Tú nunca le pediste que te hablara de Ulises. Ahora ya es tarde. La fatalidad te ha enseñado que las palabras que evitabas decir, y también las que dijiste, forman parte de la distancia que alimentó el desprecio de Matilde hacia ti.

—Adrián —ella tenía que repetir siempre tu nombre—, Adrián.

—¿Me llamabas? —contestabas sin mirarla.

—Sí. Quería decirte que.

—¿Cómo?

—Que quería decirte que —tú seguías sin mirarla.

—¿Qué?

Y ella se cansaba de repetir.

—No, nada.

Gozaste del amor de tu esposa, durante casi dos años. La amaste, y ella te amó. Matilde no había comenzado a juzgarte, y tú aún no dudabas del amor de Matilde.

Tus limitados ingresos te permitían pagar tan sólo una habitación realquilada con derecho a cocina. Tiempos de penuria económica. Y ahora te preguntas, al recordar aquella escasez, si realmente erais felices. ¿Lo erais? ¿No os lo inventasteis? ¿No era más fácil afrontar las dificultades siendo «felices»? Malabarismo. Hicisteis juegos malabares con la palabra felicidad. Fuisteis cómplices. Y dejasteis de serlo.

Tú vivías en paz con tus grandes aspiraciones literarias y Matilde sin ninguna gran aspiración. Hasta que llegó Ulises. Tus sueños se convirtieron en codicia y no pudiste confesarlo. Entonces fue cuando ella comenzó a sentir el silencio. Y empezaste a perderla. Matilde encontró la complicidad en una tercera persona; y al tiempo, y de forma paulatina y severa, se fue llenando de desprecio hacia ti.

Tú lo sabes, y por eso no puedes dormir. Sabes que el origen de su huida debes buscarlo en la primera cena con Ulises, a la que tú la obligaste a acompañarte.

—No quiero ir a esa cena —fue un ruego lo que ella te hizo.

Cuántas veces te había acompañado a los encuentros con tus colegas, cuántas. Matilde os escuchaba en silencio, convencida de que su opinión carecía de importancia; nadie se la preguntaba ni a ella le inquietaba expresarla. Se mantenía al margen a sabiendas de que su presencia pasaba desapercibida, a todos, excepto a ti. Ella nunca se negó a acompañarte, sabía que la llevabas para asegurarte un espectador, atento siempre a tu discurso. A Matilde le gustaba agradarte, te escuchaba, reía tus bromas, y a ti te bastaba su risa y su silencio, su discreción.

Ella sabía que alardeabas de mujer hermosa. Eso no le importaba. Pero esta vez era una reunión de trabajo. Un famoso productor había leído el ensayo sobre la Odiseaque publicaste en una revista literaria; tu propuesta le resultó ambiciosa, y quiso conocerte. Así es como te ofreció escribir el guión de su próxima película, realizar tu sueño. Tú le habías hablado a Matilde de Ulises con admiración. Lo describiste como un gran conversador, un productor culto, inteligente, irónico y mordaz. Ella temía encontrarse con él. Insistió en su ruego:

—Los tres solos..., si fuera más gente... Mejor yo no voy.

—¿Cómo?

—Que mejor vayas tú solo.

—Ulises es muy amable. No tienes ni siquiera que hablar, no te preocupes. Ponte guapa, ya verás, se quedará impresionado.

Tú obligaste a tu mujer a acudir a esa cita. Ponte guapa, le dijiste. Y se puso el único vestido de noche que tenía. Estaba realmente hermosa. La recuerdas así, hermosa. Seda negra resbalando hasta sus pies calzados con tacones altos. La recuerdas, durante la cena, sujetándose sobre los hombros semidesnudos el chal blanco que le trajeron de Turquía, alguien, no sabes bien quién, su madre, su hermana, tú mismo, quizá.

Después de cenar, Ulises os invitó a una copa en su casa. Te interesaba ir, hablaríais del guión, y aceptaste sin consultar a Matilde.

—Lo siento —había dicho Ulises—, el coche sólo tiene dos plazas.

—Ve tú, Matilde. Yo cogeré un taxi.

La recuerdas subiendo al automóvil. Se inclinó para entrar, y viste su cuello más largo que nunca, su nuca despejada. Puedes ver incluso el pasador que adornaba su pelo recogido en un moño. Tu regalo en vuestro primer aniversario de boda. La plata destacaba en su cabello rojizo.

No quisiste ver la rabia en sus ojos mientras cerrabas la portezuela del automóvil, no la miraste.

Y ahora te preguntas qué pasó entre ellos en ese espacio que no te pertenece, que no compartiste con ella. Por qué no le pediste esa misma noche que te hablara de Ulises, por qué dibujaste con tu silencio una línea infranqueable.

El taxi en el que viajabas chocó contra un turismo; tú esperaste sentado en el interior hasta que los conductores terminaron de discutir. Tranquilo. Tardaste demasiado en llegar.

De qué hablaron durante aquel primer encuentro, los dos solos, mientras te esperaban más tiempo del previsto.

Y ahora no puedes dormir.