Oí en la calle palmadas llamando al vigilante. Mucho después el pitido de un tren al pasar por la calle de Aragón, lejano y nostálgico. El día me había traído el comienzo de una vida nueva; comprendía que Juan había querido estropeármela en lo posible al darme a entender que, si bien se me cedía una cama en la casa, era sólo eso lo que se me daba…

La misma noche en que se marchó Angustias, yo había dicho que no quería comer en la casa y que, por lo tanto, sólo pagaría una mensualidad por mi habitación. Había cogido la ocasión por los pelos cuando Juan, todavía borracho y excitado por las emociones del día aquél, se había encarado conmigo.

– Y a ver, sobrina, con lo que tú contribuyes a la casa…, porque yo, la verdad te digo, no estoy para mantener a nadie…

– No, lo que yo puedo dar es tan poco que no valdría la pena -dije, diplomática-. Ya me las arreglaré comiendo por mi cuenta. Sólo pagaré mi racionamiento de pan y mi habitación.

Juan se encogió de hombros.

– Haz lo que quieras -dijo de mal humor.

La abuelita escuchó moviendo la cabeza con aire de reprobación, pendiente de los labios de Juan. Luego empezó a llorar.

– No, no, que no pague la habitación…, que mi nieta no pague la habitación en casa de su abuela.

Pero así quedó decidido. Yo no tendría que pagar más que mi pan diario.

Había cobrado aquel día mi paga de febrero y poseída de las delicias de poderla gastar, me lancé a la calle y adquirí enseguida aquellas fruslerías que tanto deseaba…, jabón bueno, perfume y también una blusa nueva para presentarme en casa de Ena, que me había invitado a comer. Además unas rosas para su madre. Comprar las rosas me emocionó especialmente. Eran magníficas flores, caras en aquella época. Se podía decir que eran inasequibles para mí. Y, sin embargo, yo las tuve entre mis brazos y las regalé.

Este placer, en el que encontraba el gusto de rebeldía que ha sido el vicio -por otra parte vulgar- de mi juventud, se convirtió más tarde en una obsesión.

Me acordaba -tumbada en mi cama- de la cordial acogida que me hicieron en casa de Ena sus parientes y de cómo, acostumbrada a las caras morenas con las facciones bien marcadas de las gentes de mi casa, me empezó a marear la cantidad de cabezas rubias que me rodeaban en la mesa.

Los padres de Ena y sus cinco hermanos eran rubios. Estos cinco hermanos, todos varones y más pequeños que mi amiga, se confundían en mi imaginación con sus rostros afables, risueños y vulgares. Ni siquiera el benjamín, de siete años, a quien el cambio de los dientes daba una expresión cómica cuando se reía, y que se llamaba Ramón Berenguer, como si fuera un antiguo conde de Barcelona, se distinguía de sus hermanos más que en estas dos particularidades.

El padre parecía participar de las mismas condiciones de buen carácter que su prole y era además un hombre realmente guapo, a quien Ena se parecía. Tenía, como ella, los ojos verdes, aunque sin la extraña y magnífica luz que animaba los de su hija. En él todo parecía sencillo y abierto, sin malicias de ninguna clase. Durante la comida le recuerdo riéndose al contarme anécdotas de sus viajes, pues habían vivido todos, durante muchos años, en diferentes sitios de Europa. Parecía que me conocía de toda la vida, que sólo por el hecho de tenerme en su mesa me agregaba a la patriarcal familia.

La madre de Ena, por el contrario, daba la impresión de ser reservada, aunque contribuía sonriendo al ambiente agradable que se había formado. Entre su marido y sus hijos -todos altos y bien hechos- ella parecía un pájaro extraño y raquítico. Era pequeñita y yo encontraba asombroso que su cuerpo estrecho hubiera soportado seis veces el peso de un hijo. La primera impresión que me hizo fue de extraña fealdad. Luego resaltaban en ella dos o tres toques de belleza casi portentosa: un cabello más claro que el de Ena, sedoso, abundantísimo; unos largos ojos dorados y su voz magnífica.

