Qué triste el dolor del que siempre espera y un día no tiene a quién esperar. Eso le pasa a Prudencia. Esperaba a su marido para comer, con la mesa puesta. Siempre a la misma hora. Y desde que se murió su suegro come sola sin esperar a nadie, sin mirar el reloj. Se ha acostumbrado, no le gusta, pero se ha acostumbrado. A veces no tiene hambre y no toma nada hasta la cena. Se bebe una copita de anís y se va a la cama sola. A recordar las siestas con su marido. Y digo yo que no está bien que recuerde esas cosas sola. A mí, desde luego, me parece impúdico.

Los sábados y los domingos su marido come en casa, ella hace guisos y prepara la mesa, se sientan el uno frente al otro, en silencio, porque él tiene que leer el periódico. Al menos esos días Prudencia se siente acompañada. Comen juntos, y ven juntos la televisión. Algunas veces su marido se va a casa de su madre después de comer, a echarse la siesta, y entonces ella se queda haciendo un solitario. Regresa pronto y siguen viendo la televisión hasta la hora de cenar.