La compenetración de Rilke con los animales es bien conocida para cualquiera que haya leído la tan extraordinaria octava de sus Eleg í as de Duino. Probablemente en contacto con los perros dio el poeta lo mejor de sí mismo, siendo notable lo que vio en una perrita preñada y fea de Córdoba con la que compartió un azucarillo de su café y «celebramos en cierto modo la misa juntos». Ella le había solicitado una mirada, y, según Rilke, «en la suya se reflejaba toda esa verdad que trasciende más allá de lo individual, para dirigirse, yo no sé bien a dónde, hacia el porvenir, o hacia lo incomprensible». En cambio se sentía incómodo con los niños, aunque ellos lo adoraban. En cuanto a sus colegas escritores, es muy probable que su exagerado trato con las señoras no le dejara tiempo para alternar con ellos, aunque conoció levemente a algunos y durante una estancia en Venecia compartió con Gabriele d'Anmmzio un valet oportunamente llamado Dante. Al poeta de la voluptuosidad, sin embargo, no llegó a conocerlo personalmente. Rainer María Rilke, que antes se había llamado sólo Rene Rilke y a quien su amiga Taxis llamaría Doctor Seraphico, se pasó toda la vida aquejado de males tanto físicos como psíquicos mientras esperaba a la lírica. Sus allegadas no recuerdan haberlo visto casi nunca sin algún padecimiento o tormento, y él mismo no se recataba de mencionarlos en sus abundantes cartas y diarios: sus «desgracias constantes» le impedían «trabajar seriamente» allí donde se encontrara, y eso pese a estar siempre dispuesto a sacrificar la vida por el trabajo (el trabajo lírico, bien entendido). Valga un ejemplo: cuando se hallaba alojado en el fastuoso castillo de Berg am Irchel, en el cantón de Zürich, el ruido lejano de una serrería eléctrica al otro lado del parque le dificultaba la concentración y la concepción de sus versos. Según es sabido, la composición de las Eleg í as de Duinole llevó diez años, de los cuales la mayoría fueron sólo de espera. Cuando había suerte oía voces, como aquel día de enero en que, en medio del fragor de una tormenta, escuchó una que lo llamaba, una voz muy cercana que le decía al oído estas hoy famosas palabras: «¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los órdenes angélicos...?». Se quedó inmóvil, atendiendo a la voz del Dios. A continuación sacó su pequeño cuaderno lírico que llevaba siempre consigo, anotó estos versos y otros pocos que en seguida se formaron como involuntariamente. Luego, a la tarde, la primera elegía estaba acabada, pero al poco el Dios se calló, y durante diez años, con pequeños y provechosos intervalos parlanchines, sufrió cruelmente ese silencio, esperando. Habría que preguntarse, con todo, cuánto habría de verdad en esta legendaria espera del poeta Rilke que tan en vilo tenía a todas sus amigas aristocráticas, ya que André Gide, que lo trató poco pero en tiempos no muy feminizados, se acordaba de haberle oído contar que la mayoría de sus versos le salían de golpe y de corrido sin que después necesitaran apenas retoques. Le había mostrado el cuadernillo lírico, con bastantes poemas «improvisados en un banco del Jardín del Luxemburgo», sin una sola tachadura.

Como buen poeta, Rilke comulgaba mucho, no sólo con los animales sino con los astros, la tierra, los árboles, los dioses, los monumentos, los cuadros, los héroes, los minerales, los muertos (sobre todo con las muertas jóvenes y enamoradas), algo menos con sus vivos semejantes. El hecho de que un personaje tan sensible y comulgante resultara ser el más grande poeta del siglo (de eso hay escasa duda) ha traído consecuencias nefastas para la mayoría de los líricos que después de él han sido, quienes siguen comulgando indiscriminadamente con cuanto se les ofrece, con resultados, sin embargo, menos excepcionales y con grave menoscabo de sus personalidades. Dicho sea esto de paso.

