Una de esas historias, «El hombre que iba a ser rey», era al parecer el cuento favorito tanto de Faulkner como de Proust, lo cual bastaría para que su responsable hubiera pasado, si no necesariamente a la historia de la literatura, sí a la de los lectores y los escritores. Pero además de eso, y mucho antes, sus libros de relatos habían sido devorados primero en su India natal y luego en el resto del mundo de habla inglesa e incluso no inglesa. Su popularidad era tan inmensa que cuando en 1898 enfermó de pulmonía al poco de arribar a Nueva York y se temió por su vida, las masas se congregaban a la puerta de su hotel para recibir el parte, como si hubiera sido un padre de la patria. Se recuperó, no así en cambio su hija mayor Josephine, que a los seis años dijo adiós a la vida sin que las masas en realidad lo sintieran más que por persona paterna interpuesta. Muchos años después Kipling perdió en el frente a su hijo John, que acababa de ser reclutado con dieciocho años. Pasaron dos desde que se informó de que había sido herido y había desaparecido en Loos (pero Kipling lo dio ya por perdido) hasta que se supieron las valerosas circunstancias y la muerte fue oficial. El cuerpo no fue nunca encontrado.

Rudyard Kipling no se andaba con bromas: detestaba las intromisiones en su vida personal, evitaba que le hicieran fotografías (aunque se conservan bastantes), se negaba a dar opiniones sobre las obras de sus contemporáneos (por lo que se ignora a quién respetaba y a quién no literariamente) y no consentía en hablar de lo que no le interesaba. El escritor Frank Harris, «en quien descubrí al único ser humano con el que no podía llevarme bien bajo ningún concepto», no es tal vez, por esa misma razón, una fuente muy fidedigna, pero en todo caso contó cómo en una ocasión discutió con él acerca de la inverosimilitud, en uno de sus relatos, de un accidente provocado por la aparición repentina de un indio con una pareja de bueyes y un cargamento de leña al borde de un precipicio. La aparición causaba el despeñamiento inmediato de uno de los personajes y así acababa la historia. Según Harris, «poner fin a una discusión psicológica con un brutal accidente era un insulto a la inteligencia». «¿Por qué?», preguntó Kipling. «En la vida ocurren accidentes». Harris insistió, juzgando que aquel era demasiado improbable y que «en el arte lo improbable es peor que lo imposible». La respuesta de Kipling fue muy simple, pero bastó para poner fin a las objeciones: «Yo veo al indio», dijo.

Quizá no era tan extraño que él lo viera y no el americano Harris, ya que, según su propia confesión, los años más felices de su vida habían sido los de su primera infancia en Bombay, rodeado de sirvientes nativos que satisfacían sus caprichos y de un mundo de viveza y color que siempre echó de menos en Inglaterra, sobre todo cuando a los seis años fue trasladado a Southsea, cerca de Portsmouth, para su educación británica. El lugar en que él y su hermana Trix vivieron durante varios años, separados de sus padres que habían permanecido en la India, recibió en el texto autobiográfico postumo Algo de m íel nombre de «Casa de la Desolación», lo cual da una doble idea de la dickensiana infancia que también conoció el joven Rudyard en su país no natal. Tan torturado fue, al parecer, por la mujer que regentaba esa casa y su hijo (un matón) que cuando en una visita su madre se llegó hasta su cama para saludarlo en mitad de la noche, el pequeño Ruddy (así lo llamaban en la familia) tuvo por primera reacción protegerse el rostro con una mano. Es de suponer, por tanto, que allí se lo despertaba a golpes.

No se sabe bien por qué los padres de Kipling confiaron sus vástagos a tan dañina institución, pero cabe recordar (aunque eso no los exculpe) que en un cuento Kipling afirmó de un niño de seis años muy parecido a él: «No le entraba en la cabeza que ningún ser humano vivo pudiera desobedecer sus órdenes»; y una de sus tías señaló que era un crío destemplado y dado a chillar incontinentemente cuando estaba enfadado. Hay que decir, sin embargo, que de su posible despotismo infantil no le quedó, por fortuna, casi nada en la edad adulta, aunque, como antes se ha dicho, no se andaba con bromas: durante una de sus largas estancias en América, su otro cuñado, Beatty Balestier, aún más destemplado y ciertamente proclive a beber, se peleó con él y en el calor de la discusión lo amenazó de muerte. Tanto si la amenaza había de tomarse en serio como si no, lo cierto es que Kipling se fue derecho a la policía y el cuñado acabó entre rejas.

Kipling pareció siempre más viejo de lo que era: aunque en nuestro tiempo el aspecto juvenil tiende a perpetuarse más de la cuenta y no nos sirve para medir, hay una foto suya con dieciséis años (en el colegio aún) que casi asusta: lleva una gorrilla, gafitas metálicas y un bigote ralo, y se diría un hombre de cuarenta y cinco. Más nobles son sus retratos de la madurez y vejez, con el bigote abundante y blanco, la calva limpia y las gafas metálicas como signo de fidelidad.

