Madame du Deffand detestaba la artificialidad, aunque vista desde nuestros días su supuesta naturalidad, hay que pensar que en su círculo había, cuando menos, una distorsión de lo natural. Llevaba una vida un poco desordenada de horarios: se levantaba hacia las cinco de la tarde, a las seis recibía a sus invitados para cenar, que podían ser seis o siete o bien veinte o treinta según los días; la cena y la charla duraban hasta las dos, pero como ella no soportaba irse a la cama, era capaz de quedarse hasta las siete jugando a los dados con Charles Fox, y eso que el juego no le gustaba y por entonces tenía setenta y tres años. Si nadie aguantaba en su compañía, levantaba al cochero para que la llevara a pasear por los bulevares vacíos. Bien es verdad que su aversión al lecho se debía en gran parte al insomnio feroz que sufrió siempre: a veces esperaba hasta la matinal llegada de quien le leía, escuchaba unos pasajes de algún volumen y por fin conciliaba el sueño. Siempre le gustó gustar, pero no hasta el punto de callar ante los idiotas: en una ocasión famosa un cardenal se asombraba de que San Dionisio Aeropagita, tras su martirio, hubiera caminado con su cortada cabeza bajo el brazo desde Montmartre hasta la iglesia de su nombre, una distancia de nueve kilómetros que lo dejaba sin habla. «¡Ah, señor!», le interrumpió Madame, «en esa situación, sólo el primer paso cuesta.» Del embajador de Nápoles escribió: «Pierdo tres cuartos de lo que dice, pero como dice mucho, se puede soportar esa pérdida». Lo malo es que casi todo el mundo le parecía idiota, y no se excluía: «Ayer tuve doce personas, y admiré la diferencia de clases y matices de la imbecilidad: éramos todos perfectamente imbéciles, pero cada uno a su modo». O bien algo filantrópico: «Encuentro a todo el mundo detestable». O bien una optimista y confiada opinión: «Se está rodeado de armas y de enemigos, y los que llamamos amigos son aquellos por los que no se teme ser asesinado, pero que dejarían hacer a los asesinos». O bien algo más general: «Todas las condiciones, todas las especies me parecen igualmente desgraciadas, desde el ángel hasta la ostra; lo molesto es haber nacido...». O bien algo más personal: «Jamás estoy contenta conmigo misma... me odio a muerte».

Sus gustos literarios eran también impacientes: adoraba a Montaigne y a Racine, toleraba a Corneille; detestaba el Quijotey no pudo leer una historia de Malta que le recomendó Walpole porque mencionaba las Cruzadas, que la sacaban de quicio; le gustaban Fielding y Richardson, se apasionó por O teloy Macbeth, pero Coriolanole pareció «falto de sentido común», Julio César de mal gusto y El rey Lear un horror infernal que ennegrecía el alma. No soportaba a los jóvenes.

Siguió cenando en sociedad hasta el fin de sus días, que llegó lentamente el 23 de septiembre de 1780, dos fechas antes de su cumpleaños. Así que pese a todo vivió como había querido: el momento central de la jornada, había dicho, era la cena, «uno de los cuatro fines del hombre; he olvidado los otros tres».

En su última carta a Walpole se había despedido de él: «Divertios, amigo mío, lo más que podáis; no os aflijáis en modo alguno por mi estado; nos habíamos casi perdido el uno para el otro; jamás habíamos de volver a vernos; lamentaréis mi marcha, porque gusta y contenta saberse amado». Da la impresión de que nada, y menos su propia muerte, hubiese sorprendido nunca a Madame du Deffand. Quizá no era sólo una broma cuando le escribió a Voltaire: «Enviadme, señor, algunas chucherías, pero nada sobre los profetas: tengo por acaecido cuanto han predicho».

