Tal vez si le hubieras pedido que te lo contara, habrías sabido entonces que el chal de Matilde resbaló de su hombro y cayó sobre la palanca de cambio; y que antes de que ella lo advirtiera, Ulises se lo colocó:

—Va vestida de ajedrez.

Matilde se sujetó el chal sobre el pecho con ambas manos.

—Blanco y negro —insistió Ulises—. Muy elegante, como el ajedrez. O como las damas —añadió sonriendo—, el juego de la elegancia.

—Gracias —y Matilde también sonrió.

—Vaya, he arrancado una sonrisa del cerco de sus dientes.

Ulises miró a Matilde buscando su reacción, pero Matilde no reaccionó, continuó con la mirada fija en el parabrisas.

—Es una frase de Homero. La Odisea.

—No la he leído —contestó ella sin rubor.

—Sí, lo sé, me di cuenta en la cena cuando felicitó a su marido por su ocurrencia, «La aurora de rosáceos dedos» es también de Homero. Los dos nos hemos pasado de pedantes.

Matilde supo entonces por qué le apretaste la mano cuando os servían los postres, y ella te dijo que era una frase preciosa, por qué la miraste condescendiente y sintió en tu mirada la vergüenza.

—Lo siento —añadió Ulises ante el silencio de tu esposa—. No era mi intención ponerla en evidencia.

Matilde le sorprendió con su candidez:

—No he leído el libro. Pero he visto una película. Es una historia muy bonita.

Ulises le pidió que le hablara de Ulises, de Penélope, de Telémaco.

—No sé gran cosa, sólo me sé la historia —contestó con timidez.

—En una adaptación al cine, lo que queda es la historia. Cuénteme la historia.

—¿Por qué? ¿Por qué quiere que yo le cuente algo que usted ha leído y yo no?

—Porque lo que usted conoce de la Odiseaes lo mismo que saben los espectadores que irán a ver mi película, la mayoría de ellos sólo conoce la historia.

Ulises descubrió la versión de la Odiseade quien no ha leído la Odisea. Pretendía acercarse a una visión de Homero ajena a los prejuicios literarios.

El interés que Ulises mostraba era real, y a Matilde la desconcertó. El reputado productor de cine que iba a contratar a su marido la escuchaba con atención, a ella, como nadie hasta ahora. La miraba, preguntaba, asentía.

Aquella primera cita fue el punto de partida de tu desencuentro con Matilde. Cuando llegaste al salón de la casa de Ulises, ella dejó de hablar. Regresó a su discreción, a su recato. Recordó las palabras que usaste, Ponte guapa, se quedará impresionado, y se preguntó por qué habías tardado tanto. Te miró, y en los ojos castaños de Matilde adivinaste un reproche.

—Estábamos hablando de la Odisea. De los miedos de Penélope —dijo Ulises—. Es muy interesante la visión de su esposa.

Tú creíste que lo decía por hablar, por romper la frialdad que os rodeó a los tres en un instante.

—¿Ah, sí? —contestaste.

Miraste a tu mujer con cierta perplejidad. ¿Cómo podía tener ella una visión de la Odisea? Qué hermosa está —pensaste—, y te dirigiste a Ulises para exponer las diferencias que podrían encontrarse en la obra de Homero, según fuera contada por un hombre o por una mujer.

Ulises te escuchaba y miraba a Matilde. Tú no supiste ver en ello que deseaba incluirla en la conversación, y continuaste hablando.

Los dos hombres estabais de pie, y ella sentada y hermosa fumaba en el sofá, ruborizada. Ahora sí, ruborizada ante Ulises, por las palabras que había pronunciado cuando se encontraban los dos a solas, por las que no se atrevía a decir desde que tú llegaste. Habría sido mejor callar también antes.

La velada se desarrolló como tantas otras. Matilde permaneció callada, pero esta vez su conversación anterior con Ulises señalaba su silencio. Y su reserva habitual incluía un nuevo elemento: el rencor.

El rencor. Hacia ti, que habías hablado por ella. Hacia Ulises, que supo hacerla hablar y fue testigo de su incapacidad para seguir hablando. Hacia sí misma, que se avergonzó por primera vez, tanto de su palabra como de su mutismo.

—Escribir este guión es muy importante para mí —le dijiste al salir a la calle. Y le cogiste la mano.

—Entiendo —contestó ella. Y su mano escapó de la tuya como se escabulle un pez.