Es bien sabido que cuando cedió, en parte por dinero y en parte por indiferencia, primero hubo de escribir un nuevo caso de Holmes sin resucitarlo, esto es, dejando bien claro que lo relatado era algo acontecido antes de su extinción en Reichenbach, y que más adelante hubo de volverlo a la vida, explicando que en realidad el detective no había caído al agua. Pero durante mucho tiempo se resistió. No le apiadó que los jóvenes londinenses pasearan con crespones negros en sus sombreros en señal de luto por Holmes. Y en cambio lo reafirmó el indignante comentario de una tal Lady Blank: «Se me partió el corazón con la muerte de Holmes; disfrutaba tanto con los libros que él escribía...». En más de una ocasión sufrió Conan Doyle este tipo de confusiones o malevolencias: durante su campaña para la elección al Parlamento, la gente interrumpía sus discursos llamándole Mr Sherlock Holmes y haciéndole absurdas preguntas no políticas, sino criminales; cuando fue nombrado Sir tras mucha resistencia por su parte, recibió numerosas cartas felicitándole por haberse convertido en Sir Sherlock Holmes. Podría pensarse que le molestaba que lo confundieran, pero no era eso, y en todo caso lo que le molestaba era que no lo confundieran bastante, es decir, que mucha gente viera en él más a un Doctor Watson que a un Sherlock. Era consciente de que su físico contribuía a que lo emparentaran más con el cronista: Conan Doyle era alto y robusto, de cara ancha y nariz más bien chata, sin asomo de patillas y con ojos pequeños, con largos bigotes que en alguna época llevó puntiagudos y engominados; no era aquilino ni esbelto, y no bastaba con que fumara en pipa y tuviera sobre su mesa lupas de varios tamaños: no daba el tipo, y en cierto modo se le suponía incapaz de las hazañas de su criatura. Sin embargo no era esta cuestión la causa de su antipatía o desapego por el personaje, sino lo que escribió a su madre, o esto otro: «...creo que si nunca hubiera tocado a Holmes, quien ha tendido a oscurecer mi obra más alta, en la actualidad mi posición literaria sería más dominante». Lo que de verdad importaba al creador de una de las mayores maravillas de la historia de la literatura eran las novelas históricas (esa su «obra más alta») que escribía con gran esfuerzo y minuciosa documentación y sin tanto éxito. De Holmes también le cansaba que su personaje no admitiera «ni luz ni sombra»: lo veía como a una máquina calculadora, a la que no podía añadirse nada a riesgo de debilitar el «efecto», y para Conan Doyle el «efecto» lo era todo en la prosa.

Su autor predilecto era Poe, y R L Stevenson entre sus contemporáneos. Aunque nunca lo conoció, sí se carteó con él y sintió su muerte como la de un íntimo amigo. No se llevó mal con James ni con Oscar Wilde, y con Kipling tuvo amistad. Arthur Conan Doyle estaba convencido de su propia importancia, lo cual es una manera agradable de ir por la vida para quien logre creer tal cosa. Cuando se declaró la Guerra de los Boers, incitó a los deportistas a combatir, y, siendo él uno de los más completos, se ofreció en seguida como voluntario. Ante el estupor de su madre, dio la siguiente explicación: «Siento que quizá soy la persona con mayor influencia sobre los jóvenes ingleses, sobre todo los jóvenes deportistas, exceptuando a Kipling. Siendo esto así, es importante que yo les dé ejemplo». Lamentablemente, fue considerado demasiado viejo para luchar, y sólo pudo ir a la guerra en su condición de médico. Tenía unos cuarenta años y estaba muy enamorado por aquel entonces.

Arthur Conan Doyle murió el 7 de julio de 1930, a los setenta y un años, rodeado de su familia, con una mano en la de su mujer, Jean Leckie, y la otra en la de su hijo Adrián. Los miró a todos, uno por uno, pero no pudo decir nada. Mucho tiempo antes había dicho que el secreto de su éxito era que nunca había forzado una historia. Parece que aquel día tampoco forzó una frase.

Robert Louis Stevenson entre criminales

Quizá porque murió prematuramente o porque pasó toda su vida enfermo, quizá por sus viajes exóticos que en la época resultaban heroicos, quizá porque se lo empieza a leer de niño, lo cierto es que la figura de Robert Louis Stevenson se aparece casi siempre teñida de caballerosidad y angelical pureza, hasta el punto de producir empalago en cuanto se cargan un poco las tintas.

