– El pastor aún no ha venido -murmuró el teniente Ohlsen-. No puede ocurrir nada antes de que me visite.
– No temas. Ya vendrá. Con los prusianos, el orden está asegurado. No somos tan inhumanos como para enviar a alguien al cielo sin haberle preparado antes el camino. Pero aún no se ha presentado. Siempre telefonea antes, y después hay que esperar unas dos horas. Por el momento, presta servicio en una Compañía de Comunicaciones. Durante la guerra, los pastores y los cirujanos tienen siempre mucho trabajo. En tiempos de paz, no son tan importantes.
Por la noche, se oyó un grito. Un grito largo y profundo que despertó a toda la guarnición. Los centinelas blasfemaron y gritaron.
No tardó en llegar el Verraco. Se oyó ruido de voces. El grito cesó y la horrible tranquilidad esperada volvió a reinar en la cárcel.
El pastor compareció el martes, a las diez y media de la mañana. Era un hombrecillo abatido, con grandes ojos azules y boca temblorosa. Su nariz goteaba sin cesar, y se la secaba con la manga de su sotana. Trajo un altar plegable que montó con ayuda del teniente Ohlsen. De un maletín estropeado sacó una figurita de Jesús, hecha de cartón pintado. La corona de espinas se había roto, pero el pastor reparó el desperfecto con un poco de saliva. Había también dos ramos de flores artificiales, envueltas en papel de seda. Se había olvidado su Biblia, y tuvo que pedir prestada la del teniente Ohlsen, que estaba en la celda.
Cuando todo estuvo colocado, presentaba un aspecto amable. El Verraco pegó el rostro a la mirilla. En voz baja, iba comunicándole a Stever cuanto ocurría en el interior.
– Ahora le da las galletas y la bebida -informó el Verraco-. No entiendo cómo lo autorizan. En el reglamento 4 la prisión, página 216, apartado 3.°, está escrito que el consumo de bebidas alcohólicas queda prohibido, y ahí se están atizando un buen trago. ¡Lo que hay que ver! Oye, Stever, ya empieza. El viejo le bendice. Levanta las zarpas tan hacia arriba que casi toca el techo.
Oyeron, tenuemente, cómo el pastor murmuraba algo, ElVerraco se echó a reír.
– ¡Diantre! No me sorprendería que un ángel atravesara las paredes. -Pegó una palma en su voluminosa pistolera-, Si ocurriera, vive Dios que sabría recibirle. Yo, el Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt, no toleraré ningún atentado a mi prisión. El ángel de Dios aprendería a conocerme.
– Es comprensible, Herr Stabsfeldwebel -creyó oportuno decir Stever.
El Verraco se excitó hasta lo indecible.
– Dios, ángel o lo que sea, si sigue un camino que no sea reglamentario, si no lleva un permiso firmado por el juez, tendrá que vérselas conmigo. En mis dominios reinan la disciplina y el orden. Esto no tiene nada que ver con el caos del paraíso. Obergefreiter, ahora se arrodillan. ¡Válgame Dios, esto sí que es un espectáculo!
Durante tres segundos, cedió a Stever su puesto en la mirilla. Éste suspiraba de placer. Era una maravillosa administración del sacramento, de las que no se ven todos los días.
El Verraco le empujó lentamente, y recuperó su localidad de primera fila.
– Bueno, ya ha terminado. Ahora están sentados en la cama cogidos de la mano. El viejo lloriquea. Extraños héroes…
– ¿Por qué llora el guerrero del cielo? -preguntó Stever-. No es a él a quien van a afeitar.
El Verraco se encogió de hombros. No sabía muy bien lo que debía contestar; pero después de reflexionar un poco llegó a la evidente conclusión de que había que demostrar pena cuando se era pastor y se consolaba a alguien que iba a ser ejecutado.
El Verraco dio unos pasos por el corredor. Después, señaló con el pulgar la puerta cerrada de la celda.
– Esto nunca nos ocurrirá a nosotros dos, puedes estar tranquilo -aseguró.
Stever guardó silencio. La idea de ponerse en contacto con la Gestapo seguía dándole vueltas al cerebro. Miró pensativamente el cuello de el Verraco y estuvo de acuerdo consigo mismo en que, verdaderamente, haría falta un buen golpe para separar aquella cabeza de aquel cuello de toro. Jamás había visto un cuello tan grueso. ¡Resultaba increíble que la prisión pudiera convertir a alguien en un ser tan repugnante y gordo!
– ¿Qué mira con esos ojos? -preguntó el Verraco.
– El cuello de Herr Stabsfeldwebel -repuso Stever.
El Verraco se tocó el cuello.
– ¿Mi cuello? -murmuró, pensativo-. ¿Qué le ocurre a mi cuello?
– Es grueso, Herr Stabsfeldwebel.
