Al pronto, estaba tan cansada, que me senté en el umbral, con la cabeza entre las manos, sin reflexionar. Más tarde me empezó a entrar risa. Me tapé la boca con las manos que me temblaban porque la risa era más fuerte que yo. ¡Para esto toda la carrera, la persecución agotadora!… ¿Qué pasaría si no salían de allí en toda la noche? ¿Cómo iba a encontrar yo sola el camino de casa? Creo que después estuve llorando. Pasó mucho rato, una hora quizá. Del suelo reblandecido se levantaba humedad. La luna iluminaba el pico de una casa con un baño plateado. Lo demás lo dejaba a oscuras. Me empezó a entrar frío a pesar de la noche primaveral. Frío y miedo indefinido. Empecé a temblar. Se abrió la puerta a mi espalda y una cabeza de mujer asomó cautelosa, llamándome:

–  Pobreta… Entra, entra.

Me encontré en el local cerrado de una tienda de comestibles y bebidas, iluminado únicamente por una bombilla de pocas bujías. Junto al mostrador estaba Juan, dando vueltas entre sus dedos a un vaso lleno. De otra habitación venía un ruido animado y un chorro de luz se filtraba bajo una cortina. Indudablemente se jugaba a las cartas. «¿Dónde estará Gloria?», pensé. La mujer que me había abierto era gordísima y tenía el cabello teñido. Mojó la punta de un lápiz en su lengua y apuntó algo en un libro.

– De modo que ya es hora de que te vayas enterando de tus asuntos, Juan. Ya es hora de que sepas que Gloria te mantiene… Eso de venir dispuesto a matar es muy bonito…, y la sopa boba de mi hermana aguantando todo antes que decirte que los cuadros no los quieren más que los traperos… Y tú con tus ínfulas de señor de la calle de Aribau…

Se volvió a mí:

–  Vols una mica d'aiguardent, nena?

– No, gracias.

–  Que delicadeta ets, nota!

Y se empezó a reír.

Juan escuchaba el rapapolvo, sombrío. Yo ni siquiera pude imaginarme lo que sucedió mientras estuve en la calle. Juan no llevaba ya el pañuelo en la cabeza. Me fijé que su camisa estaba rasgada. La mujer siguió:

– Y puedes dar gracias a Dios, Joanet, de que tu mujer te quiera. Con el cuerpo que tiene podría ponerte buenos cuernos y sin pasar tantos sustos como pasa la pobretapara poder venir a jugar a las cartas. Todo para que el señorón se crea que es un pintor famoso…

Se empezó a reír, moviendo la cabeza. Juan dijo:

– ¡Si no te callas, te estrangulo! ¡Cochina!

Ella se irguió amenazadora… Pero en aquel momento cambió de expresión para sonreír a Gloria que aparecía, saliendo de una puerta lateral. Juan la sintió llegar también, pero aparentó no verla mirando hacia el vaso. Gloria parecía cansada. Dijo:

– ¡Vamos, chico!

Y cogió el brazo de Juan. Indudablemente le había visto antes. Dios sabe lo que habría pasado entre ellos.

Salimos a la calle. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, Juan echó un brazo por la espalda de Gloria, apoyándose en sus hombros. Caminamos un rato callados.

– ¿Se ha muerto el niño? -preguntó Gloria.

Juan dijo que no con la cabeza y empezó a llorar. Gloria estaba espantada. Él la abrazó, la apretó contra su pecho y siguió llorando, todo sacudido por espasmos, hasta que la hizo llorar también.

16

Román entró impetuoso, como rejuvenecido, en la casa.

– ¿Han traído mi traje nuevo? -preguntó a la criada.

– Sí, señorito Román. Se lo he subido arriba… Truenose empezó a levantar, perezoso y gordo, para saludar a Román.

– Este Trueno-dijo mi tío, frunciendo el ceño- se está volviendo demasiado decadente… Amigo mío, si sigues así te degollaré como a un cerdo…

La sonrisa se quedó quieta en la cara de la criada. Sus ojos se volvieron brillantes.

– ¡No diga bromas, señorito Román! ¡Pobre Trueno ! ¡Si cada día está más guapo!… ¿Verdad, Trueno?¿Verdad, hijito?

