Pero quizá, más aún que del tabaco y el vino, a Stevenson debió costarle prescindir de los amigos si tenemos en cuenta que antes de su matrimonio había llevado una vida francamente bohemia e incluso pandillera. Aparte de sus viajes varios, las más de las veces efectuados según el patrón de los vagabundos, y de su aspecto e indumentaria, tan desastrados que en América hizo huir a transeúntes que lo confundían con un pordiosero, Stevenson tuvo numerosas amistades que sus adinerados y estrictos padres habrían desaconsejado. Si se piensa en Long John Silver y en Mr Hyde, en el señor de Ballantrae y en el ladrón de cadáveres, no hay por qué sorprenderse de que su creador tuviera una moral ambigua, si no en lo referente a sus propios actos, sí al menos como espectador y oyente. El Mal le interesó siempre mucho, y no rehuía ciertas compañías por lo que éstas hubieran hecho.

Él mismo, siendo niño, y junto a fuertes sentimientos religiosos que le hacían perorar de noche, solo en su cama, sobre la Caída del Hombre y la Furia de Satanás, se había tomado el mayor interés en cometer actos ingenuamente «pecaminosos», un interés, según confesó, como no había vuelto a poner en ninguna otra cosa durante su edad adulta. Ya casi en ella tuvo a bien frecuentar prostitutas, a las que quería y defendió mucho, y participar en concursos de blasfemias de los que solía salir triunfante, y practicó lo que él mismo bautizó como Jink, consistente en «hacer los más absurdos actos por mor de su propio absurdo y de las risas consiguientes». Pero todo esto no era nada al lado de las fechorías de algunos de sus amigos: durante un tiempo acompañó a un satírico, la lengua más vitriólica que había pisado su Edimburgo natal, quien le ayudó a ver el aspecto negativo de todas las personas, todas las ideas y todas las cosas; aquel satírico inagotable era, al parecer, condescendiente hasta con Dios, a quien desdeñaba por la pésima concepción de uno o dos de los mandamientos; despachaba a San Pablo con un epigrama y hundía a Shakespeare valiéndose de una antítesis. Más graves eran, con todo, los delitos de su amigo Chantrelle, feliz solamente cuando estaba bebido. Era un francés que había abandonado Francia por asesinato; luego Inglaterra, por asesinato; y desde que se hallaba en Edimburgo, más de cuatro y cinco personas habían sido víctimas de «sus pequeñas cenas y su plato favorito de queso fundido y opio». El asesino Chantrelle era hombre, sin embargo, de inquietudes literarias, dispuesto a traducir a Molière de viva voz y de corrido. Según Stevenson, podría haber triunfado en esa profesión o en cualquier otra, deshonesta u honrada. Pero al parecer siempre abandonaba sus planes y volvía al «más simple proyecto» de matar a otros. Al final fue condenado, y sólo entonces supo Stevenson de sus hazañas. Es de suponer que hay que creerle y que, de haber estado él enterado, no lo habría tratado tanto, pero en todo caso la experiencia pareció dejarle una cierta tolerancia para con los crímenes más abyectos; de otro modo no se explica su comentario en una carta sobre el jefe Ko-o-amua, con el que se llevó muy bien en su exilio polinesio: «... gran caníbal en su día, ya se iba comiendo a sus enemigos mientras volvía andando a casa tras haberlos matado; y sin embargo es un perfecto caballero y excepcionalmente afable e ingenuo; ningún tonto, por lo demás».

Los últimos años de su vida, pasados en los Mares del Sur, provocaban la irritación de uno de sus mejores amigos positivos o al menos no delictivos, Henry James, quien en numerosas cartas le pedía que volviera a Europa para hacerle compañía y se dejara de necedades. Tras haber revocado Stevenson el anuncio de un regreso en 1890, James lo acusó de haber tenido un comportamiento cuyo único paralelo en la historia lo ofrecían «sus más famosas coquetas y cortesanas. Eres la Cleopatra varón o la Pompadour bucanera del Piélago, la Libertina errante del Pacífico». Lo cierto es que, aparte de sentirse mejor de salud gracias al clima, aguantar a su mujer, a su madre, a sus hijastros y demás séquito con el que siempre viajaba, y recibir por parte de los nativos nombres idiotas como Ona, Teriitera y Tusitala, poco más puede contarse de su estancia en las islas, la parte más anodina de su existencia. Echaba mucho de menos Edimburgo hacia el final de su vida, y sabía que nunca regresaría.

