Además de muy bebedor cuando bebía (pasaba periodos abstemios), era un gran devorador de libros y había sido muy putero en su juventud. Aunque recurría a ellas, las putas le desagradaban, y tal vez por eso prefería imaginar, cuando le escribía a su mujer, Nora, escenas que quizá tuvieron su correspondiente en la realidad pese a lo teatral de las figuraciones. Al fin y al cabo, Joyce había dicho una vez que «anhelaba copular con un alma». Hace ya bastantes años se hicieron célebres estas cartas obscenas, en las que su autor solía prometérselas muy felices para cuando Nora y él volvieran a encontrarse (él estaba en Dublín, ella en Trieste, donde vivían habitualmente), y en las que incluso hallaba momentánea felicidad, ya que al final de más de una confiesa haberse corrido (son sus palabras) mientras le escribía cochinadas: sin duda uno de los pocos escritores que han logrado con su pluma gratificaciones tan intensas. James Joyce, a juzgar por esa correspondencia, deseaba que su mujer engordara para que lo golpeara, lo dominara y hubiera más excesos, tenía ideas muy precisas sobre el tipo de ropa interior que ella debía llevar (un poco manchada siempre, la preferencia era invariable) y mostraba abierta predilección por las capacidades aéreas o aun depositivas de la que había conocido como Nora Barnacle: en suma, era un coprófilo. Pero de tales cartas no es esto lo más chillón, sino el espíritu inquisitivo con que interrogaba a Nora sobre su pasado y sobre su presente, a fin de nutrir sus libros. El tipo de interrogatorio recuerda, más que nada, al de los curas católicos en el confesionario, como se ve en este extracto: «Cuando aquella persona... te metió la mano o las manos bajo las faldas, ¿te acarició sólo por fuera o te metió el dedo o dedos? Si lo hizo, ¿llegaron lo bastante arriba para tocarte esa pequeña polla al final de tu coño? ¿Te tocó por detrás? ¿Estuvo mucho rato acariciándote y te corriste? ¿Te pidió que le tocaras a él? ¿Lo hiciste? Si no le tocaste, ¿se corrió él contra ti y tú lo notaste?». O en este otro: «Esta noche... he estado tratando de imaginarte masturbándote el coño en el retrete. ¿Cómo lo haces? ¿De pie contra la pared acariciándote bajo la ropa o te sientas en el hueco con las faldas levantadas y la mano a toda máquina por la abertura de tus bragas? ¿Te entran ganas de cagar? Me pregunto cómo harás. ¿Te corres mientras cagas o te masturbas hasta el final primero y cagas luego?». No se puede negar que Joyce era un hombre puntilloso y con amor al detalle.

James Joyce sufrió varias desgracias en su vida, pero por lo general no mostraba sus sentimientos. Cinco de sus nueve hermanos (él era el mayor) no superaron la infancia, y su modo de reaccionar ante alguna de esas muertes hizo que hasta su madre lo considerara insensible. Cuando su hija Lucía tuvo que ser internada en hospitales psiquiátricos, Joyce, en cambio, se volcó lleno de solicitud y nunca perdió la esperanza de su recuperación. Le escribía numerosas cartas. Según su hermano Stanislaus, sin embargo, para James Joyce «la infelicidad era como un vicio». Era frío y distante excepto con los muy cercanos, pero cuando a la muerte de su madre descubrió un paquete de cartas que le había escrito su padre antes de casarse, se pasó una tarde entera leyéndolas «con tan poca compunción como un médico o un abogado... hacen preguntas». Cuando terminó, Stanislaus le preguntó: «¿Y bien?». «Nada», respondió James Joyce secamente y con algo de desprecio. Nada, pensó Stanislaus, para el joven poeta con una misión, pero evidentemente algo para la mujer que las había guardado durante todos aquellos años de dejadez y miseria. Stanislaus las quemó, sin leerlas él.

James Joyce tenía la costumbre de suspirar. Otra madre, la de su mujer Nora, se la observó y le dijo que así se destrozaría el corazón.

Pero Joyce no murió con el corazón deshecho por ninguna infelicidad, sino a causa de una úlcera perforada, en un hospital de Zürich, el 13 de enero de 1941 casi con cincuenta y nueve años. Lo enterraron dos días más tarde, tras una breve ceremonia, en el cementerio de esa ciudad.

