La Baronesa, con todo, proporcionaba también, a su no-amante y a sus amigos, maravillosos ratos de placer y embeleso y trance. En una ocasión, y en medio de una velada dichosa, se levantó y salió de la habitación. Regresó al poco con un revólver, lo alzó y apuntó con él al poeta durante largo rato. Este no se inmutó, según sus propias palabras, porque en aquel estado de felicidad la muerte no habría importado. Quizá no esté de más añadir que el poeta Björnvig no logró publicar nada durante los cuatro años de su arrebato.

Isak Dinesen decía no tener muy buena vista, pero era capaz de distinguir tréboles de cuatro hojas por el campo a una distancia inconcebible, y de ver la luna nueva cuando ésta era aún invisible. Cuando la descubría, tenía por costumbre saludarla con tres reverencias, y aseguraba que había que discernirla sin cristal de por medio, pues eso traía mala suerte. Tocaba el piano y la flauta, preferentemente Schubert con el primero y Haendel con la segunda, y al atardecer rememoraba con frecuencia poemas de Heine, su favorito, y a veces de Goethe, a quien detestaba pero recitaba. A Dostoyevski lo aborrecía, aunque lo admiraba, y era incondicional de Shakespeare. De Heine citaba a menudo estos versos: «Quisiste ser feliz, infinitamente feliz o infinitamente desdichado, corazón orgulloso, y ahora eres desdichado».

Sus ojos rodeados de khôl estaban llenos de secretos, según cuantos los miraron: nunca parpadeaban ni se apartaban de lo que estuvieran mirando. El padre de Isak Dinesen se había suicidado cuando ella tenía diez años, y ella había contado cuentos desde la infancia. Su hermana menor le imploraba a veces al acostarse con sueño: «¡Oh, Tania, esta noche no!» En su vejez, en cambio, sus anfitriones o sus invitados le rogaban que contara alguna historia. Ella se prestaba a veces, como quien hace un regalo. Todos los jueves cenaba con un niño al que había comprado un traje apropiado para la ocasión; era el hijo de su cocinera, a quien una noche había sorprendido escondido, acechante, espiándola mientras ella cenaba a solas. Gustaba de provocar, pero suave e irónicamente, como cuando ponía objeciones a la democracia absoluta, temiendo por la suerte de las élites: «Ya saben, debería haber siempre unos pocos versados en los clásicos». Decía gobernarse en su vida por las reglas de la tragedia clásica, y según ellas habría educado a los hijos que nunca tuvo.

Al final pasaba varios meses al año en una clínica, y el resto, como siempre, en Rungstedlund, donde murió quedamente, tras haber escuchado a Brahms durante la tarde, el 7 de septiembre de 1962. Fumó sin parar hasta el fin de sus días, que dejó a la edad de setenta y siete años, y fue enterrada al pie de un haya que ella misma había escogido, junto a la costa de Rungsted. Según Lawrence Durrell, habría lanzado una mirada amable e irónica a quien se hubiera atrevido a llorar su muerte. «En realidad tengo tres mil años y he cenado con Sócrates.»

Isak Dinesen hizo suyas estas palabras: «En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver».

James Joyce en sus gestos

La gente solía decir de James Joyce que parecía triste y cansado, y él mismo se describió en una ocasión como «un hombre celoso, solitario, insatisfecho y orgulloso». Claro que esta descripción la hizo en privado, en una carta a su mujer Nora Barnacle, a quien confiaba cosas mucho más íntimas y atrevidas que a ninguna otra persona. No por ello, sin embargo, puede colegirse que no hiciera la descripción también para la posteridad, a la que confiaba cosas aún más atrevidas.

