Al parecer es mucha la gente que en su día mintió sobre Wilde, y a ello hay que achacar los considerables contrastes en la información que sobre él se posee. Aunque puede que en realidad no entre en contradicción con su fama de temerario la siguiente anécdota, relatada por Ford Madox Ford: después de salir de la cárcel, en sus últimos años parisinos, Wilde era frecuente objeto de burla por parte de los estudiantes cuando paseaba por Montmartre. Un apache llamado Bibi La Touche solía acercarse a él acompañado de otros matones y le decía a Wilde que se le había antojado su bastón de ébano con incrustaciones de marfil y mango en forma de elefante, y que, si no se lo entregaba en el acto, lo asesinaría de camino a casa. Según Ford, Wilde lloraba con gruesas lágrimas que empapaban sus mejillas enormes y rendía el bastón invariablemente. A la mañana siguiente los apaches se lo devolvían a su hotel, sólo para exigírselo de nuevo a los pocos días. Es posible que todas las leyendas sean ciertas, habida cuenta de lo mucho que había cambiado el Wilde ex-convicto. Quizá en la cárcel aprendió a tener miedo, en todo caso era un hombre prematuramente envejecido, sin más dinero que el que le iban procurando sus más fieles amigos, perezoso ante el trabajo (esto es, ante la escritura), quejoso hasta la exasperación y un poco cómico. En esa época adoptó el nombre de Sebastian Melmoth, sólo dio a la imprenta su famosa Balada de la c á rcel de Reading, estaba cada vez más sordo, tenía la piel enrojecida y vulgarizada y caminaba como si los pies le dolieran, apoyado siempre en su bastón tan arrebatado. Sus ropas no eran tan fúlgidas como en el pasado, había cedido por fin a la obesidad que tanto lo había acechado, y existe una foto de él, ante San Pedro de Roma, tres años antes de su muerte, en la que la figura entera se ve dominada y ridiculizada por un sombrero minúsculo que subraya cruelmente su muy gorda cabeza, aquella cabeza que en su juventud había lucido largas melenas artísticas y generosos sombreros ornados de plumas.

Lo único que no perdió fue su capacidad conversadora, y se dice que dirigía las reuniones y las cenas con el mismo firmísimo pulso y variadísimo anecdotario que durante sus años de mayor gloria en Londres, los años en que fue dramaturgo. No era sólo que tuviera infinitas ocurrencias, inventara juegos de palabras inverosímiles y lanzara máximas a cual más brillante, sino que al parecer contaba extraordinariamente, mucho mejor de lo que lo hiciera por escrito nunca. En cualquier ocasión mundana era él quien hablaba, casi el único que hablaba, lo cual no impedía, sin embargo, que cuando se hallaba a solas con alguien, ese alguien tuviera la sensación de no haber sido jamás escuchado con mayor atención, interés y piedad, si esto último le hacía falta. Bien es verdad que en sus retruécanos se lo acusaba a menudo de plagio: tal cosa la había dicho antes Pater, tal otra Whistler, tal otra Shaw. Sin duda era así en muchos casos (sobre todo copió del pintor Whistler, a quien primero reverenció y con quien luego se enemistó), pero lo cierto es que las ingeniosidades, pertenecieran en su origen a quien pertenecieran, se hacían célebres sólo tras pasar por sus labios.

El bisexualismo de Wilde es cosa probada, aunque por culpa del escándalo de sus procesos tiende a pensarse en él como en el puro apóstol y protomártir moderno de la homosexualidad. Pero no sólo se casó con Constance Lloyd, de la que tuvo dos hijos, sino que se ha hablado mucho de una sífilis contraída con una puta en su juventud y de un temprano desengaño con una joven irlandesa a la que cortejó muy en serio durante dos años, al cabo de los cuales ella se casó con Bram Stoker. (Hay que concluir, dicho sea de paso, que la joven en cuestión gustaba de las emociones fuertes, habiendo oscilado entre los futuros autores de El retrato de Dorian Grayy de Dr á cula, prefiriendo a la postre el inmortal vampirismo sobre un pictórico y no tan duradero pacto con el demonio.) Y más de un amigo o conocido suyo se quedó perplejo cuando se desató el escándalo y supo cuáles eran las acusaciones: jamás habrían sospechado en él semejantes tendencias, dijeron, pese a la insistente profesión de helenismo que Wilde había hecho desde sus años estudiantiles y su viaje a Grecia, del que resultaron una fotografía del viajero con traje típico local de amplias faldas y su abrazo formal del paganismo, en detrimento del catolicismo al que había dudado si entregarse justo antes: llegó a decorar sus aposentos oxonienses con retratos del Papa y del Cardenal Manning, pero cuando le tocó visitar al primero, en una audiencia romana procurada por su catoliquísimo y adinerado amigo Hunter Blair, se mantuvo en huraño silencio y el encuentro le pareció un espanto; después se encerró en la habitación de su hotel y salió con un soneto alusivo. Pero lo peor vino luego: al pasar junto al cementerio protestante, Wilde insistió en detenerse y allí se postró ante la tumba del poeta Keats con mucha más devoción de la que había ofrecido al no tan pío Pío IX.