Su propia mujer, Nora Barnacle, que no se dignó leer su Ulises, lo definió una vez. Dijo: «Es un fanático».

Giuseppe Tomasi di Lampedusa en clase

Lo más triste de la más bien triste historia de Giuseppe Tomasi di Lampedusa es la publicación de su única y mundialmente célebre novela El gatopardo, porque puede decirse que es lo único extraordinario que le ocurrió en su vida, y en realidad le ocurrió en su muerte, dieciséis meses después de que dejara el mundo. Por eso es uno de los pocos escritores que nunca se sintió escritor ni vivió como tal, y lo fue todavía menos que otros que tampoco lograron publicar nada en vida porque él ni siquiera lo intentó hasta casi el final de sus días. Por no intentar, ni siquiera hasta entonces intentó escribir.

Fue más bien un lector, insaciable y obsesivo. Las pocas personas que lo trataron de cerca se quedaban asombradas de sus exhaustivos conocimientos de literatura e historia, materias de las que poseía sendas bibliotecas descomunales. No sólo había leído a todos los autores importantes o imprescindibles, sino también a los segundones y a los mediocres, que, sobre todo en novela, consideraba tan necesarios como los grandes: «También hay que saber aburrirse», decía, y leía, con interés y paciencia, la literatura mala. La compra de libros era casi su único gasto o su único lujo, aunque las posibilidades que ofrecía Palermo en este aspecto a un hombre que sabía inglés, francés, alemán y ruso (más español en el último año de su vida) eran desesperadamente limitadas. Con todo, en la desocupada existencia de señorín de provincias que llevaba, todas las mañanas había al menos un par de horas dedicadas a la inspección de librerías, principalmente la llamada Flaccovio, que visitó a diario durante diez años. La verdad es que las mañanas de Lampedusa debían de parecer a sus conciudadanos las mañanas del perfecto ocioso, lo que sin duda eran. Mientras Licy, su mujer psicoanalista y letona, recuperaba en la cama las horas que por su propio gusto dedicaba al trabajo de madrugada, Lampedusa se levantaba temprano y se llegaba a pie hasta una pastelería en la que desayunaba durante largo rato y leía: en una ocasión no se movió durante cuatro horas, las que le llevó una gruesa novela de Balzac, de cabo a rabo. Luego hacía su demorado recorrido por las librerías, para pasar después a un segundo café en el que se sentaba pero no se mezclaba con algunos conocidos de inquietudes semiintelectuales. Allí escuchaba («las estupideces») y apenas hablaba, para regresar en autobús tras sus tremendas sentadas y sus débiles caminatas. Se lo recuerda siempre trasladándose pesadamente, con aire distinguidísimo y descuidados andares, la mirada despierta y en la mano una bolsa de piel cargadísima de libros y de dulces y pastas con los que debía sobrevivir hasta la noche, ya que en su casa no se celebraba el almuerzo. Esa famosa bolsa la acarreaba con naturalidad, no importándole en absoluto que junto a los tomos de Proust asomaran golosinas o incluso calabacines. Al parecer, la bolsa albergaba siempre más libros de los necesarios, como si se tratara del equipaje de un lector que sale de largo viaje y teme quedarse sin lectura durante su ausencia. No faltaba nunca alguna obra de Shakespeare, según su mujer porque «podía consolarle si veía algo desagradable» en sus trayectos.

Tan encendido era el aprecio de Lampedusa por los libros que hasta los usaba como cajas fuertes: tenía por costumbre arrojar entre las páginas de diferentes volúmenes pequeñas cantidades de dinero, para luego olvidar, obligadamente, en cuáles se hallaban aquellos billetes. Por eso decía a veces que su biblioteca contenía dos tesoros.

El dinero, como puede suponerse, no constituyó nunca una preocupación para él, pero no tanto porque fuera muy rico cuanto por su falta de ambiciones. Bien es verdad que era lo bastante adinerado para no deber trabajar en toda su vida, pero una herencia repartida y las crisis del siglo hicieron de él un noble absolutamente venido a menos. Sus costumbres eran modestas: librerías aparte, consistían en ir mucho al cine y comer de vez en cuando en algún restaurante; ni siquiera viajaba, aunque lo había hecho con cierta frecuencia en su juventud. Anotaba en su agenda las películas que veía (dos o tres a la semana), junto con un adjetivo: cuando vio 20.000 leguas de viaje submarino, el elegido fue spettacolare.