El punto de partida. El comienzo de tu carrera literaria. El primer guión. Y después vendrían otros. Y la fama. La oportunidad de escribir una novela, de publicarla en la mejor editorial. Las traducciones. Reconocerían el genio que había en ti, y cultivaste tu aspecto de intelectual para facilitar el reconocimiento. Te dejaste crecer el pelo y estudiaste frente al espejo ademanes que lo hicieran caer sobre tus gafas con naturalidad; para retirarlo luego te resultó más fácil encontrar un gesto sencillo. Procuraste que tu vestimenta conservara el desenfado del artista y te adornaste de un cierto aire de desaliño con una barba de tres días. Un escritor debía parecerlo. Te encargarían obras de teatro que representarían los actores más brillantes, las más bellas actrices, en los mejores teatros. Tu nombre escrito en todas partes. Adrián Noguera. Tu nombre repetido en los círculos intelectuales de todo el país. Adrián Noguera. La fama. Entrevistas en prensa, radio, televisión. La superación de la penuria arrastrada.

Tu sueño crecía paralelamente a tu ambición, y eso no podías compartirlo con Matilde. Ella era tu esposa, cómplice en el terreno de lo doméstico, disfrutaría de las mejoras económicas. Le comprarías una casa, que ella podría amueblar a su gusto.