De Constance Lloyd Wilde no se sabe demasiado, aparte de que miraba a su marido a la vez con desaprobación y dulzura. De Lord Alfred Douglas o «Bosie», en cambio, se sabe mucho, sobre todo por los varios libros que él mismo escribió a lo largo de su prolongada vida (murió en 1945, con setenta y cinco años), a partes iguales versos y volúmenes más o menos autobiográficos y justificatorios. De joven era largo de bucles y corto de luces, y en su madurez perdió los bucles y no ganó en luces: se hizo católico y puritano, y sus juicios sobre lo sucedido parecen confusos en el mejor de los casos. Le tocó en suerte vivir demasiados años marcado por un escándalo del que él era sólo reacio coprotagonista, pero nunca hizo méritos para pasar a primer plano por ningún otro motivo. Dos años después de la muerte de Wilde se casó con una poetisa, con lo que se puede decir que estableció un matrimonio curioso, de versificadores. Su b ê te noirefue Robert Ross, quien no sólo manipuló y se quedó con la larga carta que Wilde había escrito a «Bosie» desde la cárcel y que hoy se conoce como De Profundis, sino que además, según parece, fue el instigador remoto de toda aquella tragedia al haber sido el iniciador sexual de Wilde en su juventud, en la vertiente más helenística.

Las ocurrencias de Wilde son legión, y la mayoría han tenido suficiente acogida en el cielo de las citas como para insistir ahora en ellas. Aún es más, todavía hoy se le atribuyen ingeniosidades que nunca pasaron por su cabeza. Sí le pertenece esta descripción de un día muy atareado en la vida de un escritor: «Esta mañana», dijo, «quité una coma, y esta tarde la he vuelto a poner».

En sus últimos años pareció tomarse al pie de la letra estas palabras, tras abandonar la cárcel en la que había permanecido durante dos, con trabajos forzados. Aunque era evidente que si creaba una nueva comedia o novela le llovería el dinero y su penuria se acabaría, se sentía sin fuerzas para escribir y sin ganas de hacerlo. Según decía, había conocido el sufrimiento, y eso no podía cantarlo; lo detestaba, pero lo conocía, y por eso tampoco podía cantar ahora lo que siempre le había inspirado, el placer y la alegría. «Todo lo que me sucede», dijo, «es simbólico e irrevocable». En esos años André Gide lo describió como a «una criatura envenenada». Bebía de más, lo cual contribuía a irritarle la piel enrojecida de todo el cuerpo: tenía que rascarse a menudo, por lo que pedía disculpas: «La verdad», le dijo a un amigo, «es que parezco más que nunca un gran simio, pero espero que no te limites a invitarme a nueces, sino a un almuerzo».

Seis años antes de su caída en desgracia había escrito esto sobre la vida: «La vida lo vende todo demasiado caro, y nosotros compramos sus más mezquinos secretos a un precio monstruoso e infinito». Ese precio dejó de pagarlo el 30 de noviembre de 1900, en que murió en París a los cuarenta y seis años tras una agonía de más de dos meses. La causa de la muerte fue una infección del oído (más tarde generalizada) de origen remotamente sifilítico. Vuelve a contar la leyenda que poco antes de expirar pidió champagne y cuando le fue traído declaró con humor: «Estoy muriendo por encima de mis posibilidades». Yace en el cementerio parisino de Père Lachaise, y a su monumento, presidido por una esfinge, no suelen faltarle las flores que se ganan todos los mártires.