiene derecho a colocarse al margen de la comunidad.

Los cuervos protestaron con indignación cuando los ahuyentamos de los cadáveres. Porta disparó contra ellos. Los pajarracos se posaron en los árboles y empezaron a injuriarnos. Uno de ellos se había enredado las patas con unas tripas.

Heide lo mató con el cuchillo.

Habíamos arrancado todos los cadáveres para formar un gran montón en el interior de la cabaña.

Al ver esto, el teniente Ohlsen se puso a blasfemar. Exigió que los colocáramos el uno al lado del otro.

– Hay personas especialmente sensibles - le dijo Heide a Barcelona.

Los ordenamos, uno junto al otro, pero los oficiales que estaban en pijama en sus camas, con el cuello colgado, se quedaron allí En el suelo, la sangre formaba grandes manchas oscuras.

Las moscas zumbaban.

Los rusos habían llegado como los rayos en un cielo azul.

– Trabajo de gran precisión -admiró Hermanito.

En la radio resonó tina voz acariciadora:

– Liebhng, sollen wir traung oder glúcklith sein?

Lo regamos todo con gasolina Los oficiales muertos de la guarnición tuvieron derecho a una dosis especial.

Cuando hubimos terminado, Barcelona y yo lanzamos granadas al interior de la cabaña.

Algunos cadáveres se incorporaron a medias, como en el crematorio.

En el otro lado, los rusos cantaron con roces embriagadas:

Jesli sawta wojna

jesli sawtra pochod,

jesli wraschaja syla nahrina,

jak odyn tscbolowek.

«Cuando mañana llegue la guerra…», cantaban.

El Viejo miró en su dirección, detrás de las colinas, al otro lado del joven bosque.

– Ahí tienen su guerra, que tanto les gusta cantar.

COMPAÑÍA EN MISIÓN ESPECIAL

Alcanzamos a la Compañía en un bosque de abetos. El teniente Ohlsen estaba muy descontento por nuestra larga ausencia.

Los días siguientes participamos en varios combates desesperados con unidades rusas aisladas. En total, nos costó una docena de hombres. Nos habíamos convertido en expertos de aquella forma de guerra: la guerrilla.

A medida que transcurría el tiempo, el teniente estaba cada vez más nervioso. No teníamos la menos idea del lugar donde estaba el regimiento. Hubiésemos debido localizarlo mucho tiempo atrás.

Llevábamos con nosotros a seis prisioneros: un teniente y cinco soldados de Infantería. El teniente hablaba correctamente el alemán. Andaba delante de la Compañía, con el teniente Ohlsen. Ambos habían olvidado que eran enemigos.

Dos de los prisioneros llevaban la olla que contenía la bebida. Era de madrugada y bajábamos de la meseta. El sol nos iluminaba el rostro. Por eso no descubrimos la casita hasta llegar junto a ella. Un chalet de montaña, con una galería exterior. Dos soldados de Infantería montaban guardia ante la puerta.

Salieron dos oficiales. Uno de ellos, comandante, llevaba un monóculo que lanzaba destellos. Saludó, condescendiente, a nuestro jefe.