– Sí, me acuerdo.

– Sé que te molesta que yo sea amiga de Román. Ya te había pedido que me lo presentaras hace tiempo… Comprendí que si quería ser tu amiga no había ni que pensar en tal cosa… Y el día en que fui a buscarte a tu casa, cuando nos encontraste juntos no podías disimular tu irritación y tu disgusto. Al día siguiente vi que venías dispuesta a hablar de aquello… A pedirme cuentas, quizá. No sé… No me apetecía verte. Tienes que comprender que yo puedo escoger mis propios amigos, y Román (yo no lo niego) me interesa mucho…

– Es una persona mezquina y mala.

– Yo no busco en las personas ni la bondad ni la buena educación siquiera…, aunque creo que esto último es imprescindible para vivir con ellas. Me gustan las gentes que ven la vida con ojos distintos que los demás, que consideran las cosas de otro modo que la mayoría… Quizá me ocurra esto porque he vivido siempre con seres demasiado normales y satisfechos de ellos mismos… Estoy segura de que mi madre y mis hermanos tienen la certeza de su utilidad indiscutible en este mundo, que saben en todo momento lo que quieren, lo que les parece mal y lo que les parece bien… Y que han sufrido muy poca angustia ante ningún hecho.

– ¿Tú no quieres a tu padre?

– Claro que sí. Esto es aparte… Y estoy agradecida a la Providencia de que sea tan guapo, ya que me parezco a él… Pero nunca he acabado de comprender por qué se ha casado con él mi madre. Mi madre ha sido la pasión de toda mi infancia. He notado desde muy pequeña que ella era distinta de todos los demás… Yo la acechaba. Me parecía que tenía que ser desgraciada. Cuando me fui dando cuenta de que quería a mi padre y de que era feliz me entró una especie de decepción…

Ena estaba seria.

– Y no lo puedo remediar. Toda mi vida he estado huyendo de mis simples y respetables parientes… Simples pero inteligentes a la vez, en su género, que es lo que les hace tan insoportables… Me gusta la gente con ese átomo de locura que hace que la existencia no sea monótona, aunque sean personas desgraciadas y estén siempre en las nubes, como tú… Personas que, según mi familia, son calamidades indeseables.

Yo la miré.

– Prescindiendo de mi madre… con mamá no se sabe nunca lo que va a pasar y éste es uno de sus atractivos…, ¿qué crees que dirían mi padre o mi abuelo de ti misma si supieran tu modo real de ser? Si supieran, como yo sé, que te quedas sin comer y que no te compras la ropa que necesitas por el placer de tener con tus amigos delicadezas de millonaria durante tres días… Si supieran que te gusta vagabundear sola por la noche. Que nunca has sabido lo que quieres y que siempre estás queriendo algo… ¡Bah! Andrea, creo que se santiguarían al verte, como si fueras el diablo.

Se acercó a mí y se quedó enfrente. Me puso sus dos manos en los hombros, mirándome.

– Y tú, querida, esta tarde y siempre que se trata de tu tío o de tu casa eres igual que mis parientes… Te horrorizas sólo de pensar que yo estoy allí. Te crees que no sé lo que es ese mundo tuyo, cuando lo que sucede es que me ha absorbido desde el primer momento y que quiero descubrirlo completamente.

– Estás equivocada. Román y los demás de allí no tienen ningún mérito más que el de ser peores que las otras personas que tú conoces y vivir entre cosas torpes y sucias.

Yo hablaba con brusquedad, dándome cuenta que no podría convencerla.

– Cuando llegué a tu casa el otro día, ¡qué mundo tan extraño apareció a mis ojos! Me quedé hechizada. Jamás hubiera podido soñar, en plena calle de Aribau, un cuadro semejante el que ofrecía Román tocando para mí, a la luz de las velas, en aquella madriguera de antigüedades… No sabes cuánto pensaba en ti. Cuánto me interesabas por vivir en aquel sitio inverosímil. Te comprendía mejor… Te quería. Hasta que llegaste… Sin darte cuenta me mirabas de un modo que estropeabas mi entusiasmo. De modo que no me guardes rencor por querer entrar yo sola en tu casa y conocerlo todo. Porque no hay nada que no me interese… Desde esa especie de bruja que tenéis por criada, hasta el loro de Román…

»En cuanto a Román, no me dirás que sólo tiene el mérito de estar metido en ese ambiente. Es una persona extraordinaria. Si lo has oído interpretar sus composiciones, tendrás que reconocerlo.

