Es de temer que Thomas Mann, lejos del humor y la ironía que le atribuían algunos de sus lectores y conocidos, estaba siempre aquejado de melancolía, indolencia, ataques de nervios, pánico y torturas psicológicas de variada índole, entre las que ocupaba un lugar destacado la irritación. A excepción de Proust (pero tan de otro modo), nadie como él explotó la asociación entre enfermedad y artisticidad, y en ese sentido puede decirse que desde siempre fue un anticuado, ya que dicho vínculo tenía al menos un siglo de vida cuando él publicó su primera novela, Los Buddenbrooken 1901. Lo curioso del caso es que sus males y sus angustias eran de lo más estable: no lo abandonaban en ninguno de los lugares en que se vio obligado a vivir, exiliado de Alemania desde antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, aunque después del Nobel, que recibió en 1929 con mucha naturalidad. Lo que hace a su figura más noble es, a la postre, su inequívoca oposición al nazismo, desde el principio y hasta el final, aun cuando sus ideas políticas o apolíticas no fueran nunca muy claras ni quizá muy recomendables: lo que le parecía más deseable, en oposición tanto al fascismo como al liberalismo, era una «dictadura ilustrada», expresión en la que el adjetivo es demasiado vago y connotativo como para que no sea el sustantivo lo que prevalezca en todo caso.

Lo malo de Thomas Mann es que creía no tomarse en serio, cuando si algo salta a la vista, tanto en sus novelas como en sus ensayos como en sus cartas como en sus diarios, es que se hallaba plenamente convencido de su inmortalidad. En una ocasión, para restarle méritos a su Muerte en Venecia, que un norteamericano le alababa hasta el sonrojo, no se le ocurrió otra cosa que rebajarlos diciendo: «Después de todo, yo era todavía un principiante cuando lo escribí. Un principiante de genio, pero un principiante al fin y al cabo». Una vez que ya no lo era, se consideraba capaz de los mayores logros, y en una carta al crítico Carl Maria Weber le hablaba con desparpajo de «la grandiosa historia que algún día puedo escribir, después de todo». Es conocida su admiración por el Quijote, ya que aprovechó su lectura a bordo del vapor Volendam, que lo llevaba a Nueva York, para redactar un tomito, Traves í a mar í tima con Don Quijote. Sin embargo, el sobrio y magistral desenlace de la obra de Cervantes no sólo le decepcionó, sino que lo juzgó mejorable: «El final de la novela es más bien lánguido, no lo suficientemente conmovedor; yo pienso hacerlo mejor con Jacob». Se refería, claro está, al Jacob de su tetralogía Jos é y sus hermanos, que en España sólo ha sido capaz de leerse entera el paciente (y rencoroso por ello) Juan Benet. Sorprende que Mann opinara que las grandes obras eran resultado de intenciones modestas, que la ambición no debía estar al principio ni anteceder a la obra, que debía estar unida a ésta y no al yo de su creador. «No hay nada más falso que la ambición abstracta y previa, la ambición en sí e independiente de la obra, la pálida ambición del yo. El que es así se comporta como un águila enferma», escribió. A la vista de sus propias ambiciones, tanto expresas como inexpresas, habría que concluir que la enfermedad que padecía el águila Mann no era otra que la ceguera. Al hablar de la muerte de un antiguo compañero de colegio, apostilló: «Inmortalizado por mí en La monta ñ a m á gica». No cabe duda de que tenía ambiciones y se tomaba en serio quien anotaba con seriedad en su diario un día de 1935: «Carta en francés de un joven escritor de Santiago de Chile, informándome de mi influencia sobre la joven literatura chilena». No puedo evitar llamar la atención sobre tres palabras: la primera es «informándome», la segunda es «influencia», la tercera es «chilena».

