Había pasado más de un mes desde que llegasteis a Aguamarina. Se mantenía entre vosotros una entente cordial que evitaba que surgieran los afectos. Tú continuaste respondiendo al coqueteo de Estela para provocar los celos de Matilde. Estanislao medía sus galanteos hacia ella, vigilado de cerca por su esposa, intimidado por las miradas de Ulises. Y él y Matilde reprimían su deseo de recordar un beso.

Tu mujer alimentaba el cariño de Aisha en sus conversaciones de cocina, a las que ambas permitían que se sumara Pedro, pero sólo de vez en cuando.

—Anda, Pedro, vete que seniora y Aisha hablan de mujeras y tú no entiende.

—Señora Matilde, tenga cuidao con ésta, que es muy mandona. Y aunque le parece chica es más grande de lo que parece.

A Matilde le gustaba escuchar a Pedro, le exigía mucha atención poder comprenderle, y el esfuerzo le valía después para entender mejor a Aisha, porque ella había aprendido a manejar el idioma con él.

—A mí me hizo que me hiciera musurmán, porque ésta no se casaba con un cristiano. Ven mal eso de casarse con un cristiano, ¿sabe? Y yo tuve que pasar por el aro, y pasé, claro que pasé, porque esta cosa tan chica me tenía sorbío el seso. Y otavía me lo tiene y son muchos años pa mayo. Pero el nombre no me lo cambió, no señora, el nombre que me dio mi madre no me lo cambian a mí tan fácilmente, aunque por casi lo consigue la morita y a lo primero de conocerla atendía yo por Butrus —Pedro se quedó pensativo unos instantes—. ¿A usted le gusta Butrus, señora Matilde?

—La seniora y Aisha hablamos la mitad de una cosa que a ti no interesa, Pedro.

—Aisha, déjale que se quede un ratito.

—Seniora, tú sabe que Pedro tiene cabezota, se queda cuando quiere cuando no quiere no se queda pero Aisha no hablo de boda delante de Pedro.

Aisha siempre encontraba un tema del que no pudiera hablar delante de Pedro. Y él se marchaba refunfuñando.

—Butrus, Butrus, ésa no es manera de llamarse ninguno que tenga argo de conocimiento.

En el fondo, a Aisha le gustaba más conversar con Matilde, las dos solas. A ella le podía contar que no le molestaba que Pedro no hubiese arabizado su nombre. Aisha le llamó Butrus el día que lo conoció, porque le costaba mucho pronunciar Pedro, pero después aprendió, y como Butrus no era un nombre musulmán, sino la traducción del San Pedro cristiano, le daba igual llamarle Butrus que Pedro. Y él siempre creyó que Aisha había cedido en algo.

Con Matilde podía lamentarse de las diferencias de sus bodas. La real, la que hizo con Pedro, y la imaginaria, la que podría haber celebrado con Munir en Esauira.

Si Aisha se hubiera casado en Esauira, su boda habría durado tres días. La fachada de su casa estaría adornada con bombillas de colores y dentro no dejarían de sonar las arbórbolas, el pandero y la gaita; toda la vecindad se enteraría de la fiesta. Fatma y Malika, sus dos tías más pequeñas, casi de su misma edad, habrían ido a su casa una semana antes y se habrían quedado a dormir con ella, como todas sus primas, las demás tías, sus hermanas, las amigas, las amigas de su madre y las vecinas. Las mujeres habrían llegado con sus maletas, alborotando, cantando arbórbolas desde el momento de traspasar el umbral y ver a Aisha. Entonarían canciones de boda mientras amasaran harina para las pastas de té, y gritarían el uel uel cada vez que apareciera la novia o se cruzaran con ella por la casa.

—Fatma y Malika persiguen a Aisha toda la casa para cantar todo el rato, si caso en Esauira. Siempre mucho reímos juntas siempre más amigas que tías de Aisha.

Aisha resplandecía al contar su boda en Esauira. Al imaginarla en voz alta se emocionaba de tal modo que parecía que la hubiera vivido realmente.

Los regalos del novio llegarían en bandejas, en procesión por la calle, acompañados de música y al descubierto, sin envolver en papel. Munir le habría enviado un cinturón de oro, ropa interior de nailon, y una caja de maderas de diferentes colores hecha con sus propias manos. El padre de Munir mandaría aceite, azúcar, harina, una jarra de miel, y un toro, para dar de comer a todos los familiares que acudieran a casa de la novia.

Su madre habría contratado a Salima para que embelleciera a Aisha, la misma mujer que había adornado a Malika y a Fatma. A ella le alquilaría los collares, los pendientes, unos aros enormes con colgantes de abalorios y flecos de oro, las pulseras, y una diadema jalonada de piedras brillantes que Aisha ceñiría en su frente, y que también sus tías alquilaron.

Salima le pintaría las manos y los pies con alheña, el primer día. Las mujeres amasarían los dulces y Aisha, vestida de blanco, con una túnica sencilla y un velo, miraría los dibujos finísimos que la alheña dejaba en sus manos, diferentes en cada palma, intentando aprendérselos para que fueran un regalo en su memoria. Con paciencia, soportando la postura incómoda, se abandonaría al frío de la alheña en su piel, sin dejar de mirar los dibujos florales y geométricos que parecían enfundarla en guantes de encaje.

Fatma y Malika habrían sido las encargadas de vendarle las manos y los pies con trapos blancos, cuando Salima hubiera acabado su trabajo. Aisha permanecería sentada y envuelta durante varias horas, hasta que la alheña se secara. Y esa noche, alquilarían el hamam y lo convertirían en una fiesta exclusiva para las invitadas a la boda de Aisha, que la habrían acompañado cantando canciones y arbórbolas hacia el baño público, donde el agua arrastraría el barrillo negro de alheña y sus manos y sus pies aparecerían teñidos de filigranas rojizas. Durante los quince días siguientes, el tiempo aproximado que tarda en desaparecer el tinte, Aisha seguiría memorizando cada línea dibujada en sus manos para que no se le borraran nunca.