Rilke era bajo y enclenque, feo al primer golpe de vista (luego menos), con una cabeza alargada y puntiaguda, gran nariz, labios muy sinuosos que acentuaban el mentón un poco fugitivo y su hoyuelo muy hondo, ojos hermosos y enormes, ojos de mujer con un brillo de infantil malicia, según la descripción de la Princesa Taxis. Es innegable que su compañía debía de resultar muy grata, al menos para esta clase de damas, que fueron quienes más se la beneficiaron. Pasó muchos apuros económicos, lo cual no le impidió ser crítico y selectivo hasta con la comida: seguía dietas vegetarianas y detestaba el pescado, que jamás probaba. No se sabe muy bien qué le gustaba, tanto en lo relativo a comidas como a otras cosas, a excepción de la letra j y, que escribía en cuanto podía, y amén, claro está, de los viajes y las mujeres. Confesaba que no podía hablar más que con ellas, que sólo a ellas comprendía y sólo con ellas estaba a gusto. Debía de ser, sin embargo, durante no mucho tiempo. «Qué quiere usted», dijo una vez su amigo Kassner para explicarle a la amiga Taxis una fuga de Rilke de la que se habían enterado; «todas esas mujeres acaban siempre por aburrirle...».

Rainer María Rilke murió de leucemia tras larga agonía en un hospital de Valmont, en Suiza, el 29 de diciembre de 1926, a la edad de cincuenta y un años. Cuatro días después fue enterrado en Raron, bajo el epitafio que con anterioridad había compuesto y elegido: «Rosa, contradicción pura, placer / de no ser sueño de nadie entre tantos / párpados». También la lápida lírica, quizá eran sólo tres versos los que estuvo esperando tanto.

Malcolm Lowry en la calamidad

Cuando Malcolm Lowry tuvo problemas durante su segunda estancia en México, en 1946, y en su intento por no ser expulsado del país preguntó al subjefe de Migración de Acapulco qué había contra él de su anterior visita en 1938, el funcionario sacó una ficha, la golpeó con un dedo y le contestó: «Borracho, borracho, borracho. He aquí su vida». La frase es tan brutal como exacta, aunque tal vez, en labios más compasivos, la palabra adecuada habría sido «calamidad», pues parece como si en efecto Lowry hubiera sido el escritor más calamitoso de la historia entera de la literatura, lo cual tendría indudable mérito habida cuenta de la tan nutrida competencia en ese campo.

La mayoría de las fotos que se conservan de Lowry lo muestran en traje de baño o con pantalones cortos, con el torso desnudo siempre —un torso como un huso, no gordo pero un poco abombado—. Parte de la explicación a esa costumbre podría encontrarse en sus numerosas estancias en lugares tropicales o bien de playa y en su extremada afición a la natación. Pero también es verdad que no debía de tenerle demasiado aprecio a su ropa: no mucho después de casarse por segunda vez perdió un dinero vital tras apostarlo mal a los caballos, y el remordimiento lo llevó a desaparecer en medio de la calle en un descuido de Margerie Bonner, su mujer. Cuando por fin ésta, al cabo de horas de vagar por Vancouver en su busca, dio con él en una casa de putas, lo encontró tirado en una cama sucia y en calzoncillos. La falta de ropa no era debida, sin embargo, a lo que podría pensarse en un primer momento dada la índole del local, sino a que Lowry la había vendido para procurarse una botella de ginebra que ya había casi vaciado para cuando Margerie lo encontró. También en ocasiones más dramáticas perdió todas sus ropas, por ejemplo en los varios incendios de cabañas o casas en las que habitaba. De uno de esos fuegos salvó milagrosamente Margerie el original de Bajo el volc á n. Hay que decir que de haber ardido quizá no habría resultado demasiado grave, ya que eso era algo a lo que Lowry estaba más que acostumbrado, a perder originales o a que se los extraviaran, y por tanto a reescribir sus libros una y otra vez. Los borradores de esa novela son incontables, tanto por culpa de los editores, que se la rechazaban y le exigían que la revisara siempre una vez más, como de su propia insatisfacción. Diez u once años estuvo con ese texto, que por fin vio la luz (y con considerable éxito) tras negarse Lowry a los penúltimos cambios que sus editores le recomendaban. De no haberse negado en esa oportunidad, quién sabe si la novela por la que ha pasado a la historia no habría sido también póstuma, como casi toda su escasa obra.