Thomas Mann tenía un porte solemne, sobre todo de espaldas, según los que lo trataron. De frente, la nariz, las cejas y las orejas (todas ellas picudas) le daban cierto aire de duende, reñido acaso con la solemnidad. Era vehemente en sus intervenciones públicas, hasta el punto de que en una ocasión se le pasó el tiempo durante una lectura radiofónica de su obra y no tuvo más remedio que interrumpirse en mitad de una frase y pedir disculpas. Su procedencia altoburguesa se manifestaba a veces en sus querellas con el servicio: «Ataque de rabia contra la criada Josefa»; «Cocinera desleal, criada sorda»; «Las nuevas criadas parecen servir para algo»; «Todos los criados amenazan de nuevo con marcharse. Náuseas y odio me produce esa canalla indigna», son algunos de los apasionados apuntes que al respecto pueden leerse en sus ocultos diarios.

Sus dos hermanas se suicidaron, como también su hijo Klaus, novelista más modesto y olvidado que él. Padeció mucho, por tanto, aunque en la muerte de su hermana Carla el dolor por la pérdida se mezcló con su reprobación por que se quitara la vida en la casa de la madre y no en otro sitio más adecuado. Padeció también el exilio y el salvaje odio de sus compatriotas, se hizo ciudadano checoslovaco y norteamericano, pero tuvo la satisfacción del más absoluto éxito literario a lo largo de su vida entera, lo cual pudo compensarle. Murió el 12 de agosto de 1955 en Zürich, a la edad de ochenta años, víctima de una trombosis. No hubo ironías en la hora de su muerte. Su familia tuvo el detalle de enterrarlo con una sortija de la que estaba muy orgulloso y nunca se separaba. La piedra era verde, pero no era una esmeralda.

Vladimir Nabokov en éxtasis

Es muy probable que Vladimir Nabokov no tuviera más manías y antipatías que cualquier otro colega escritor suyo, pero sin duda lo parece porque se atrevía a reconocerlas, proclamarlas y fomentarlas continuamente. Eso le valió una cierta fama misantrópica, como no podía por menos de sucederle en un país tan convencido de su rectitud y tolerancia como el que lo adoptó durante los años cruciales de su vida literaria: en Estados Unidos, sobre todo en Nueva Inglaterra, no está muy bien visto que los extranjeros tengan opiniones contundentes, menos aún que las expresen con desenvoltura. «Ese viejo desagradable» es un comentario que se repite entre quienes trataron a Nabokov superficialmente.

En esa región del país pasó Nabokov bastantes años, siempre como profesor de literatura. Primero enseñó en Wellesley College, una de las escasas universidades exclusivamente femeninas que en el mundo quedan, una reliquia apreciable. Se trata de un lugar idílico, dominado por el hermoso Lago Waban y el otoño perenne de sus inmensos árboles cambiantes poblados de ardillas. Aunque hay algunos profesores varones, por el campus no se ven más que mujeres, la mayoría muy jóvenes ( alumnaeson llamadas) y de familias conservadoras, exigentes y adineradas (también son llamadas princesas). Allí existe la vana ilusión de que Nabokov debió de inspirarse algo en aquellas multitudes cuasiadolescentes con faldas (aunque mucho shortya se llevaba) para su más famosa creación, Lolita; pero según él mismo explicó en numerosas ocasiones, el germen de esa obra maestra se encontraba ya en un relato de su época europea, El hechicero, todavía escrito en ruso. Sus más largos años de docencia los dedicó a Cornell University, que es mixta pero no más sabia, y al parecer Nabokov nunca tuvo una vocación muy fuerte, es decir, se tomaba demasiadas molestias y sufrimientos para dar sus clases, que siempre redactaba y leía luego pausadamente con el texto sobre un atril y como para sus adentros. Una de sus muchas manías era la llamada Literatura de Ideas, así como la Alegoría, por lo que sus lecciones sobre el Ulisesde Joyce, La metamorfosisde Kafka, Anna Kareninao Jekyll & Hydeversaban principal y respectivamente sobre el plano exacto de la ciudad de Dublín, el exacto tipo de insecto en que se transformó Gregor Samsa, la exacta disposición de los vagones del tren nocturno Moscú-San Petersburgo hacia 1870 y la visualización exacta de la fachada y el interior de la mansión del Doctor Jekyll. Según aquel profesor, la única manera de hallar placer en la lectura de esas novelas pasaba por tener una idea muy precisa de tales cosas.