No cabe duda de que Turgueniev se encontraba más a gusto con sus colegas franceses, que lo veneraban. Cuando visitaba a Merimée o Flaubert se pasaban las noches en vela, charlando. Algunos ingleses fueron menos cálidos: Carlyle se echó a reír cuando Turgueniev le relató una anécdota que él juzgaba triste, y lo mismo hizo el grosero Thackeray al oírle recitar en ruso un poema del adorado Pushkin. Cuando Maupassant fue a visitarlo dos semanas antes de su muerte, Turgueniev le pidió que la próxima vez le trajera un revólver: tenía cáncer de la médula espinal y sufría atroces dolores. Sus últimos días los pasó delirando, llamando Lady Macbeth a Pauline Viardot y reprochándole que le hubiera negado la dicha del matrimonio. De hecho se refería siempre a su relación con ella como a su «matrimonio oficioso». Entró en un coma del que sólo salió para decirle a Pauline: «Acércate más... más. Ha llegado la hora de despedirse... como los zares rusos... He aquí a la reina de reinas. ¡Cuánto bien ha hecho!». Es difícil saber si podía haber alguna ironía en estas últimas palabras. Ivan Turgueniev murió el 3 de septiembre de 1883, a la edad de sesenta y cuatro años, en Bougival, cerca de París. Su cuerpo fue llevado a San Petersburgo y enterrado, según su deseo, junto al de su viejo amigo Belinski, muerto muchos años antes.

Turgueniev era tan confiado que se pasó la vida dejándose engañar, sobre todo por sus compatriotas, a los que prestaba dinero y ayuda si los veía en apuros, aunque fueran desconocidos. Pese a ser considerado frívolo y ateo, practicaba la seriedad literaria y unas cuantas virtudes con bastante mayor rigor que sus contemporáneos. En su no muy conocido texto «La ejecución de Tropmann», sobre un ajusticiamiento que presenció en París en 1870, cuenta cómo al acercarse el momento de que el asesino Tropmann fuera guillotinado, «la sensación de alguna transgresión desconocida cometida por mí mismo, de alguna vergüenza secreta, creció dentro de mí con cada vez más fuerza», y añade que los caballos del carromato que esperaba para llevarse el cadáver le parecieron en aquel instante las únicas criaturas inocentes que allí había. Esa narración es uno de los más impresionantes alegatos jamás escritos contra la pena de muerte. O quizá, mejor, uno de los más tristes. No en balde Pauline Viardot o «La García», que tuvo que conocerlo bien, dijo de Ivan Turgueniev: «Era el más triste de los hombres».

Thomas Mann en sus padecimientos

Según Thomas Mann, toda novela resultaba insulsa sin ironía, y desde luego él creía que a las suyas las recorría ese don de arriba abajo, creencia un tanto extraordinaria si se conocen algunos de sus novelones más célebres. Quizá su afirmación se comprenda un poco más si se tiene en cuenta que Mann distinguía claramente entre el humor y la ironía, y que juzgaba a Dickens sobrado de lo primero y escaso de lo segundo. Tal vez eso explique que Mann sólo obligue a sonreír a veces (uno percibe que él se estaba sonriendo al escribir) y que Dickens haga reír abiertamente cada pocas páginas.

Lo cierto es que donde jamás parece haber hecho sonreír Thomas Mann (ni siquiera a la fuerza) es en su vida personal, a juzgar por sus cartas y diarios, de una seriedad temible. Estos últimos, como es sabido, sólo pudieron verse a los veinte años de su muerte, en 1975, y, una vez leídos, la demora sólo es explicable por tres motivos: para hacerse esperar y darse importancia; para que no se supiera demasiado pronto que se le iban los ojos tras cualquier jovenzuelo; para que no se supiera lo mal que andaba del estómago y lo fundamentales que le parecían sus vicisitudes (las del estómago, quiero decir).