Se puso en cuclillas la mujer y el perro le plantó sus patas en los hombros y lamió la cara oscura. Román miraba con curiosidad la escena y se le curvaban los labios en una expresión indefinible.

– De todas maneras, si este perro sigue así le mataré… No me gusta tanta felicidad y tanto abotargamiento.

Román dio media vuelta y se marchó. Al pasar me acarició las mejillas. Tenía brillantes los ojos negros. La piel de su cara era morena y dura, había allí multitud de pequeñas arrugas hondas, como hechas a cortaplumas. En el brillante y rizoso pelo negro, algunas canas. Por primera vez pensé en la edad de Román. Precisamente lo pensé aquel día en que parecía más joven.

– ¿Necesitas dinero, pequeña? Te quiero hacer un regalo. He hecho un buen negocio.

No sé qué me impulsó a contestar:

– No necesito nada. Gracias, Román… Se quedó medio sonriente, confuso.

– Bueno. Te daré cigarrillos. Tengo algunos estupendos… Parecía que quería decir algo más. Se detuvo cuando se marchaba.

– Ya sé que ahora tienen una buena temporada ésos -y señaló, irónico, el cuarto de Juan-. No puedo estar tanto tiempo fuera de casa…

Yo no le dije nada. Se marchó al fin.

– ¿Has oído? -me dijo Gloria-. Román se compra un traje nuevo…, y camisas de seda, chica… ¿A ti qué te parece?

– Me parece bien -me encogí de hombros.

– Román nunca se ha preocupado de sus vestidos. Dime la verdad, Andrea. ¿A ti te parece que está enamorado? ¡Román se enamora muy fácilmente, chica!

Gloria se estaba poniendo más fea. La cara se le había consumido aquel mes de mayo y sus ojillos aparecían hundidos.

– Tú también le gustabas a Román al principio, ¿no? Ahora ya no le gustas. Ahora le gusta tu amiguita Ena.

La idea de que yo pudiera haber gustado como mujer a mi tío era tan idiota que me quedé absorta. «¿Cómo serán nuestros actos y nuestras palabras interpretados por cerebros así?», pensé, asombrada, mirando la blanca frente de Gloria.

Me marché a la calle pensando aún en estas cosas. Caminaba deprisa y distraída, pero me di cuenta de que un viejo de nariz colorada atravesaba la calle para venir hacia mí. Y poseída del mismo malestar de siempre crucé a mi vez a la otra acera, no pudiendo evitar, sin embargo, que nos encontráramos en medio. Él llegó sin alientos para pasar justamente a mi lado, quitarse la vieja gorra y saludarme.

– ¡Buenos días, señorita!

El pícaro aquel tenía los ojos brillantes de ansiedad. Le saludé con una inclinación de cabeza y huí.

Le conocía bien. Era un viejo pobre que nunca pedía nada. Apoyado en una esquina de la calle de Aribau, vestido con cierta decencia, permanecía horas de pie, apoyándose en su bastón y atisbando. No importaba que hiciera frío o calor: él estaba allí sin plañir ni gritar, como esos otros mendigos expuestos siempre a que los recojan y lleven al asilo. Él sólo saludaba con respetuosa cortesía a los transeúntes, que a veces se compadecían y ponían en sus manos una limosna. Nada se le podía reprochar. Yo le tenía una antipatía especial que con el tiempo iba creciendo y enconándose. Era mi protegido forzoso, y por eso creo yo que le odiaba tanto. No se me ocurría pensarlo entonces, pero me sentía obligada a darle una limosna y a avergonzarme cuando no tenía dinero para ello. Yo había heredado al viejo de mi tía Angustias. Me acuerdo que cada vez que salíamos ella y yo a la calle, la tía depositaba cinco céntimos en aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen saludo. Además, se paraba a hablarle en tono autoritario, obligándole a contarle mentiras o verdades de su vida. Él contestaba a todas sus preguntas con la mansedumbre apetecida por Angustias… A veces los ojos se le escapaban en dirección de algún cliente a quien ardía en ganas de saludar y cuya vista estorbábamos mi tía y yo paradas en la acera. Pero Angustias seguía interrogando:

– ¡Conteste! ¡No se distraiga! ¿… Y es verdad que su nietecillo no puede ingresar en el orfelinato? ¿Y su hija murió al fin? ¿Y…? Al fin terminaba: