Una tarde encontré a Pons en la biblioteca de la universidad. Se puso muy contento al verme.

– ¿Vienes mucho por aquí? Antes no te veía.

– Sí, vengo a estudiar… Es que no tengo libros…

– ¿De veras? Yo te puedo prestar los míos. Mañana te los traeré.

– ¿Y tú?

– Ya te los pediré cuando me hagan falta. Al día siguiente, Pons llegó a la universidad con unos libros nuevos, sin abrir.

– Puedes conservarlos… Este año han comprado en casa los textos por partida doble.

Yo estaba tan avergonzada que tenía ganas de llorar. Pero ¿qué le iba a decir a Pons? Él estaba entusiasmado.

– ¿Ya no eres amiga de Ena? -me preguntó.

– Sí, es que la veo menos, por los exámenes…

Pons era un muchacho muy infantil. Pequeño y delgado, con unos ojos a los que daban dulzura sus pestañas, muy largas. Un día lo encontré en la universidad terriblemente excitado.

– Oye, Andrea, escucha… No te lo había dicho antes porque no teníamos permiso para llevar a chicas. Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta…, en fin, se trata de mi amigo Guíxols y él ha dicho que sí, ¿entiendes?

Yo no había oído hablar nunca de Guíxols.

– No, ¿cómo voy a entender?

– ¡Ah! Es verdad. Ni siquiera te he hablado nunca de mis amigos… Estos de aquí, de la universidad, no son realmente mis amigos. Se trata de Guíxols, de Iturdiaga principalmente…, en fin, ya los conocerás. Todos son artistas, escritores, pintores…, un mundo completamente bohemio. Completamente pintoresco. Allí no existen convencionalismos sociales…, Pujol, un amigo de Guíxols…, y mío también, claro…, lleva chalina y el cabello largo. Es un tipo estupendo… Nos reunimos en el estudio de Guíxols, que es pintor…, un muchacho muy joven…, vamos, quiero decir joven como artista, por lo demás tiene ya veinte años, pero con un talento enorme. Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo a que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros. Y, en fin, me han dicho que te lleve esta tarde. El estudio está en el barrio antiguo…

Ni siquiera había soñado que yo pudiera rechazar la tentadora invitación. Naturalmente, lo acompañé.

Fuimos andando, dando un largo paseo, por las calles antiguas. Pons parecía muy feliz. A mí me había sido siempre extraordinariamente simpático.

– ¿Conoces la iglesia de Santa María del Mar? -me dijo Pons.

– No.

– Vamos a entrar un momento si quieres. La ponen como ejemplo del puro gótico catalán. A mí me parece una maravilla. Cuando la guerra la quemaron…

Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente.

Pons me dejó su sombrero, sonriendo al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba grande y fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas. Levanté los ojos y vi los vitrales rotos de las ventanas, entre las piedras que habían ennegrecido las llamas. Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto. Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo con ojos cargados de alegría. Luego me guió hasta la calle de Monteada, donde tenía su estudio Guíxols.

Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una impresión de paz. De allí partía la señorial y ruinosa escalera de piedra, que subimos. En el último piso, Pons llamó tirando de una cuerdecita que colgaba en la puerta. Se oyó una campanilla muy lejos. Nos abrió un muchacho a quien Pons llegaba más abajo del hombro. Creí que sería Guíxols. Pons y él se abrazaron con efusión. Pons me dijo:

– Aquí tienes a Iturdiaga, Andrea… Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las huellas de Bécquer…

Iturdiaga me estudió desde su altura. Sujetaba una pipa entre los largos dedos y vi que, a pesar de su aspecto imponente, era tan joven como nosotros.

Le seguimos, atravesando un largo dédalo de habitaciones destartaladas y completamente vacías, hasta el cuarto donde Guíxols tenía su estudio. Un cuarto grande, lleno de luz, con varios muebles enfundados -sillas y sillones-, un gran canapé y una mesita donde, en un vaso -como un ramo de flores-, habían colocado un manojo de pinceles.

Por todos lados se veían las obras de Guíxols: en los caballetes, en la pared, arrimadas a los muebles o en el suelo…

Allí estaban reunidos dos o tres muchachos que se levantaron al verme. Guíxols era un chico con tipo de deportista. Fuerte y muy jovial, completamente tranquilo, casi la antítesis de Pons. Entre los otros vi al célebre Pujol que, con su chalina y todo, era terriblemente tímido. Más tarde llegué a conocer sus cuadros, que hacía imitando punto por punto los defectos de Picasso -la genialidad no es susceptible de imitarse, naturalmente. No era esto culpa de Pujol ni de sus diecisiete años ocupados en calcar al maestro-. Él más notable de todos parecía ser Iturdiaga. Hablaba con gestos ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía escrita una novela de cuatro tomos, pero no encontraba editor para ella.

– ¡Qué belleza, amigos míos! ¡Qué belleza! -decía hablando del Monasterio de Veruela-. ¡Comprendí la vocación religiosa, la exaltación mística, el encierro perpetuo en la soledad!… Sólo me faltabais vosotros y el amor… Yo sería libre como el aire si el amor no me enganchara en su carro continuamente, Andrea -añadió, dirigiéndose a mí.

Luego se puso serio.

– Pasado mañana me bato con Martorell, no hay remedio. Tú, Guíxols, serás mi padrino.

– No, ya lo arreglaremos antes de que llegue el caso -dijo Guíxols, ofreciéndome un cigarrillo-. Puedes estar seguro de que lo arreglaré… Es una estupidez el que te batas porque Martorell haya dicho una grosería a una florista de la Rambla.

– ¡Una florista de la Rambla es una dama como cualquier mujer!

– No lo dudo, pero tú no la habías visto hasta entonces, y en cambio Martorell es nuestro amigo. Quizás un poco aturdido, pero un chico excelente. Te advierto que él toma todo esto a broma. Tenéis que reconciliaros.

– ¡No, señor! -gritó Iturdiaga-. Martorell dejó de ser mi amigo cuando…

– Bueno. Ahora vamos a merendar si Andrea tiene la bondad de hacernos unos bocadillos con el pan y el jamón que encontrará escondido detrás de la puerta…

Pons observaba continuamente el efecto que me producían sus amigos y buscaba mis ojos para sonreírme. Hice café y lo tomamos en tazas de diferentes tamaños y formas, pero todas de porcelana fina y antigua, que Guíxols guardaba en una vitrina. Pons me informó que Guíxols las adquiría en los Encantes.

Yo observaba los cuadros de Guíxols: marinas sobre todo. Me interesó un dibujo de la cabeza de Pons. Al parecer, Guíxols tenía suerte y vendía bien sus cuadros, aunque aún no había hecho ninguna exposición. Sin querer comparé su pintura con la de Juan. La de Guíxols era mejor, indudablemente. Al oír hablar de miles de pesetas, me pasó como un rayo de crueldad la voz de Juan por mis orejas… «¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros?» A mí aquel ambiente bohemio me pareció muy confortable. El único mal vestido y con las orejas sucias era Pujol, que comía con gran apetito y gran silencio. A pesar de esto, me enteré de que era rico. Guíxols mismo era hijo de un fabricante riquísimo. Iturdiaga y Pons pertenecían también a familias conocidas en la industria catalana. Pons, además, era hijo único, y muy mimado, según me enteré mientras él enrojecía hasta las orejas.