Cualquier escritor que deja sobres cerrados que no deberán abrirse hasta mucho después de su muerte está convencido de su tremenda importancia, y eso suele corroborarlo la apertura de los dichosos y decepcionantes sobres al cabo de la paciente espera. En el caso de Mann y sus diarios, lo más llamativo es que todo lo que le ocurría le parecía sin duda digno de ser registrado, desde la hora a que se levantaba hasta el tiempo que hacía, pasando por lo que leía y sobre todo lo que escribía. Acerca de tales cosas rara vez, sin embargo, hace alguna reflexión sagaz, de modo que más parecen los diarios de alguien dispuesto a facilitar a la posteridad la minuciosa reconstrucción de sus incomparables jornadas que los de alguien interesado en relatar hechos secretos o verter opiniones privadamente. Dan la impresión de que Mann pensaba en un futuro estudioso que exclamaría tras cada entrada: «¡Caramba, caramba, así que el Mago escribió aquel día tal página de El elegidoy a la noche leyó versos de Heine, cuán revelador es esto!». Más difícil resulta quizá prever la posible revelación y asombro que provocarían los insistentes informes sobre sus evoluciones estomacales: «Indispuesto; dolores de cintura causados por el colon y el estómago», anota un día de 1918. «Ligeros dolores abdominales», considera oportuno destacar en 1919, y el mismo año precisa: «Pude hacer mis necesidades después del desayuno». En 1921 las cosas no han mejorado, pero son igualmente dignas de reseñarse: «En la noche, taquicardia y retortijones de estómago», o bien: «Indisposición, irritación intestinal». Más adelante, en 1933, Mann sigue obsesionado, y con razón: «Desayuné en la cama. Propensión a la diarrea». No es de extrañar que un año después se queje: «Me duelen los intestinos», ni que en 1937 tenga la suficiente lucidez para reconocer: «Tengo el estómago sucio», para añadir: «Tuve dificultades al tragar la comida, que tuvo que ser pasada por el colador». En 1939 se han invertido las tornas, por lo que le parece juicioso señalarlo: «Estreñimiento». Menos mal que un año antes, en 1938, nos encontramos con un apunte más variado, aunque no menos asqueroso: «Pasé largo rato sin la dentadura postiza. Padecimientos».

No hay que creer, sin embargo, que los diarios se ocupen sólo de tan prosaicos malestares: amén de informarnos de si tomó o no un ponche, le devolvieron por fin del tinte sus alfombras o visitó al pedicuro tras pasar por la manicura, hay expresivos comentarios sobre la atormentada sexualidad de Mann. Por ejemplo: «Ternura». O bien: «Noche sexual. Pero no se puede, quand m ê me, desear la calma en ese campo». O aún más problemático: «Ayer sufrí un ataque de índole sexual, poco antes de irme a dormir, lo que tuvo muy graves consecuencias nerviosas: gran excitación, miedo, insomnio pertinaz, fallo del estómago, manifiesto en acidez y náuseas». Y otra vez: «Excesos sexuales, los cuales, sin embargo, pese a que me impidieron durante mucho rato reconciliar el sueño debido a la excitación nerviosa, resultaron más bien soportables a un plano intelectual». Esa mención del «plano intelectual» tal vez ayude a descifrar este otro comentarlo, francamente enigmático: «Perturbación sexual y perturbación en mis actividades ante la imposibilidad de negarme a hacer el artículo necrológico sobre Eduard Keyserling». Finalmente, el estómago y el sexo aparecen de nuevo unidos en esta optimista o más bien crédula anotación: «Tuve que dejar de beber esa cerveza fuerte que se hace ahora, no sólo porque atacaba al estómago, sino porque actuaba también como afrodisíaco, excitándome y haciéndome pasar noches intranquilas». Sea como fuera, el tono general es este: «Anoche y también esta tarde: atormentado por el sexo».

Aunque, como se ve, Mann no especificaba mucho, es de suponer que los ataques, excesos y perturbaciones debían de estar relacionados con su mujer, Katia, madre de sus seis hijos. Sin embargo, las demás mujeres parecen haberle resultado del todo invisibles, a diferencia de los muchachos. Cuando fue a oír un recital de Rabindranath Tagore, se le confirmó la impresión que tenía de él: «Me parece una vieja dama inglesa muy distinguida», pero en cambio no le pasó inadvertido que su hijo era «moreno y musculoso, de aspecto muy viril». En el mismo acto quedó «cautivado por dos jóvenes que me eran desconocidos, guapísimos, quizá judíos». Unos días después la compañía de un «joven lozano de dorados cabellos» lo sumió «en un dulce embeleso», y unas semanas más tarde un joven jardinero, «lampiño, de brazos morenos y pecho descubierto, me dio mucho que hacer». Agradecía enormemente al cine alemán de los años treinta que, a diferencia del americano o el francés, ofreciera «el placer de contemplar cuerpos jóvenes, sobre todo del sexo masculino, en su desnudez». Aunque despreciaba en general ese arte, poco dado a la palabra y representativo sólo del hombre vulgar y corriente, por suerte le reconocía sus «efectos sensuales sobre el alma».