Es indudable que Stevenson era caballeroso, pero no a ultranza, o digamos que lo era de la manera justa: no hay auténtico caballero que no se haya comportado como un rufián al menos una vez en la vida. La vez de Stevenson pudo tener lugar en las cercanías de Monterrey, California, cuando sin querer prendió fuego a un bosque. Se había declarado ya un incendio en otra zona, y se extendía tan rápidamente que Stevenson, con curiosidad científica, se preguntó si la causa sería el musgo que adorna y cubre los bosques californianos. Para averiguarlo, no se le ocurrió otra cosa que aplicar una cerilla a un trozo, pero sin tener la precaución de arrancar antes del árbol el trozo de su experimento. En un instante el árbol se convirtió en una tea, con lo que sin duda Stevenson dio por concluida la prueba, y además satisfactoriamente. Pero su comportamiento poco caballeroso vino después: no muy lejos oyó los gritos de los hombres que combatían el fuego original, y comprendió que no le cabía hacer sino una cosa, a saber: huir del lugar antes de ser descubierto. Al parecer corrió como nunca lo había hecho en la vida y como sólo corren los hombres sabios y los cobardes.

Había ido hasta California para socorrer a la que habría de ser su esposa, Fanny van de Grift Osbourne, una americana diez años mayor que él, casada con un señor Osbourne que no le hacía caso ni la trataba con consideración, madre de dos hijos y a la que había conocido antes en Europa. Aunque no se sabe en qué términos, ella lo instó a visitarla, y Stevenson, sin decir una palabra a sus padres (era hijo mimado y único), se embarcó en Edimburgo y luego, desde Nueva York, recorrió el país entero en míseros trenes para emigrantes. La aventura le supuso un empeoramiento general de su siempre débil salud, ya que desde niño había padecido toses y hemorragias debidas a una mal diagnosticada tuberculosis, que le obligaban a pasar las noches en vela y lo tuvieron más de una vez al borde de la muerte. Sus relaciones iniciales con Fanny van de Grift son bastante oscuras, ya que después de tan largo viaje Stevenson no se quedó con ella, sino que, tras ayudarla en lo que quiera que fuese que debiera ayudarla, se marchó solo a un rancho de cabras, y no fue sino hasta más tarde, y en frío por así decirlo, cuando contrajeron matrimonio. A partir de entonces ella se convirtió no sólo en una muy conspicua y aun ubicua esposa, sino también en su enfermera y aya. Stevenson dijo en una ocasión que de haber sabido que viviría como un inválido no se habría casado. Dijo asimismo: «Una vez casado, a uno ya no le queda nada, ni siquiera el suicidio, sino ser bueno». Y añadió otra vez: «No era mi felicidad lo que me interesaba cuando me casé, fue una especie de matrimonio in extremis; y si estoy donde estoy, es gracias a los cuidados de esa dama que se casó conmigo cuando yo no era más que una complicación de tos y huesos, mucho más adecuado para emblema de la mortalidad que para novio». A su mujer, sin embargo, no parecía molestarle tanto esa «complicación»; o es más, le sirvió para sentirse útil, orgullosa y sacar algún provecho. La verdad es que, a excepción de Henry James, que siempre fue muy respetuoso con ella, los demás amigos de Stevenson la detestaban, ya que Fanny, con el pretexto de que todo era nocivo para la salud de Louis, se dedicaba a organizarle en exceso la vida y a apartarle de esos amigos, cuya compañía de vino, tabaco, canciones y charla consideraba peligrosa.

Aunque Stevenson le fue muy leal y la defendió con decisión cuando ella empezó a hacer sus ejercicios literarios y un amigo la acusó de plagio, no debió de resultarle fácil aceptar estas imposiciones, a juzgar por lo mucho que al final de su vida, ya en los Mares del Sur, se quejó en carta a James por no poder probar el vino y el tabaco (ante una vida sin ellos, dijo, no cabe sino «aullar, y dar patadas, y salir huyendo»). Y pese a su lealtad, una vez se permitió comentar una foto de su mujer en la que, admitía, Fanny había abandonado la categoría de «preciosidad» para ingresar en la de «pálidas, penetrantes e interesantes». A decir verdad, si uno mira esa y otras fotos desde un siglo después, se observa que Fanny van de Grift iba siempre vestida con una especie de saco y tenía un rostro tirando a antipático, autoritario, huraño y aun avinagrado.