– Ahí donde la ve usted, Andrea -dijo el jefe de familia-, mi mujer tiene algo de vagabunda. No puede estar tranquila en ningún sitio y nos arrastra a todos.

– No exageres, Luis -la señora se sonreía con suavidad.

– En el fondo es cierto. Claro que tu padre es el que me destina para representarle y dirigir sus negocios en los sitios más extraños…, mi suegro es al mismo tiempo mi jefe comercial, ¿sabe usted, Andrea?…; pero tú estás en el fondo de todos los manejos. Si quisieras no me negarías que tu padre te haría vivir tranquila en Barcelona. Bien se vio la influencia que tienes sobre él en aquel asunto de Londres… Claro que yo estoy encantado con tus gustos, mi niña; no soy yo quien te los reprocha -y la envolvió con una sonrisa cariñosa-. Toda mi vida me ha gustado viajar y ver cosas nuevas… Yo tampoco puedo dominar una especie de fiebre de actividad que casi es un placer cuando entro en un nuevo ambiente comercial, con gente de psicología tan desconocida. Es como empezar otra vez la lucha y se siente uno rejuvenecido…

– Pero a mamá -afirmó Ena- le gusta más Barcelona que ningún sitio del mundo. Yo lo sé.

La madre le dirigió una sonrisa especial que me pareció soñadora y divertida al mismo tiempo.

– En cualquier sitio en que estéis vosotros me encuentro siempre bien. Y tiene razón tu padre en esto de que a veces siento la inquietud de viajar; claro que de ahí a manejar a mi padre -sonrió más acentuadamente- va mucha diferencia…

Y ya que estamos hablando de estas cosas, Margarita -continuó su marido-, ¿sabes lo que me ha dicho tu padre ayer? Pues que es posible que la temporada que viene seamos necesarios en Madrid… ¿Qué te parece? La verdad es que en estos momentos yo prefiero estar en Barcelona que en ningún sitio, sobre todo teniendo en cuenta que tu hermano…

– Sí, Luis, creo que tenemos que hablar de eso. Pero ahora estamos aburriendo a esta niña. Andrea, tiene que perdonarnos usted. Al fin y al cabo somos una familia de comerciantes que acaba todas sus conversaciones en asuntos de negocios…

Ena había escuchado la última parte de la conversación con extraordinario interés.

– ¡Bah! El abuelo está un poco chiflado, me parece. Tan emocionado y lloroso cuando vuelve a ver a mamá después de tenerla lejos, y enseguida ideando que nos marchemos. Yo no quiero irme de Barcelona por ahora… ¡Es una cosa tonta!… Al fin y al cabo, Barcelona es mi pueblo y se puede decir que sólo la conozco desde que se terminó la guerra.

(Me miró rápidamente y yo recogí su mirada, porque sabía que ella se había enamorado por aquellos tiempos y que éste era su argumento supremo y secreto para no querer salir de la ciudad.)

Entre mis sábanas, en la calle de Aribau, yo evocaba esta conversación con todos sus detalles y me sacudió la alarma a la idea de separarme de mi amiga cuando me había encariñado con ella. Pensé que los planes de aquel viejo importante ¾aquel rico abuelo de Ena- movían a demasiada gente y herían demasiados afectos.

En la agradable confusión de ideas que precede al sueño se fueron calmando mis temores para ser sustituidos por vagas imágenes de calles libres en la noche. El alto sueño de la catedral volvió a invadirme.

Me dormí agitada con la visión final de los ojos de la madre de Ena, que cuando ya nos despedíamos se habían levantado hacia mí, fugazmente, con una extraña mirada de angustia y temor.

Aquellos ojos se metieron en lo profundo de mi sueño y levantaron pesadillas.

11

– No seas tozuda, sobrina -me dijo Juan-. Te vas a morir de hambre.

Y me puso las manos en el hombro con una torpe caricia.

– No, gracias; me las arreglo muy bien…

Mientras tanto eché una mirada de reojo a mi tío y vi que tampoco a él parecían irle bien las cosas. Me había cogido bebiendo el agua que sobraba de cocer la verdura y que estaba fría y olvidada en un rincón de la cocina, dispuesta a ser tirada.