– Tengo ganas de ir al campo y de ver árboles -dijo Ena, y se le dilataron un poco las aletas de la nariz-. Tengo ganas de ver pinos (no estos plátanos de la ciudad que huelen a tristes y a podridos desde una legua) o quizá lo que más deseo es ver el mar… El domingo que viene iré al campo con Jaime y tú también vendrás, Andrea… ¿No te parece?

Yo sabía casi tan bien como Ena la manera de ser de Jaime: sus gustos, su pereza, sus melancolías -que desesperaban y encantaban a mi amiga-, su aguda inteligencia, aunque no le había visto nunca. Muchas tardes, inclinadas sobre el diccionario griego, interrumpíamos la traducción para hablar de él. Ena se ponía más bonita, con los ojos dulcificados por la alegría. Cuando su madre aparecía en la puerta nos callábamos rápidamente porque Jaime era el gran secreto de mi amiga.

– Creo que me moriría si lo supieran en casa. Tú no sabes… Yo soy muy orgullosa. Mi madre me conoce sólo en un aspecto: como persona burlona y malintencionada y así le gusto. A todos los de casa les hago reír con los desplantes que doy a mis pretendientes… A todos menos al abuelo, naturalmente; el abuelo casi tuvo un ataque de apoplejía cuando rechacé este verano a un señor respetable y riquísimo con quien estuve coqueteando… Porque a mí me gusta que los hombres se enamoren, ¿sabes? Me gusta mirarlos por dentro. Pensar… ¿De qué clase de ideas están compuestos sus pensamientos? ¿Qué sienten ellos al enamorarse de mí? La verdad es que razonándolo resulta un juego un poco aburrido, porque ellos tienen sus añagazas infantiles, siempre las mismas. Sin embargo, para mí es una delicia tenerles entre mis manos, enredarles con sus propias madejas y jugar como los gatos con los ratones… Bueno, el caso es que tengo a menudo ocasiones para divertirme, porque los hombres son idiotas y les gusto yo mucho… En mi casa están seguros de que nunca me enamoraré. Yo no puedo aparecer ahora ilusionada como una tonta y presentar a Jaime… Además, intervendrían todos: tíos, tías…, habría que enseñárselo al abuelo como un bicho raro…, luego lo aprobarían porque es rico, pero se quedarían desesperados porque no entiende una palabra de administrar sus riquezas. Sé lo que diría cada uno. Querrían que viniera a casa cada día… Tú me entiendes, ¿verdad, Andrea? Acabaría por no poder soportar a Jaime. Si alguna vez nos casamos, entonces no habrá más remedio que decirlo, pero no todavía. De ninguna manera.

– ¿Por qué quieres que vaya con vosotros al campo? -dije, asombrada.

– Le diré a mamá que me voy contigo para todo el día…, y siempre es más agradable que sea verdad. Tú no me estorbas nunca y Jaime estará encantado de conocerte. Ya verás. Le he hablado mucho de ti.

Yo sabía que Jaime se parecía al san Jorge pintado en la tabla central del retablo de Jaime Huguet. El san Jorge que se cree que es un retrato del príncipe de Viana. Me lo había dicho Ena muchas veces, y juntas estuvimos viendo una fotografía de la pintura que ella había puesto en su mesilla de noche. Cuando vi a Jaime noté efectivamente el parecido y me impresionó la misma fina melancolía de la cara. Cuando se reía, la semejanza se esfumaba de un modo desconcertante, quedando él mucho más guapo y vigoroso que el cuadro. Parecía feliz con la idea de llevarnos a las dos a la orilla del mar, en aquella época del año en que no iba nadie. Tenía un auto muy grande. Ena frunció el ceño.

– Has estropeado el coche poniéndole gasógeno.

– Bueno, pero gracias a eso puedo llevaros adonde queráis.

Salimos los cuatro domingos de marzo y alguno más de abril, íbamos a la playa más que a la montaña. Me acuerdo que la arena estaba sucia de algas de los temporales de invierno. Ena y yo corríamos descalzas por la orilla del agua, que estaba helada, y gritábamos al sentirla rozarnos. El último día hacía ya casi calor y nos bañamos en el mar. Ena bailó una danza de su invención para reaccionar. Yo estaba tumbada en la arena, junto a Jaime, y los dos veíamos su figura graciosa recortada contra el Mediterráneo, cabrilleante y azul. Vino hacia nosotros luego, riéndose, y Jaime la besó. La vi apoyada contra él, cerrando un momento sus doradas pestañas.

– ¡Cómo te quiero!

Lo dijo asombrada, como si hiciera un gran descubrimiento. Jaime me miró sonriéndose, emocionado y confuso a la vez. Ena me miró también y me tendió la mano.

– Y a ti también, queridísima… Tú eres mi hermana. De veras, Andrea. Ya ves… ¡He besado a Jaime delante de ti!