– En efecto, Stever. Es un cuello de suboficial. No resulta fácil cortarlo.
– El hacha está muy afilada, Herr Stabsfeld.
– ¡Diantre! ¿Qué le ocurre a usted, Stever? ¿Tiene miedo? ¡Menudas ideítas se le ocurren! ¿No convendría que fuera a ver al psiquiatra? -Estuvo a punto de hacerse un nudo en la lengua al pronunciar la «p»-. Pensaba que algún día sería usted Unteroffizier, pero con esos pensamientos enfermizos, no es posible. ¿No estará borracho, Stever? En tal caso, le perdono. Debiera saber que jamás se ejecuta a un Stabsfeldwebel. Constituyen la columna vertebral de la sociedad, ¡diantre! Si los Stabsfeldwebel nos declaráramos en huelga, menudo lío se organizaría. Todo se derrumbaría como un castillo de naipes: Adolph, Hermann, Heinrich, Joseph, podrían echarse al suelo y golpearse la cabeza contra el pavimento. No lo olvide nunca. -El Verraco pegó una fuerte patada con el pie derecho, y miró a Stever-. ¿Entendido, Obergefreiter?
– Entendido, Herr Stabsfeldwebel -respondió Stever, al tiempo que pensaba: «Todavía no lo sabes todo, maldito cerdo. Seré más que Unteroffizier. No tardará en llegar el día en que sea yo quien mande, mientras tú saltas para perder la grasa.»
El Verraco regresó ruidosamente a su cubil, muy satisfecho de sí mismo.
Durante el paseo de la tarde, Stever y Braum registraron los calabozos. Braum se ocupó de los del lado derecho del pasillo, y Stever de los de la izquierda. Hicieron varios descubrimientos.
En el calabozo 21, el de un coronel condenado a muerte, Braum encontró una rebanada de pan negro oculta bajo el colchón. En la celda 34, Stever confiscó una colilla de dos centímetros. En la de al lado, un pedazo de lápiz. Lo colocaron todo en un gran sobre azul. Stever estaba encantado. Era su trabajo preferido. Una especie de juego del escondite. Luego, los prisioneros serían castigados de acuerdo con el rito especial de el Verraco.
Stever terminaba de registrar el último calabozo cuando un silbido anunció la vuelta de los presos.
El teniente Ohlsen se detuvo un momento, sorprendido ante la puerta de su calabozo, y contempló el espantoso desorden que había ocasionado Stever. Después, se precipitó hacia el colchón y buscó febrilmente. Sollozaba.
La puerta se abrió sin ruido y Stever entró. Sostenía entre dos dedos una pequeña píldora amarilla.
– ¿No estarás buscando esto, por casualidad? -preguntó sonriendo con los dientes apretados.
El teniente Ohlsen avanzó unos pasos. El bastón de Stever silbó en el aire y le alcanzó en una rodilla. Ohlsen profirió un grito de dolor.
– Un prisionero ha de cuadrarse cuando un guardián entre su celda -le recordó Stever, siempre sonriente-. Si no lo hace, tenemos derecho a utilizar el bastón. Para eso lo llevamos. He de reconocer que lo habías calculado bien. Tragarte esta porquería un momento antes de la operación. ¿Cómo tienes tupé para hacer una cosa así? ¡Con las molestias que nos tomamos, y querer engañarnos! Pero te has equivocado en lo que a mí respecta, teniente. Hacía mucho que sospechaba que tenías algún truco. Estabas demasiado tranquilo. Tengo mucha experiencia en esas cosas. ¿Te das cuenta de los problemas que hubiera tenido si llegas a tragarte esta píldora? Hay quien cree que Stever no ve nada, pero tengo un radar hasta en trasero. Evito las complicaciones. Me sé de memoria el reglamento. Me sé de memoria todos los HDV. Para eso me enseñaron a leer en la escuela. Podrían utilizarme como HDV viviente en las bibliotecas. Siempre pido una orden escrita cuando ocurre algo que se aparta de lo corriente. Si un día vienen a decirme; «Stever, ha cometido usted un asesinato», me reiré en sus narices, y les enseñaré la orden escrita, y les diré: «Os equivocáis. A quien debéis ahorcar es a quien ha firmado este papel. Yo no soy más que un esclavo que se ciñe al reglamento. Y este reglamento no lo he hecho yo.» Ahora, tengo tu píldora, teniente, y me veo obligado a guardarla; de lo contrario, me espera el Consejo de Guerra. Quieren ver sangre, sea como sea, pero te aseguro que no será la mía. De modo que haremos como si nunca hubieses tenido la píldora. Causaría demasiadas complicaciones. Se la daré al gato gris. Anoche, cuando quise acariciarle, me arañó. Siento curiosidad por saber cómo funciona.