Tenía sólo cuarenta y un años cuando en 1907 le fue concedido el Premio Nobel, que aceptó pese a haber declinado en su propio país el título de Poeta Laureado, la Orden del Mérito y otros honores más o menos nobiliarios. Tuvo sin embargo mala suerte, ya que durante su travesía hacia Estocolmo murió el rey de Suecia, por lo que se encontró con un país desolado y a todo el mundo en traje de etiqueta (el luto oficial), lo cual le impresionó y le aguó la fiesta.

No era un hombre vanidoso ni presumido, rara vez iba al sastre, aunque se cambiaba para la cena todas las noches, porque, «después de todo, era eso lo que se hacía, y lo que se hacía era probablemente lo más sensato que se podía hacer». Su poema «If» o «Si» fue tan famoso que le trajo más de un disgusto con sus favoritos, los niños, quienes a menudo, cuando iba de visita a los colegios, le reprochaban que lo hubiera escrito, tanta era la frecuencia con que se veían obligados a copiarlo como castigo. Ya en vida fue acusado de escritor «imperialista», a lo cual él respondía que quizá era más bien «imperial». Algunas de sus declaraciones públicas no lo ayudaron mucho, como cuando afirmó que «al final de la guerra no deben quedar alemanes». Padecía úlceras duodenales, y poco después de cumplir los setenta sufrió una grave hemorragia y fue trasladado al Hospital de Middlesex, donde murió el 18 de enero de 1936. Sus cenizas reposan en el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster. Fue admirado y leído, tal vez no muy querido, aunque nadie dijo nunca nada en su contra como persona.

Arthur Rimbaud contra el arte

Apenas si se conservan retratos, y los que hay son fantasmales, de Rimbaud adulto, del hombre que no tenía nada que ver con la literatura y vivía en las costas de Somalia ejerciendo los más variados y poco remunerados oficios. Quizá esa es la segunda razón de que se siga pensando en él casi exclusivamente como en el adolescente terrible y rebelde de sus breves años de París y sus meses de Londres. Su abandono de la poesía a una edad incierta (digamos hacia los veinte años) ha hecho correr la imaginación huraña de todo escritor precoz posterior a él, tentándolo a hacer lo propio en algún momento, normalmente, helas,a edades más avanzadas: después de él todo escritor precoz en realidad ha sido tardío.

La razón principal de que Arthur Rimbaud haya pasado a la memoria de la literatura como niño atroz y prodigio es justamente ese abandono y lo misterioso de sus causas. No era, sin embargo, el primer cambio radical de su vida. Parece como si Rimbaud se hubiera cansado cada pocos años de ser el que era, lo cual vendría poéticamente apoyado por su celebrado «Je est un autre», que tanta fortuna ha hecho en la carrera de las citas. Pasó de ser niño estudioso y alumno sobresaliente a convertirse en un gamberro iconoclasta, sin duda imposible al trato. Sus hagiógrafos se lamentan con frecuencia de la incomprensión que recibió por parte del mundo literario (bohemio o no) parisiense, pero a decir verdad resulta fácil de entender que quienes podían haber sido colegas o compañeros suyos lo rehuyeran en persona como a la peste y en cambio leyeran cómodamente sus poemas unos años más tarde de conocerlo, como de hecho hace la posteridad (la posteridad cuenta siempre con la ventaja de disfrutar de las obras de los escritores sin el incordio de padecerlos a ellos). Según las descripciones de la época, Rimbaud no se cambiaba nunca de ropa y por lo tanto olía fatal, dejaba llenas de piojos las camas por las que pasaba, bebía sin cesar (preferiblemente ajenjo) y no brindaba a sus conocidos otro trato que la impertinencia y la afrenta. A un tal Lepelletier lo ofendió gravemente al llamarlo «saludador de muertos» cuando se descubrió al paso de un cortejo fúnebre. La cosa en sí no habría sido tan hiriente de no ser porque Lepelletier acababa de perder a su madre. A otro individuo llamado Attal, que se le acercó y le dio a leer unos versos para entablar amistad, le correspondió, tras una breve ojeada, con un escupitajo sobre sus poemas pulcramente medidos, rimados y caligrafiados. A otro poeta llamado Mérat, al que había admirado desde la distancia de su aldea natal, Charleville, y que acababa de publicar unos cuantos sonetos cantando el bello cuerpo de la mujer, Rimbaud y Paul Verlaine le respondieron con otro soneto obsceno titulado expresivamente «El soneto del agujero del culo». En una velada literaria, honrada por los escritores más considerados del momento, Rimbaud se dedicó a gritar la palabra Merde!al final de cada verso leído por los próceres en voz alta. Un fotógrafo llamado Carjat perdió la paciencia, lo zarandeó y amenazó con abofetearlo, pero el niño prodigio, pese a su constitución más bien frágil, no se arredraba: desenvainó el bastón-espada de su amigo Verlaine y a punto estuvo de ensartar a aquel adelantado del todavía dudoso arte.