Volvimos de noche, por la carretera junto al mar. Yo veía el encaje fantástico que formaban las olas en la negrura y las misteriosas lucecitas lejanas de las barcas…

– Sólo hay una persona a quien quiera tanto como a vosotros dos. Quizá más que a vosotros dos juntos…, o quizá no, Jaime, quizá no la quiera tanto como a ti… Yo no sé. No me mires así, que va a volcar el auto. A veces me atormenta la duda de a quién quiero más, si a ti o…

Yo escuchaba atentamente.

– ¿Sabes, querida -dijo Jaime con un tono en el que se traslucía una ironía tan rabiosa que llegaba al despecho infantil-, que es ya hora de que empieces a decirnos su nombre?

– No puedo -estuvo callada unos momentos-. No os lo diré por nada del mundo. También para vosotros puedo tener un secreto.

¡Qué días incomparables! Toda la semana parecía estar alboreada por ellos. Salíamos muy temprano y ya nos esperaba Jaime con el auto en cualquier sitio convenido. La ciudad se quedaba atrás y cruzábamos sus arrabales tristes, con la sombría potencia de las fábricas a las que se arrimaban altas casas de pisos, ennegrecidas por el humo. Bajo el primer sol los cristales de estas casas negruzcas despedían destellos diamantinos. De los alambres de telégrafos salían chillando bandadas de pájaros espantados por la bocina insistente y enronquecida…

Ena iba al lado de Jaime. Yo, detrás, me ponía de rodillas, vuelta de espaldas en el asiento, para ver la masa informe y portentosa que era Barcelona y que se levantaba y esparcía al alejarnos, como un rebaño de monstruos. A veces Ena dejaba a Jaime y saltaba a mi lado para mirar también, para comentar conmigo aquella dicha.

Ningún día de la semana se parecía Ena a esta muchacha alocada, casi infantil de puro alegre, en que se convertía los domingos. A mí -que venía del campo- me hizo ella ver un nuevo sentido de la naturaleza en el que ni siquiera había pensado. Me hizo conocer el latido del barro húmedo cargado de jugos vitales, la misteriosa emoción de los brotes aún cerrados, el encanto melancólico de las algas desmadejadas en la arena, la potencia, el ardor, el encanto esplendoroso del mar.

– ¡No hagas historia! -me gritaba desesperada cuando yo veía en el mar latino el recuerdo de los fenicios y de los griegos. Y lo imaginaba surcado (tan quieto, esplendente y azul) de naves extrañas.

Ena nadaba con el deleite de quien abraza a un ser amado. Yo gozaba una dicha concedida a pocos seres humanos: la de sentirse arrastrada en ese halo casi palpable que irradia una pareja de enamorados jóvenes y que hace que el mundo vibre más, huela y resuene con más palpitaciones y sea más infinito y más profundo.

Comíamos en fondas a lo largo de la costa o en merenderos entre pinos, al aire libre. A veces llovía. Entonces Ena y yo nos refugiábamos bajo el impermeable de Jaime, quien se mojaba tranquilamente… Muchas tardes me he puesto algún chaleco de lana, o un jersey suyo. Él tenía una pila de estas cosas en el automóvil en previsión de la traidora primavera. Aquel año, por otra parte, hizo un tiempo maravilloso. Me acuerdo que en marzo volvíamos cargadas de ramas de almendro florecidas y en seguida empezó la mimosa a amarillear y a temblar sobre las tapias de los jardines.

Estos chorros de luz que recibía mi vida gracias a Ena, estaban amargados por el sombrío tinte con que se teñía mi espíritu otros días de la semana. No me refiero a los sucesos de la calle de Aribau, que apenas influían ya en mi vida, sino a la visión desenfocada de mis nervios demasiado afilados por un hambre que a fuerza de ser crónica llegué casi a no sentirla. A veces me enfadaba con Ena por una nadería. Salía de su casa desesperada. Luego regresaba sin decirle una palabra y me ponía a estudiar junto a ella. Ena se hacía la desentendida y seguíamos como si tal cosa. El recuerdo de estas escenas me hacía llorar de terror algunas veces cuando las razonaba en mis paseos por las calles de los arrabales, o por la noche, cuando el dolor de cabeza no me dejaba dormir y tenía que quitar la almohada para que se disipara. Pensaba en Juan y me encontraba semejante a él en muchas cosas. Ni siquiera se me ocurría pensar que estaba histérica por la falta de alimento. Cuando recibía mi mensualidad iba a casa de Ena cargada de flores, compraba dulces a mi abuela y también me acostumbré a comprar cigarrillos, que ahorraba para las épocas de escasez de comida, ya que me aliviaban y me ayudaban a soñar proyectos deshilvanados. Cuando Román volvió de su viaje, estos cigarrillos me los proporcionaba él, regalándomelos. Me seguía con una sonrisa especial cuando yo andaba por la casa, cuando me paraba en la puerta de la cocina, olfateando, o cuando me tumbaba horas enteras en la cama, con los ojos abiertos.