Pese a haber perdido a sus padres a edad temprana y guardar pocos recuerdos de ellos, era un hombre preocupado por su tradición y sus antepasados, hasta el punto de lamentar más de una vez que un tío-abuelo suyo, a las órdenes de Napoleón durante la retirada de Moscú, se hubiera visto tan acuciado por el hambre como para haberle puesto momentáneo remedio, en compañía de otros dos oficiales, a costa de un «desdichado perro lituano». Que un pariente suyo se hubiera alimentado de carne canina le parecía un baldón del que indirectamente, por cierto, culpaba a Bonaparte en persona.

Conrad murió bastante repentinamente, el 3 de agosto de 1924, en su casa de Kent, a los sesenta y seis años. Se había encontrado mal el día anterior, pero nada hacía presumir su inminente muerte. Por eso, cuando le llegó, estaba solo en su habitación, descansando. Su mujer, en el cuarto de al lado, le oyó gritar: «¡Aquí...!», con una segunda palabra ahogada que no distinguió, y luego un ruido. Conrad había caído desde su sillón al suelo.

Del mismo modo que le hubiera gustado borrar el episodio lituano de su tío-abuelo, Conrad solía negar, en sus últimos años, que hubiera escrito ciertas piezas (artículos, cuentos, capítulos redactados en colaboración con Ford Madox Ford) que eran suyas sin lugar a dudas y que incluso habían sido publicadas con su nombre. Aun así, decía no recordarlas y negaba. Y cuando se le mostraban manuscritos y se le probaba que las páginas en cuestión se debían irrefutablemente a su pluma, entonces se encogía de hombros, uno de sus gestos más característicos, y se sumía en uno de sus silencios. Cuantos lo trataron coinciden en afirmar que era un hombre de una gran ironía, aunque de una clase que sus adquiridos compatriotas ingleses no siempre captaban, o quizá no entendían.

Isak Dinesen en la vejez

La imagen verdadera de Isak Dinesen fue durante mucho tiempo la de una anciana espectral, elegante y teñida de enigma, hasta que el cine la suplantó, con excesivo romanticismo y algo de ñoñería, por la de una sufrida y colonial aristócrata. No es que la Baronesa Blixen no fuera romántica y aristocratizante, pero es más justo decir que jugaba a serlo, al menos desde que fue Isak Dinesen, esto es, desde que empezó a publicar, con ese y otros nombres, y regresó a Dinamarca tras sus largos y fracasados años en África. «En verdad llevamos máscaras según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso.»

Cuando en 1959 visitó por primera vez América, el país en el que sus libros habían tenido más éxito y consideración, su figura llegó precedida de rumores y misterios inacabables: ella es en realidad un hombre, él es en realidad una mujer, Isak Dinesen son dos, hermano y hermana, Isak Dinesen vivió en Boston en 1870, ella es en realidad parisina, él vive en Elsinore, ella pasa la mayor parte del tiempo en Londres, ella es una monja, él es muy hospitalario y recibe a jóvenes escritores, es difícil verla y vive como una reclusa, ella escribe en francés; no, en inglés; no, en danés; no, en... Cuando por fin se la vio, en las numerosas fiestas a que fue invitada y en las sesiones públicas y multitudinarias en las que relataba sus cuentos de viva voz sin ayudarse ni de un guión, se supo que era una anciana frágil y extravagante, llena de arrugas y con brazos como cerillas, vestida de negro, con turbantes en la cabeza, diamantes en las orejas y grandes cantidades de khôl alrededor de los ojos. Sin embargo, la leyenda continuó, aunque por cauces más concretos: según los americanos, sólo se alimentaba de ostras y champagne, lo cual no era exacto, pues también admitía de vez en cuando gambas, espárragos, uvas y té. Cuando Isak Dinesen expresó su deseo de conocer a Marilyn Monroe, la novelista Carson McCullers pudo arreglar un encuentro, y, en un famoso almuerzo, las tres mujeres mencionadas compartieron la mesa con Arthur Miller, el marido por antonomasia, quien, sorprendido por las costumbres de la Baronesa, le preguntó qué médico le había impuesto semejante régimen de ostras y champagne. Cuentan que la mirada de desprecio de Isak Dinesen no se había visto nunca en aquel país: «¿Médico?», dijo. «Los médicos están horrorizados, pero a mí me encanta el champagne y me encantan las ostras y me sientan bien.» Miller aún se atrevió a decir algo sobre las proteínas, y al parecer la nueva mirada de desprecio es seguro que no volverá a verse en suelo americano: «No sé nada de eso», fue la respuesta, «pero soy vieja y como lo que quiero». Con Marilyn Monroe la Baronesa se llevó mucho mejor.

