– Conste que me enteraré de lo que hay de verdad en todo eso. Le puede costar muy caro a usted el engañarme.

Desde aquellos tiempos ya nos habíamos quedado unidos él y yo por un lazo forzoso; porque estoy segura de que adivinó mi antipatía por Angustias. Una sonrisa mansurrona le vagaba por los labios entre las decentes barbas plateadas, y mientras tanto sus ojos se disparaban hacia mí, a momentos, bailándole de inteligencia. Yo le miraba desesperada.

«¿Por qué no la manda usted a paseo?», le preguntaba yo sin hablar.

Los ojos suyos seguían chispeando.

– Sí, señorita. ¡Dios la bendiga, señorita! ¡Ay, señorita, lo que pasamos los pobres! ¡Dios y la virgen de Montserrat, señorita, y la virgen del Pilar la acompañen!

Al final recibía su paga de cinco céntimos con toda humildad y zalamería. Angustias respiraba con el orgullo hinchado.

– Hay que ser caritativa, hija…

Desde entonces yo le tenía antipatía al viejo. El primer día que tuve dinero en mis manos le di cinco pesetas, para que él se sintiera también liberado de la estrechez de tía Angustias y tan alegre como yo; aquel día yo había querido repartirme, fundirme con todos los seres de la creación. Cuando empezó su sarta de alabanzas me fastidió de tal modo que se lo dije antes de echar a correr para no oírle:

– ¡Cállese, hombre!

Al día siguiente ya no tuve dinero para darle, ni al otro. Pero su saludo y sus ojos bailarines me perseguían, me obsesionaban en aquel trocito de la calle de Aribau. Inventé mil trampas para escabullirme, para burlarle. Algunas veces di un rodeo subiendo hacia la calle Muntaner. Por entonces fue cuando tomé la costumbre de comer fruta seca por la calle. Algunas noches, hambrienta, compraba un cucurucho de almendras en el puesto de la esquina. Me era imposible esperar a llegar a casa para comérmelas… Entonces me seguían siempre dos o tres chicos descalzos.

– ¡Una almendrita! ¡Mire que tenemos hambre!

– ¡No tenga mal corazón!

(¡Ah! ¡Malditos!, pensaba yo. Vosotros habéis comido caliente en algún comedor de auxilio social. Vosotros no tenéis el estómago vacío.) Les miraba furiosa. Daba codazos para librarme de ellos. Un día, uno me escupió… Pero si pasaba delante del viejo, si tenía la mala suerte de tropezarme con sus ojos, yo le daba el cucurucho entero que llevaba en la mano, a veces casi lleno. Yo no sé por qué lo hacía. No me inspiraba la más mínima compasión, pero me crispaba los nervios con sus ojos pacíficos. Le ponía las almendras en la mano como si se las tirase a la cara y luego me quedaba casi temblorosa de ira y de apetito insatisfecho. No lo podía soportar. En cuanto cobraba mi paga pensaba en él y el viejo tenía un sueldo de cinco pesetas mensuales que representaban un día menos de comida para mí. Era tan psicólogo, el muy ladino, que ya no me daba las gracias. Eso sí, no podía prescindir de su saludo. Sin su saludo yo me hubiera olvidado de él. Era su arma de combate.

Aquel día fue de los primeros de mis vacaciones. Se habían terminado los exámenes y me encontré con un curso de la carrera acabado. Pons me preguntó:

– ¿Qué piensas hacer este verano?

– Nada, no sé…

– ¿Y cuando termines la carrera?

– No sé tampoco. Daré clases, supongo.

(Pons tenía la habilidad de estremecerme con sus preguntas. Mientras le decía que iba a dar clases comprendía con claridad que nunca podría ser yo una buena profesora.)

– ¿No te gustaría más casarte? Yo no le contesté.

Había salido aquella tarde a la calle atraída por el día caliente y vagaba sin ninguna dirección determinada. Pensaba ir a última hora hacia el estudio de Guíxols.

Apenas me había cruzado con el viejo mendigo, vi a Jaime tan distraído como yo. Estaba sentado en su coche, que había parado allí, junto a una acera de la calle de Aribau. La figura de Jaime me trajo muchos recuerdos, entre ellos el de mi deseo de volver a ver a Ena. Jaime estaba fumando, apoyado contra el volante. Recordé que hasta entonces no le había visto fumar nunca. Por una casualidad levantó los ojos y me vio. Tenía unos movimientos muy ligeros; saltó del coche y me cogió las manos.