Rudyard Kipling sin bromas

Pese a lo muchísimo que viajó, la figura de Rudyard Kipling se asemeja a la de un recluso o un ermitaño. Nació en la India, trabajó como periodista, muy joven alcanzó la fama, visitó el Japón, Canadá, Estados Unidos, Brasil, Ceilán, Sudáfrica (por mencionar sólo lugares distantes), y sin embargo la impresión que transmite su personalidad es la de un individuo recatado y huraño, ensimismado y desdichado sin causa. Uno de sus poemas se tituló «Himno al dolor físico», y su alabanza se fundamentaba en la capacidad de ese dolor para borrar y anular el remordimiento, la pena y otras miserias del espíritu. El hombre parecía hablar con conocimiento de causa, por lo que cabe deducir que estaba desesperado. En otro de sus poemas, titulado «Los inicios», lo que se puede leer es una apología del odio, y por mucho que las circunstancias de la Gran Guerra contribuyan a explicarlos, los siguientes versos no dejan de producir cierto escalofrío: «No se predicó a la masa, / ni lo enseñó el Estado. / Nadie lo pronunció en voz alta, / cuando empezaron a odiar los ingleses». El propio Kipling reconoció en una ocasión que era perfectamente capaz del odio personalizado y lento para olvidar, lo cual no quiere decir, por suerte, que llevara a la práctica sus aborrecimientos, esto es, que se dedicara a maquinar venganzas: más bien, en armonía con el resto de su personalidad, rumiaba sus aversiones y las alimentaba sólo en su reconcentrado pecho.

La verdad es que se le conocieron pocas amistades, tanto entre sus colegas escritores como entre laicos. Quizá su mejor amigo fue Wolcott Balestier, un americano que murió demasiado joven para que se cumpliera aquí el adagio de Wilde: «La amistad es mucho más trágica que el amor: dura más tiempo». Sin embargo Balestier le dejó en herencia un libro que escribieron en colaboración, El Naulahka, y el amor precisamente, en la forma de su hermana Caroline o Carrie, que se convirtió en la señora Kipling. No parece que este matrimonio, con el encantador cuñado ya muerto, fuera muy celebrado ni demasiado alegre, al menos en sus comienzos (el resto pertenece al misterio de los reclusos). Henry James, otro de los escasos amigos de Kipling y veintidós años mayor que él, fue el encargado de entregar a la novia durante la ceremonia, pero su informe posterior al respecto da a entender que actuó con bastante reluctancia, por emplear un anglicismo: «Era la hermana del pobre Wolcott Balestier, y es una personita dura, devota, capaz y sin carácter, con la que no entiendo en absoluto que él se haya casado. Es una unión cuyo futuro no pronostico, aunque la entregué en el altar: una espantosa y pequeña boda, con la sola asistencia de cuatro hombres, la madre y la hermana de la novia postradas con gripe». Más enigmático y preocupante resulta el comentario del padre de Kipling: «Carrie Balestier», dijo, «era un buen hombre demasiado consentido». James no era caritativo, y tras haber saludado a Kipling en sus inicios como a «un hombre de genio (lo cual es muy distinto de un hombre de "fina inteligencia")», luego se sintió defraudado y lo criticó públicamente y por escrito. Pese a todo no dejó de mantener cierta amistad, tanto con él como con la personita dura, si bien no exenta la amistad de ironía ni de un punto de crueldad: no sólo se burlaba de la casi senil pasión de los Kipling por los vehículos motorizados que entonces eran seminovedad, sino que le daba enorme pereza tratarlos. Un día de julio de 1908 James se hallaba muy fastidiado por haber aceptado una invitación del matrimonio a almorzar. Llovía, no le apetecía ir y no esperaba que su anfitrión enviara el envidiado coche a buscarlo. Pero Kipling lo hizo, aumentando así el fastidio de Henry James, que aunque no se mojó, se quedó sin escapatoria.

Más auténtica y menos forzada pareció su amistad con un tercer escritor, Rider Haggard, el autor de Las minas del rey Salom ó n, quizá propiciada por la coincidencia métrica de sus dos extravagantes nombres; el de pila de Kipling era el de un lago junto al que se habían conocido sus padres, y su apellido algo escandinavo traía a la memoria inevitablemente al vikingo; en cuanto a Haggard, de nombre Henry, sus dos apellidos quieren decir literalmente «Jinete Ojeroso», o no sé si peor, «Jinete Macilento». Sus visitas eran ansiadas en el hogar de los Kipling, sobre todo por los hijos, que le seguían «como sabuesos» para que les contara «más historias de Sudáfrica» (niños insaciables, dicho sea de paso, ya que siendo la ocupación favorita de su propio padre la de relatar cuentos a los niños, aún exigían más al señor Macilento). Pero ambos escritores descubrieron «por accidente» (palabras de Kipling) que cada uno podía trabajar cómodamente en la compañía del otro, de modo que a partir de entonces se visitaban con sus folios bajo el brazo, e incluso tramaban relatos juntos. Parece peligroso que de un mismo cuarto salieran tantas aventuras crueles y exóticas.