Luego, en el tranvía que tomamos para la vuelta, me fue dando paternales consejos sobre mi conducta en lo sucesivo y sobre la conveniencia de no andar suelta y loca y de no salir sola con los muchachos. Casi me pareció estar oyendo a tía Angustias.

Le prometí que no volvería a salir con él y se quedó un poco aturdido.

– No, peque,no, conmigo es distinto. Ya ves que te aconsejo bien… Yo soy tu mejor amigo.

Estaba muy satisfecho de sí mismo.

Yo me encontraba desalentada, como el día que una buena monja de mi colegio, un poco ruborizada, me explicó que había dejado de ser una niña, que me había convertido en mujer. Inoportunamente recordaba las palabras de la monjita: «No hay que asustarse, no es una enfermedad, es algo natural que Dios manda»… Yo pensaba: «De modo que este hombre estúpido es quien me ha besado por primera vez… Es muy posible que esto tampoco tenga importancia»…

Subí las escaleras de mi casa desmadejada. Ya era completamente de noche. Antonia me abrió la puerta con cierta zalamería.

– Ha venido una señorita rubia a preguntar por usted. Debilitada y triste como me encontraba, casi tuve ganas de llorar. Ena, que era mejor que yo, había venido a buscarme.

– Está en la sala, con el señorito Román -añadió la criada-. Han estado allí toda la tarde…

Me quedé reflexionando un momento. «Por fin ha conocido a Román como ella quería -pensé-. ¿Qué le habrá parecido?» Pero sin saber bien por qué, una profunda irritación sucedió a mi curiosidad. En aquel momento oí que Román empezaba a tocar el piano. Rápida, fui a la puerta de la sala, di en ella dos golpes y entré. Román dejó de tocar inmediatamente, con el ceño fruncido. Ena estaba recostada en el brazo de uno de los derrengados sillones y parecía despertar de un largo ensueño.

Sobre el piano, un cabo de vela -recuerdo de las noches en que yo dormía en aquella habitación- ardía, y su llama alargada y llena de inquietudes era la única luz del cuarto.

Los tres estuvimos mirándonos durante un segundo. Luego, Ena corrió hacia mí y me abrazó. Román me sonrió con afecto y se levantó.

– Os dejo, pequeñas.

Ena le tendió la mano y los dos se estuvieron mirando, callados. Los ojos de Ena fosforescían como los de un felino. Me empezó a entrar miedo. Era algo helado sobre la piel. Entonces fue cuando tuve la sensación de que una raya, fina como un cabello, partía mi vida y, como a un vaso, la quebraba. Cuando levanté los ojos del suelo, Román se había ido. Ena me dijo:

– Yo también me voy. Es muy tarde… Quería esperarte porque a veces haces cosas de loca y no puede ser… Bueno, adiós… Adiós, Andrea…

Estaba nerviosísima.

13

Al día siguiente fue Ena la que me rehuyó en la universidad. Me había acostumbrado tanto a estar con ella entre clase y clase que estaba desorientada y no sabía qué hacer. A última hora se acercó a mí.

– No vengas esta tarde a casa, Andrea. Tendré que salir… Lo mejor es que no vengas estos días hasta que yo te avise. Yo te avisaré. Tengo un asunto entre manos… Puedes venir a buscar los diccionarios… (porque yo, que carecía de textos, no tenía tampoco diccionario griego, y el de latín, que conservaba del bachillerato, era pequeño y malo: las traducciones las hacía siempre con Ena)… Lo siento -continuó al cabo de un momento, con una sonrisa mortificada-, tampoco voy a poder prestarte los diccionarios… ¡Qué fastidio! Pero como se acercan los exámenes, no puedo dejar de hacer las traducciones por la noche… Tendrás que venir a estudiar a la biblioteca… Créeme que lo siento, Andrea.

– No te preocupes, mujer.

Me sentía envuelta en la misma opresión que la tarde anterior. Pero ahora no era un presentimiento, sino la certeza de que algo malo había sucedido. Resultaba de todas maneras menos angustioso que aquel primer escalofrío de los nervios sentido cuando vi a Ena mirar a Román.

