Djuna Barnes no tuvo hijos y se casó una sola vez, con un individuo llamado Courtenay Lemon que le duró unos tres años, y malamente. Al parecer era un tipo tranquilo con tendencia a la obesidad. Bebía mucha ginebra, era socialista, redactaba aburridos panfletos llenos de tópicos, aspiraba a establecer una «filosofía de la crítica» que nunca llegó a terminar. Fueron más numerosos los amantes masculinos de Djuna Barnes que las femeninas, pero si tuvo un gran amor —cosa dudosa— fue la escultora Thelma Wood. Vivieron juntas en París durante bastantes años, y el paso de ambas por los bulevares nunca resultaba inadvertido: dos mujeres extranjeras, elegantes, decididas, despectivas, Thelma Wood con unos pies enormes en los que repararon cuantos la conocieron y —sobre todo— cuantos alguna noche bailaron con ella y hubieron de vigilarlos. Wood era aún más cortante que Barnes, y más jactanciosa: cuando el autor canadiense John Glassco admiró descaradamente su cuerpo mientras bailaban (los pies gigantescos) y le propuso sin más que se fuera con él a la cama, añadió: «Lo siento, espero no estarte asustando». Ella le respondió: «¿Asustarme? Nadie asusta a Thelma Wood». Quizá era uno de esos extraños seres que hablan de sí mismos en tercera persona. Thelma era borracha y derrochadora, y, lo que es peor, solía perder, antes de poder derrocharlo, el dinero que le sacaba a Djuna, quien muchas noches tenía que echarse a la calle en su busca, tan celosa como preocupada, hasta dar con ella en alguna situación apurada y llevarla de vuelta a casa en estado derrotado.

Entre los hombres, cabe destacar su amorío con Putzi Hanfstaengl, un alemán que había estudiado en Harvard y que veinte años después se convirtió en el bufón oficial de la corte de Adolf Hitler. Pese a que Djuna lo detestaba (a Adolf, no a Putzi), mantuvieron algún contacto, y gracias a ello Barnes fue una de las primeras personas aliadas en saber de la escasez abdominal congénita del por otra parte inconmensurable Führer. Se conserva una foto de 1928 en la que se los ve juntos (a Djuna y a Putzi, no a Adolf): él es un hombre con pajarita, nariz grande y ojos muy bizcos: la verdad es que se diría un asesino.

Pero la vida de Djuna Barnes duró noventa años, y le tocaron en suerte demasiados en los que ya no quiso o no pudo tener amantes y no le quedó más remedio que guardar silencio. Su apartamento de Nueva York era un refugio inaccesible. En él recibía cartas y los cheques con que su amiga la multimillonaria Peggy Guggenheim la financió durante lustros; también algunas llamadas de editores que querían relanzar sus escasas obras y con los que acababa indignada invariablemente. (También la indignaba Henry Miller, al que juzgaba basura.) A veces trabajaba ocho horas diarias durante tres o cuatro días para producir dos o tres versos, cualquier sonido le arruinaba la concentración durante el resto del día, y se desesperaba. En su apartamento de Patchin Place pasó más de quince mil días según uno de sus biógrafos, es decir, más de cuarenta años. Y se sabe que la mayoría de ellos, tanto días como años, pasaron en absoluto silencio, sin que cruzara una sola palabra con ninguna otra persona. Sólo el ruido de la máquina y versos que aún nadie ha leído. Mucho antes de que dieran comienzo esos cuarenta años, en 1931, había escrito: «Me gusta mi experiencia humana servida con un poco de silencio y contención. El silencio hace ir a la experiencia más lejos y, cuando muere, le confiere esa dignidad propia de lo que uno ha tocado y no se ha llevado».

En su interminable vejez se la veía poco, por tanto. Le daban miedo los adolescentes callejeros. Le horrorizaban las barbas hasta el punto de exigirle por teléfono a un futuro visitante que se la afeitara (le interrogó sobre su aspecto) antes de ir a verla. Consideraba que el envejecimiento era un ejercicio de interpretación, pero a la vez pensaba que había que matar a los viejos. «Debería haber una ley», dijo. La ley se cumplió en ese apartamento la noche del 18 de junio de 1982, seis días después de que su inquilina se convirtiera en nonagenaria. Las pocas personas que la visitaron antes de esa fecha pasaron largas horas con ella y sufrieron dolor de cabeza. «Me han dicho que se lo produzco a todo aquel con quien hablo», reconoció. La respuesta del visitante afectado fue: «¡Es usted tan intensa!». Y ella dijo: «Sí. Lo sé».