Ya de joven era un hombre algo pomposo y pagado de sí mismo, concentrado en lo que escribiría y en su temprano (luego perenne) odio a Irlanda y a los irlandeses. Cuando aún no había escrito más que algunos poemas, le preguntó a su hermano Stanislaus: «¿No te parece que existe cierta semejanza entre el misterio de la Misa y lo que yo estoy intentando hacer? Quiero decir que en mis poesías estoy intentando darle a la gente una suerte de placer intelectual o goce espiritual al convertir el pan cotidiano en algo que posea una permanente vida artística propia... para su elevación mental, moral y espiritual». Quizá cuando fue menos joven sus comparaciones fueron menos eucarísticas y más pudorosas, pero siempre estuvo convencido de la importancia extrema de su obra, incluso cuando aún no existía. James Joyce parece uno de esos casos de artistas que prodigan tanto el gesto de la genialidad que acaban por persuadir a sus contemporáneos y a varias generaciones más de que en efecto son y han sido genios sin vuelta de hoja ni remisión. En consonancia con ese gesto, era famoso porque le traía sin cuidado que le leyeran o no, y por supuesto las opiniones; sin embargo, cuando apareció su Ulises, tras grandes dificultades para su publicación, hizo cuanto estuvo en su mano para difundirlo, y hasta se le vio más de una vez empaquetando el ejemplar comprado en la célebre librería Shakespeare & Co., gracias a cuyos sello e imprenta se había editado por fin el libro inmortal. También se sabe que permanecía alerta a la espera de alguna mención o crítica en la prensa, y que escribió cumplidas notas de agradecimiento a cuantos se ocuparon de la novela. Cuando salió Finnegans Wakemucho después y tuvo una fría acogida, se sintió herido y descontento, y así pasó los últimos dos años de su vida, lo cual no es una manera agradable de pasarlos, sobre todo si son los últimos.

Pero a cambio gozó, durante casi todos sus demás años, de un respeto y una admiración que pocos autores logran antes de su muerte. Durante los que pasó en París era incluso reverenciado y temido, y nadie contravenía sus deseos ni sus costumbres, por ejemplo la de cenar todas las noches en el mismo sitio y a las nueve en punto, o la de no probar el vino blanco, por bueno que fuera. Al parecer, un oftalmólogo le había asegurado que esa clase de vino era muy perjudicial para la vista, y Joyce cuidaba mucho de sus delicados ojos. Amenazado de glaucoma, hubo de someterse a once operaciones a lo largo de su vida, y esa es la razón por la que algunas fotográficas lo muestran con un llamativo y abultado parche en el ojo izquierdo, y quizá por eso vio Djuna Barnes en ellos «la misma palidez de las plantas ocultas al sol durante mucho tiempo». El parche, así pues, no lo llevaba por hacerse notar: a Joyce le bastaba con su actitud genial, y no necesitaba disfrazarse de cazador ni correr los sanfermines. Al contrario, era todo menos un extravagante, y en una cena o reunión social resultaba una angustia quedar sentado a su lado, al menos para quien fuera sólo moderadamente hablador, ya que en tales circunstancias Joyce no se dignaba abrir la boca, sino que esperaba que se lo entretuviera con cháchara mientras él guardaba silencio, un silencio «cómodo pero absoluto» en palabras de Ford Madox Ford. Sus compañeros de mesa se esforzaban por encontrar temas que pudieran interesarle, pero Mr Joyce (todos menos Djuna Barnes le llamaban así) sólo contestaba «Sí» o «No». A diferencia de los personajes de sus novelas, charlatanes interiores, el autor era taciturno y despectivo siempre, al menos en sociedad.

En privado, a solas, era muy distinto aunque no menos altivo. Pero se emborrachaba hasta bien entrada la madrugada y se mostraba más amable y daba más charla, si bien con demasiada frecuencia proponía asuntos teológicos que no interesaban a nadie o se ponía a recitar, en sonoro italiano, largas tiradas de Dante como un sacerdote ante la grey. En una ocasión, estando en la Brasserie Lutétia, su compañero de mesa dijo haber visto una rata corriendo escaleras abajo, y la reacción de Joyce no fue muy serena. «¿Dónde, dónde?», preguntó alarmado. «Eso trae mala suerte.» Joyce tenía infinitas supersticiones, y un segundo después de pronunciar estas palabras se desmayó de terror. También temía mucho a los perros, desde que en la infancia le había mordido malamente un terrier irlandés. Pero a lo que tenía más pánico era a las tormentas, tanto en su niñez como en su edad adulta, aunque en ésta lo disimulaba más. De niño no le bastaba con cerrar ventanas, correr cortinas y bajar persianas, sino que acababa encerrado en un armario. De adulto, dicen las malas lenguas que se tapaba los oídos y se comportaba como un cobarde; las buenas lo niegan, y sólo admiten que si la tormenta le pillaba en la calle, se retorcía las manos, daba gritos y echaba a correr.