Lo cierto es que Isak Dinesen vivía normalmente en Rungstedlund, la casa de su infancia danesa, y llevaba una vida muy sedentaria debido a sus múltiples males, entre los cuales nunca olvidaba el más antiguo y el que nada tenía que ver con la edad, la sífilis, que había contraído al año de su matrimonio con el Barón Bror Blixen, de quien se había divorciado en su día no sin grandes vacilaciones. Este marido era el hermano gemelo del hombre que ella había amado en su primera juventud, y quizá los vínculos por persona interpuesta sean los más difíciles de desatar.

Por causa de la sífilis hubo de renunciar a su vida sexual desde muy temprano, y al ver que para aquello no había posible ayuda de Dios, y considerando lo terrible que resultaba para una mujer joven verse privada del «derecho al amor», Isak Dinesen le prometió el alma al Diablo, y éste le prometió a cambio que cuanto ella experimentara a partir de entonces se convertiría en una historia. Eso fue al menos lo que le contó a un no-amante al que doblaba en edad y triplicaba en inteligencia, el poeta danés Thorkild Björnvig, con quien hizo un extraño pacto cuando ella tenía ya sesenta y cuatro años y a quien dominó y sometió de manera absoluta durante cuatro. A este no-amante le gustaba asustarlo con sus cambios bruscos, con sus calculados actos sorprendentes, con sus hechizos y sus opiniones desconcertantes pero siempre convincentes. En una ocasión lo asustó explicándole la índole de su ser: «Tú eres mejor que yo, ese es el problema», le dijo. «La diferencia entre tú y yo es que tú posees un alma inmortal y yo no la tengo. Así sucede con las sirenas o las hadas del agua, tampoco ellas la tienen. Viven más tiempo que los que poseen un alma inmortal, pero cuando mueren desaparecen completamente y sin dejar ningún rastro. Pero ¿quién puede entretener y agradar y extasiar a la gente mejor que el hada acuática cuando está presente, cuando juega y hechiza y hace a la gente bailar más enloquecidamente y amar más ardientemente de lo que nunca es posible? Pero mira, ella desaparecerá, y sólo deja tras de sí una línea de agua en el suelo.»

Cuando este poeta (al que ella instaba a dejar de lado a su mujer y su hijo para pasar largas temporadas «creando» en su casa de Rungstedlund) no se mostraba a la altura adecuada (y eso solía ser casi siempre), la Baronesa se indignaba y lo maltrataba, como asimismo hacía cuando él se atrevía a poner reparos a alguno de sus escritos. Pero Isak Dinesen no era nunca constante, y tras una descomunal reyerta era capaz de comportarse encantadoramente al siguiente encuentro, como si nada hubiera pasado, o aun de felicitar al no-amante por su sentido crítico insobornable. Eran muy propias de ella estas transformaciones, y el poeta Björnvig ha contado cómo una noche, por razones que a él mismo se le escaparon, Isak Dinesen montó en cólera y se convirtió en una furia gesticulante y decrépita, encogida por la ira, que lo dejó hundido y paralizado. Al rato, cuando el poeta ya se había acostado, la Baronesa se deslizó en su cuarto y se sentó al borde de su cama: pero ahora él la vio radiante, metamorfoseada, con la belleza de una joven de diecisiete años. Bien es verdad que el propio Björnvig confesó que, de no haber asistido a la transformación, no la habría creído posible.