La figura de Stevenson es muy huidiza, como si su carácter no se hubiera definido del todo o fuera tan contradictorio como el de sus personajes ya mencionados. Era muy generoso, y se privó de comodidades, sobre todo a partir del éxito de La isla del tesoro, por enviar dinero a sus amigos más necesitados, que a veces resultaban serlo menos y no lo comunicaban. Este fue uno de sus más famosos proverbios: «Corazón Grande fue engañado. "Muy bien", dijo Corazón Grande». Tenía mucho sentido de la dignidad, pero también podía ser jactancioso e impertinente. En una ocasión, hablando del talento emergente de Kipling, le escribió a James: «Kipling es, con diferencia, el joven más prometedor aparecido desde que —ejem— aparecí yo». Y en otra misiva, todavía al principio de su amistad, exigió a James, siete años más viejo, que en la siguiente reedición de su novela Roderick Hudsontachara los adjetivos «inmenso» y «tremendo» de dos páginas concretas. Los dos se admiraban enormemente, y James consideraba a Stevenson uno de sus escasos interlocutores en el campo de la teoría. Pero casi nadie se molesta en leer los ensayos de Stevenson, que se cuentan entre los más penetrantes y vivos del pasado siglo. Cuando aún vivía en Bournemouth, tenía un sillón que nadie ocupaba porque era «el sillón de James»; y éste le echó en verdad de menos cuando se fue para no volver. En 1888 le escribió: «Te has convertido en un hermoso mito, una especie de antinatural, desasosegante e insepulto mort».

Robert Louis Stevenson se convirtió en un muerto natural, sosegado y sepulto el 3 de diciembre de 1894, en su isla, Samoa. Al atardecer abandonó el trabajo y jugó una partida de cartas con su mujer. Luego bajó a la bodega por una botella de borgoña para la cena. Salió al porche con Fanny, y allí, de pronto, se llevó las dos manos a la cabeza y gritó: «¿Qué es eso?». Y a continuación preguntó rápidamente: «¿Tengo un aspecto raro?». Al tiempo que decía esto cayó de rodillas al lado de Fanny, víctima de un derrame cerebral. Inconsciente, lo llevaron hasta su cama, pero ya no recobró el sentido. Tenía cuarenta y cuatro años.

Al escribir acerca de Stevenson se debe acabar con su «Réquiem», que había compuesto muchos años antes y está inscrito en su tumba en lo alto del Monte Vaea, en Samoa, a cuatro mil metros de altura:

«Bajo el inmenso y estrellado cielo,

cavad mi fosa y dejadme yacer.

Alegre he vivido y alegre muero,

pero al caer quiero haceros un ruego.

Que pongáis sobre mi tumba este verso:

Aquí yace donde quiso yacer;

de vuelta del mar está el marinero,

de vuelta del monte está el cazador».

Ivan Turgneniev en su tristeza

El pesimismo de las novelas y cuentos de Ivan Turgneniev, que algunos de sus colegas llegaron a reprocharle, debió de ser el tributo mínimo y menos dañino de cuantos pudo pagar a un entorno familiar ominoso, por no decir resueltamente malvado. Su acaudalada y célebre madre, Varvara Petrovna, era de una crueldad, mezquindad y barbarie sólo superadas por las de su propia madre, la abuela de Ivan, de quien éste relataba el siguiente episodio: aquejada de parálisis ya en la vejez, se pasaba la mayor parte del tiempo inmóvil en un sillón. Un día se enfadó enormemente con un muchacho, el siervo que la atendía, y en medio de su acaloramiento cogió un leño y le golpeó en la cabeza con tal fuerza que el chico quedó inconsciente en el suelo. Esta visión resultó tan desagradable a la anciana que atrajo al muchacho hasta sí, le colocó la sangrante cabeza en el sillón que ella ocupaba, le puso un almohadón encima y, sentándose sobre él, lo asfixió, es de suponer que para que dejara de perturbarla con su improcedente chorro de sangre.