Todo el mundo se ha cansado de ti, de tus lamentos. Hasta tu prima se ha cansado de compararse contigo para ser feliz y ya le pesan tus tristezas. La gente huye de los tristes por miedo al contagio, es contagiosa la tristeza, Prudencia. Las penas son de uno y no se van porque las cuentes. Si te hubieras puesto tu mejor sonrisa, no te habría pasado lo que te pasó la última vez que saliste a la calle, que tus amigas cruzaron de acera; a ti te dolió, te diste cuenta de que no fue casual, que te vieron perfectamente, que cuando te vieron cruzaron de acera. Tú no aceptaste el desprecio y cruzaste también, se pusieron rojas de vergüenza, pero más roja te pusiste tú, cuando se excusaron porque no te habían visto, te preguntaron qué tal te iba y, antes de que pudieras contestar, dijeron que tenían mucha prisa y que ya les había contado tu prima. Adiós, Prudencia, te dieron dos besos cada una y se alejaron hablando en voz baja. Te quedaste parada, dudando, no sabías si volver a cruzar de acera.