– Bueno…, me voy de prisa, Andrea. No puedo esperarte porque le he prometido a Bonet… ¡Ah! Allí veo a Bonet que me hace señas. Adiós, querida.

Me besó en las mejillas, contra su costumbre, aunque muy fugazmente, y se fue después de volver a advertirme:

– No vengas a casa hasta que yo te lo diga… Es que no me ibas a encontrar, ¿sabes? No quiero que te molestes.

– Descuida.

La vi salir acompañada de uno de sus enamorados menos favorecidos, que aquel día aparecía radiante.

Desde entonces tuve ya que pasarme sin Ena. Llegó el domingo, y ella, que no me había dado el célebre aviso y que se había limitado a sonreírme y a saludarme desde lejos en la universidad, tampoco me habló nada de nuestra excursión con Jaime. La vida volvía a ser solitaria para mí. Como era algo que parecía no tener remedio, lo tomé con resignación. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.

En casa, Gloria recibía la primavera -cada vez más cargada de efluvios- con una gran nerviosidad que nunca había visto en ella. Estaba llorosa a menudo. La abuela me dijo, como un gran secreto, que tenía miedo de que estuviese embarazada otra vez.

– En otros tiempos no te lo hubiera dicho…, porque tú eres una niña. Pero ahora, después de la guerra…

La pobre vieja no sabía a quién confiar sus inquietudes.

Sin embargo, no sucedía nada de esto. El aire de abril y de mayo es irritante, excita y quema más que el de plena canícula, sólo esto sucedía. Los árboles de la calle de Aribau -aquellos árboles ciudadanos, que, según Ena, olían a podrido, a cementerio de plantas- estaban llenos de delicadas hojitas casi transparentes. Gloria, ceñuda en la ventana, miraba toda esta sonrisa y suspiraba. Un día la vi lavando su traje nuevo y queriendo cambiarle el cuello. Lo tiró al suelo, desesperada.

– ¡Yo no sé hacer estas cosas! -dijo-. ¡No sirvo!

Nadie le había mandado que lo hiciera. Se encerró en su cuarto.

Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por cualquier cosa. Daba palmaditas en la espalda a su hermano. Luego tenía terribles broncas con su mujer, como consecuencia de todo esto.

Un día oí tocar el piano a Román. Tocaba algo que yo conocía. Su canción de primavera, compuesta en honor del dios Xochipilli. Aquella canción que, según él, le daba mala suerte. Gloria estaba en un rincón oscuro del recibidor esforzándose en escuchar. Yo entré y empecé a mirar sus manos sobre el teclado. Al final, dejó la música con cierta irritación.

– ¿Quieres algo, pequeña?

También Román parecía haber cambiado respecto a mí.

– ¿Qué hablasteis el otro día Ena y tú, Román? Pareció sorprenderse.

– Nada de particular, creo yo, ¿qué te ha dicho?

– No me ha dicho nada. Desde ese día ya no somos amigas.

– Bueno, pequeña… Yo no tengo nada que ver con vuestras tontas historias de colegialas… Hasta ese punto no he llegado.

Y se marchó.

Las tardes se me hacían particularmente largas. Estaba acostumbrada a pasarlas arreglando mis apuntes, luego solía dar un buen paseo y antes de las siete ya estaba en casa de Ena. Ella veía a Jaime todos los días después de comer, pero volvía a esa hora para hacer conmigo la traducción. Algunos días se quedaba toda la tarde en su casa y era entonces cuando nos reuníamos allí la pandilla de la universidad. Los chicos, que pasaban el sarampión literario, nos leían sus poesías. Al final, la madre de Ena cantaba algo. Eran los días en que yo me quedaba a cenar allí. Todo esto pertenecía ya al pasado (alguna vez me aterraba pensar en cómo los elementos de mi vida aparecían y se disolvían para siempre apenas empezaba a considerarlos como inmutables). Las reuniones de amigos en casa de Ena dejaron de hacerse en virtud de la sombra amenazadora del final de curso que se nos venía encima. Y ya no se habló más entre Ena y yo de la cuestión de que yo volviera a su casa.