– Llegas oportunamente, Andrea. Tenía muchas ganas de verte… ¿Está Ena en tu casa?

– No.

– Pero ¿va a venir?

– Yo no sé, Jaime. Parecía despistado.

– ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo?

– Sí, con mucho gusto.

Me senté en el coche, a su lado, miré su cara y me pareció bañada de pensamientos ajenos por completo a mí. Salimos de Barcelona por la carretera de Vallvidrera. En seguida nos envolvieron los pinos con su cálido olor.

– ¿Ya sabes que Ena y yo no nos vemos ahora? -me preguntó Jaime.

– No. Tampoco yo la veo mucho durante esta temporada.

– Sin embargo, va a tu casa. Me puse un poco encarnada.

– No es para verme a mí.

– Sí, ya lo sé; ya me lo supongo…, pero creí que la veías, que hablabas con ella.

– No.

– Quería que le dijeras, si la ves, una cosa de mi parte…

– ¿Sí?

– Quiero que sepa que yo tengo confianza en ella.

– Bueno, se lo diré.

Jaime hizo parar el automóvil y nos paseamos al borde de la carretera entre los troncos rojizos y dorados. Aquel día estaba yo en una disposición de ánimo especial al mirar a la gente. Me pregunté, como antes había hecho con Román, qué edad podría tener Jaime. Estaba de pie a mi lado, muy esbelto, mirando el espléndido panorama. En la frente se le formaban arrugas verticales. Se volvió hacia mí y me dijo:

– Hoy he cumplido veintinueve años… ¿Qué te pasa?

Mi asombro venía porque él había contestado a mi pregunta interior. Me miraba y se reía sin saber a qué atribuir mi expresión. Yo se lo dije.

Estuvimos un rato allí, casi sin hablar nada, en perfecta armonía, y luego, de común acuerdo, volvimos al auto. Cuando puso en marcha el motor me preguntó:

– ¿Quieres mucho a Ena?

– Muchísimo. No hay otra persona a quien yo quiera más. Me miró rápidamente.

– Bueno… Te debería decir como a los pobres… ¡Que Dios te bendiga!… Pero no es eso lo que te voy a decir, sino que no la dejes sola esta temporada, que la acompañes… A ella le pasa algo extraño. Estoy seguro. Creo que es desgraciada.

– Pero ¿por qué?

– Si yo lo supiera, Andrea, no habríamos reñido y ni tendría que pedirte a ti que la acompañes, sino que lo haría yo mismo. Creo que me he portado mal con Ena, no la he querido entender… Ahora he reflexionado, la sigo por la calle, hago las tonterías más grandes para verla y no me quiere ni escuchar. Huye de mí en cuanto me ve aparecer. Anoche mismo le escribí una carta… No la he leído, porque sé que la rompería, y no la he echado al correo porque me parece que me voy haciendo viejo para escribir cartas de amor de doce pliegos. Sin embargo, hubiera acabado mandándosela a su casa si no hubieras aparecido tú. Yo prefiero que tú se lo digas. ¿Querrás? Dile que tengo confianza en ella y que no le preguntaré nunca nada. Pero que necesito verla.

– Sí, se lo diré.

Después de esto no hablamos más. A mí la charla de Jaime me había parecido confusa y al mismo tiempo me emocionaba con su vaguedad.

– ¿Adónde quieres que te lleve? -me preguntó al entrar en Barcelona.

– A la calle de Monteada, si haces el favor. Me condujo hasta allí, silencioso. En la puerta del viejo palacio donde tenía su estudio Guíxols nos despedimos. En aquel momento llegaba también Iturdiaga. Noté que Jaime y él se hacían un frío saludo.

– ¿Sabéis que esta señorita ha venido en auto? -dijo Iturdiaga cuando estuvimos en el estudio.

– Tenemos que prevenirla contra Jaime -añadió después.

– ¡Ah! ¿Sí? Y ¿por qué? Pons me miró un poco dolorido.

Iturdiaga opinó que Jaime era una calamidad. Su padre había sido un célebre arquitecto y era de una familia rica.

– Un niño mimado, en fin -dijo Iturdiaga-; una persona sin iniciativas a la que en la vida se le ha ocurrido hacer nada.