Bajamos a la ciudad en el tranvía. El aire tibio de la tarde levantaba los cabellos de Ena. Estaba muy guapa. Me dijo aún:

– Ven a casa cuando quieras… Perdóname por haberte dicho que no vinieras. Eso es otro asunto. Ya sabes que eres mi única amiga. Mi madre me pregunta por ti y parece alarmada… Estaba contenta de que al fin simpatice con una chica; desde que tengo uso de razón me ha visto rodeada de muchachos únicamente…

15

Llegué a casa con dolor de cabeza y me extrañó el gran silencio que había a la hora de la cena. La criada se movía con desacostumbrada ligereza. En la cocina la vi acariciando al perro, que apoyaba la cabezota sobre su regazo. De cuando en cuando recorrían a aquella mujer sacudidas nerviosas como descargas eléctricas y se reía enseñando los dientes verdes.

– Va a haber entierro -me dijo.

– ¿Cómo?

– Se va a morir el crío…

Me fijé que en la alcoba del matrimonio había luz.

– Ha venido el médico. He ido a la farmacia a buscar las medicinas, pero no me han querido fiar, porque ya saben en el barrio cómo andan las cosas en la casa desde que murió el pobre señor… ¿Verdad, Trueno?

Entré en la alcoba. Juan había hecho una pantalla a la luz para que no molestara al niño, que parecía insensible, encarnado de fiebre. Juan lo tenía entre los brazos, porque el pequeño de ninguna manera soportaba estar en la cuna sin llorar continuamente… La abuela parecía atontada. Vi que le acariciaba los pies metiendo sus manos por debajo de la manta que le envolvía. Rezaba el rosario mientras tanto y me extrañó que no llorase. La abuela y Juan estaban sentados en el borde de la gran cama de matrimonio, y en el fondo, sobre la cama también, pero apoyada contra la esquina de la pared, vi a Gloria jugando a las cartas muy preocupada. Estaba sentada a la manera moruna, desgreñada y sucia como de costumbre. Pensé que estaría haciendo solitarios. A veces los hacía.

– ¿Qué tiene el niño? -pregunté.

– No se sabe -contestó rápidamente la abuela.

Juan la miró y dijo:

– El médico opina que es un principio de pulmonía, pero yo creo que es del estomago.

– ¡Ah!…

– No tiene ninguna importancia. El nene está perfectamente constituido y soportará bien las fiebres -siguió diciendo Juan mientras sujetaba con gran delicadeza la cabecita del pequeño, apoyándola en su pecho.

– Juan! -chilló Gloria-. ¡Ya es hora de que te vayas! Él miró al niño con una preocupación que me habría parecido extraña si yo hubiera tenido en cuenta sus palabras anteriores. Dulcificó un poco la voz.

– No sé si ir, Gloria… ¿Qué te parece? Este pequeño únicamente quiere estar conmigo.

– Me parece, chico, que no estamos para pensarlo. Te ha caído del cielo esa oportunidad de poder ganar unas pesetas tranquilamente. Ya nos quedamos yo y la mamá. Además, en el almacén hay teléfono, ¿no? Te podríamos avisar si se pusiera peor… Y como no eres tú solo el que haces la guardia, podrías venirte. Todo sería que no cobraras al día siguiente…

Juan se levantó. El niño empezó a gemir. Juan sonrió con una rara mueca, indeciso…

– ¡Anda, chico, anda! Dáselo a la mamá.

Juan lo puso en brazos de la abuela y el niño empezó a llorar.

– ¡A ver! Dámelo a mí.

En brazos de su madre parecía estar mejor el pequeño.

– ¡Qué pícaro! -dijo la abuela con tristeza-. Cuando está bueno sólo quiere que le tenga yo, y ahora…

Juan se metía el abrigo, pensativo, mirando al niño.

– Come algo antes de marcharte. Hay sopa en la cocina y queda un pan en el aparador.

– Sí, beberé sopa caliente. La pondré en una taza… Antes de marcharse volvió aún a la alcoba.