Oscar Wilde tras la cárcel

Según los testimonios de cuantos lo conocieron, la mano que daba Oscar Wilde para saludar era mullida como un cojín, o más bien fofa como plastilina gastada y algo grasienta, y uno tenía la impresión de haberse manchado después de estrechársela. También se ha dicho que su piel era «sucia y biliosa», y que al hablar tenía la fea costumbre de pellizcarse y tirarse levemente de la papada, que no era de por sí inexistente. Mucha gente, prejuiciada o juiciada, lo halló repelente al primer golpe de vista, pero todos coinciden en señalar que tal sensación se desvanecía en cuanto Wilde empezaba a hablar, y aún es más, se veía sustituida por otra, de vago maternalismo o abierta admiración, de simpatía incondicional. Hasta el Marqués de Queensberry, que lo llevaría a la cárcel y a no escribir más, sucumbió a su encanto personal cuando lo conoció en el transcurso de un almuerzo en el Café Royal, a donde había acudido con su hijo Lord Alfred Douglas con vistas a apartarlo del dañino influjo de Wilde. Según ha contado el propio Douglas, que en aquella época respondía más bien por el apelativo de «Bosie» a quienes le tenían cariño, Queensberry llegó lleno de odio y desprecio hacia Wilde y muy mal dispuesto, pero a los diez minutos «comía en la palma de su mano» y al día siguiente envió una nota a su hijo «Bosie» retirando cuanto había dicho o escrito en contra de su amigo: «No me extraña», le decía, «que le tengas tanto aprecio, es un hombre maravilloso».

Bien es verdad que esta segunda impresión no le duró demasiado, y ya antes de que ambos caballeros se llevaran mutuamente a juicio con la desgraciada derrota de Wilde que todo el mundo conoce, tuvieron al menos otro encuentro, mucho más tenso. En esta ocasión el Marqués, que ha pasado a la historia por haberle dado carta de deporte de caballeros al boxeo además de por haber privado al público inglés de algunas de sus —previsiblemente— comedias favoritas, se presentó en casa de Wilde acompañado por un púgil no sólo profesional, sino además campeón. El propio Marqués había sido un notable peso ligero aficionado, y por entonces aún destacaba como brioso jinete y cazador furioso. A esta ruda pareja se oponían Wilde y su criadito, un muchacho de diecisiete años que parecía una miniatura. Pero no hizo falta llegar a las manos. El «chillón Marqués escarlata», como lo llamaba Wilde, soltó cuanto tenía que soltar en su misión de rescate del corrompido vástago, y entonces Wilde hizo sonar la campanilla y, cuando reapareció su mayordomo mínimo y niño, le indicó: «Este hombre es el Marqués de Queensberry, el más infame bruto de la ciudad de Londres; no vuelvas a dejarlo entrar en esta casa», tras lo que abrió la puerta y le ordenó: «Salga». El Marqués obedeció, y al púgil, que por lo visto era de buen corazón y respetuoso, no se le ocurrió intervenir en una discusión entre dos caballeros.

Oscar Wilde era, pues, hombre firme pese a su aparente blandura, ya iniciada, según la leyenda, en su más tierna infancia, cuando su madre, la activista y poetisa irlandesa Lady Wilde, decepcionada por haber dado a luz a un segundo varón en vez de a la niñita que deseaba, no se conformó fácilmente y vistió a Oscar con atuendos feminoides durante más tiempo del quizá aconsejable. De su firmeza y poderío físico existe a su vez otra leyenda, según la cual, cuando era estudiante en Oxford, recibió en sus habitaciones la indeseada visita de cuatro gamberros de Magdalen College salidos de una fiesta etílica y dispuestos a pasar a su costa el mejor de los ratos. Los menos bravucones de la partida, que se habían quedado al pie de las escaleras como espectadores, vieron, para su sorpresa, rodar por ellas uno tras otro a los cuatro fornidos adelantados que habían subido a destruir el disfraz estético y la porcelana china del amanerado hijo de Irlanda.